Por Ricardo Forster
Coronavirus: entre el peligro y la oportunidad
La peste está entre nosotros, se acerca sigilosa e invisible transgrediendo fronteras, rompiendo en mil pedazos acuerdos de países que creían que sus protocolos híper mercantilizados iban a constituirse en la garantía de un orden económico mundial capaz de ampliar riqueza y crecimiento para unas pocas naciones favorecidas. Y que terminaron descubriendo, entre azoradas y atemorizadas, que la desigualdad que ese mismo sistema expandió por el mundo iba a devolverles, bajo la forma de un virus, la igualdad del contagio, de la fragilidad y de la muerte. Extraña paradoja de una época, la nuestra, que había naturalizado las brutales diferencias sociales, la distancia enorme entre naciones ricas y naciones pobres, que depredó continentes enteros en nombre de la civilización y el progreso, que transformó en valor sacrosanto la lógica de la rentabilidad y la reducción de todas las esferas de la vida a mercancía cuya importancia debía medirse en función de su “valor de mercado”. Igualdad ante la expansión viral que no sabe de diferencias ideológicas ni reconoce aduanas que discriminan entre ciudadanos del primer mundo y miserables indocumentados que se ahogan en el Mediterráneo. Miedo en la Italia opulenta del Norte, miedo en una barriada de migrantes napolitana, miedo en la Alemania de Merkel que comienza a revisar su “ortodoxia fiscal”, miedo en una España demasiado inclinada al consumismo, miedo en la pujante Seúl que a través del cine nos muestra la realidad de la desigualdad, miedo en los aviones abarrotados de turistas que regresan apresurados a sus países de origen antes que se cierren todas las fronteras, miedo en lujosos transatlánticos cuyos pasajeros descubren, azorados aunque conservando sus privilegios de primera clase, lo que significa convertirse en paria y que ningún puerto los acepte. El miedo nos ha vuelto más iguales y, por esas extrañas vicisitudes de la historia, nos abre la posibilidad de repensar nuestro modo de vivir. Una oportunidad en medio de la noche y la incertidumbre.
El virus es invisible, sale disparado por una tos cualquiera en cualquier momento, se sube a los aviones, se cuela en el teatro, se mezcla en los abrazos de cuerpos danzando, circula con absoluta libertad más allá de todos los controles en un mundo que, supuestamente, lo tenía todo controlado (controles faciales, cámaras en cada rincón de la última de las ciudades, clickeos que terminan en algoritmos capaces de capturar lo que no sabemos de nosotros mismos y que direccionan nuestras conductas aunque nos sintamos dueños y señores de nuestra libertad, vigilancia por doquier y como supuesta garantía de nuestra seguridad…). El orden desordenado, la vigilancia desarmada, la transparencia cubierta por una niebla de dudas e incertezas que alimentan el miedo a lo desconocido. Un último refugio desesperado en la capacidad milagrosa de la ciencia y la tecnología que tarda demasiado en llegar y el tiempo se nos va agotando aumentando la fragilidad y la incertidumbre. Mitos fundamentales de nuestro imaginario contemporáneo se derrumban estrepitosamente junto con la expansión de la pandemia. ¿Quién nos protege ahora que el Estado ha sido jibarizado con la anuencia de los mismos que hoy le exigen a los gobernantes que se hagan cargo de subsanar lo que ellos desarticularon? ¿Qué decirle a una sociedad que se creyó la buenaventuranza del mercado y sus oportunidades, de la meritocracia y sus pirámides construidas por el “esfuerzo individual y la competencia de los mejores”, de un capitalismo que sólo prometía la multiplicación infinita del consumo mientras se dañaba irreversiblemente a la biosfera? ¿Cómo salir de un narcisismo todoterreno que se instaló en nuestras interioridades para descubrir que en soledad no llegamos a ningún lado? ¿Cómo reparar almas devoradas por el cuentapropismo moral que hizo de cada individuo una suerte de mónada autosuficiente? Preguntas que, quizás, iluminen con una luz distinta en medio de la noche viral. Dialéctica de una tragedia que nos recuerda, muy de vez en cuando, que “allí donde crece el peligro también nace lo que salva”.
Al borde del precipicio estamos obligados a dar un volantazo si es que no queremos que todo acabe en desastre. Es, tal vez y sin garantías, el advenir de una oportunidad que nos permita revisar los males de un sistema autófago. Por una extraña paradoja de la dialéctica de vida y muerte, lo más pequeño, lo infinitesimal, lo que estuvo en el origen de la vida y seguirá estando cuando nosotros ya no estemos, las bacterias y sus derivados, incluyendo los virus y sus adaptaciones mutantes, nos está diciendo que hemos ido más allá de todo límite en nuestro afán transformador y depredador. Que la vida sigue su curso mientras los seres humanos nos preguntamos qué hemos hecho mal. El tiempo de hacer algo, de girar dramáticamente en nuestra loca carrera consumista y egocéntrica es hoy, ahora, mañana es un horizonte lejano e inalcanzable si no somos capaces de construir otro modo de hacer y de convivir con nosotros y con la naturaleza. Un más allá del capitalismo financiarizado y su palafernaria de productivismo ciego y rentabilidad egoísta que sólo le ofrece bonanza a un 20% de la humanidad mientras esa bonanza multiplica la miseria de miles de millones y la destrucción del ambiente.
Un sistema que prometía la producción infinita de mercancías y un goce perpetuo bajo la forma del mercado liberado de cualquier control estatal y depredador de su máximo objeto de odio: el “Estado social”, instrumento maldito contra el que vienen batallando desde hace cuarenta años devastando los sistemas de salud y arrinconando al Estado hasta simplemente convertirlo en el custodio de sus nefastos negocios financieros. Una cruzada que lleva cuatro décadas y que no sólo vació la estatalidad social sino que también se cebó en la vida cotidiana hasta fragmentarla en mil pedazos multiplicando hasta la extenuación conductas individualistas y egoístas. Extenuación de un gigantesco delirio manipulado por las grandes corporaciones comunicacionales que lograron convertir la idea y la práctica del Estado de bienestar en el equivalente del populismo, la demagogia, el autoritarismo, el derroche y la captura de la libertad. Una ideología, la neoliberal, sostenida en la mistificación del mercado que fue y es responsable del desmembramiento de la asistencia social cuyas consecuencias podemos dolorosamente comprobarlas cuando el coronavirus rebasa y colapsa sistemas de salud públicos desfinanciados y debilitados por la mercantilización generalizada.
Un día cualquiera descubrimos que las máscaras se caen y que las consecuencias de la mentira asumen el rostro del abandono, la intemperie y la incapacidad de enfrentar la llegada de la peste. De nuevo y sin hacerse cargo de nada se alzan las voces que antes pedían menos Estado y que ahora demandan que el Estado los salve. Se acabaron las interpelaciones a las “doñas Rosa” de aquel inefable periodista que emponzoñó el cerebro de millones de televidentes en los dorados y neoliberales años 1980 y 1990 y que encontró tantos discípulos en el amarillismo mediático actual y en el arrasamiento macrista. Esa misma doña Rosa que hoy se muere globalmente porque no hay seguridad social y los hospitales han sido saqueados por la lógica privatizadora y de mercado que hizo de la salud una mercancía más. El coronavirus nos ha despertado de nuestro letargo de décadas, de nuestra renuncia absurda al Estado de Bienestar, de la idiotez que contaminó a una parte no despreciable de la sociedad global bajo el canto de sirena de la economía de mercado, el emprendedorismo y la competencia privada. Todavía estamos a tiempo, atravesando días y semanas de inquietud, miedo, dolor y sufrimiento de reconstruir nuestro tejido social pero con la condición de romper la brutal mentira del capitalismo neoliberal hurgando sin complacencia en nuestra intimidad, en los valores que nos dominaron y que contribuyeron a multiplicar el desastre bajo la forma de un mundo de fantasía cuya arquitectura se parecía a un gigantesco shopping center.
Creímos que podíamos vivir, si éramos parte del contingente de privilegiados, en un invernadero. Protegidos de la intemperie climática, del calentamiento global, de la miseria creciente, de la violencia y de las pestes que diezmaban a los pobres y hambrientos del mundo. El invernadero se rompió en mil pedazos no por la fuerza de una humanidad en estado de rebeldía sino por la llegada de organismos infinitesimales e invisibles capaces de penetrar por todos los intersticios de una sociedad desarmada y desarticulada que hace un tiempo decidió vivir bajo el signo de “sálvese quien pueda”. El virus nos recordó de modo brutal que esa es, también, una quimera insolente, otra fantasía de un sistema aniquilador.
Porque el neoliberalismo, y no nos cansaremos de decirlo, es mucho más que la financiarización del capitalismo, su momento zombi en el que ha puesto el piloto automático que nos lleva directamente hacia la consumación de la catástrofe; el neoliberalismo se ha sostenido y expandido gracias a una profunda y colosal captura de las subjetividades. Valores, formas de la sensibilidad, prácticas sociales, costumbres, sentido común han sido atravesados y reescritos por la economización de todas las esferas de la vida. Y es en el interior de una sociedad fragmentada y desocializada por donde se cuela, a una velocidad vertiginosa que nos deja impávidos, la potencia del virus y su capacidad para infectar nuestras vidas. Enfrentados a un retorno de lo real monstruoso, cuando las certezas colapsan y los imaginarios dominantes ya no sirven para apaciguar nuestra angustia, es cuando nos vemos impelidos a construir viejas y nuevas prácticas que habían sido desplazadas por un sistema de la hipertrofia competitiva e individualista: reconstruir lo común, el ámbito de la sociabilidad solidaria y del reconocimiento. Revitalizar la dimensión de lo público y del Estado como garantes de un principio genuino de igualdad democrática y expropiarle a la insaciabilidad del capitalismo neoliberal el derecho a la salud pública, gratuita y de calidad. Aprender, a su vez, de esta pandemia que nos muestra los límites de un orden económico y tecnológico que no sólo profundiza las desigualdades sino que también ha generado las condiciones para la degradación cada día más inexorable de nuestra casa que es la Tierra. Un virus que nos pone a prueba como sociedad y como seres humanos que necesitamos reaprender a cuidarnos y cuidar la vida que nos rodea y que nos permita seguir soñando un futuro.
Fuente: Página 12
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