Marcos fue detenido y torturado por la dictadura cívico-militar, instaurada tras el golpe del 24 de marzo de 1976.
Adelantos del libro del escritor y periodista Marcos Doño, "Mañana nunca se sabe"
( Especial de Motor Económico) **En conmemoración de una fecha tan honda al sentir del pueblo, publicamos el siguiente texto correspondiente a un capítulo (escena, como le gusta llamarla al autor) del libro inédito “Mañana nunca se sabe”, del escritor y periodista Marcos Doño, quien fuera detenido y torturado por la dictadura cívico-militar, instaurada tras el golpe del 24 de marzo de 1976. Este relato es, acaso, una de las infinitas páginas que se han escrito y se escribirán sobre la noche más oscura y trágica de la historia argentina.
CABEZA DE CANDADO Por Marcos Doño*
Este hombre era real. Demasiado. Pero hasta que no se lo conocía pasaba desapercibido, aun para el preso más experimentado. Lo llamábamos cabeza de candado y su función, la deempelado de tratamiento, se diferenciaba de los guardias de uniforme verde oliva porque le tocaba lucir undistinguido guardapolvo blanco. De hecho, verlo era como estar frente a un enfermero o a un médico o,más aún, ante un amable maestro de escuela primaria. Pero su misión no era la salvación de nadie sino infringirle dolor y muerte al prójimo. Cabeza de candado era petiso y morrudo, un caminador incansable que se aparecía en el pabellón a cualquier hora del día, casi siempre acompañado de algún oficial, e invariablemente con un cigarrillo a medio terminar, que podía o no estar encendido, sostenido apenas en la comisura de los labios, casi a punto de que caérsele de la boca. Su andar cansino le agregaba a su aspecto un gesto engañosamente amable, casi de bonhomía, aunque para misretinas lo más destacado era esa enigmática sonrisa que apenas se dibujada en su cara como la mueca suave e inescrutable de una Mona Lisa. Yo imagino que a esta altura el lector ya se habrá preguntando a qué se debía semejante apodo: cabeza de candado. Quizás se haya respondido sobre las posibles causas como me lo pregunté yo cuando lo vi por primera vez y le escuché decir a un preso común que iba y venía con el lampazo sacando brillo al piso del pabellón: ¡guarda que viene cabeza de candado! Recuerdo que esa vez mi primera conclusión fue que el apodo obedecía a su cráneo de constitución extremadamente caucásica, exagerada por una frente visiblemente chata que lo acercaba, con un poco de imaginación, a la forma cuadrangular de un candado. Sin embargo, aquella idea no tardó en dejar lugar a otra más verosímil, como que su función era la de encargado general de los candados del penal, por ende del cierre de las rejas de que daban acceso y salida a los pabellones. En fin, una de las tantas elucubraciones y delirios que el encierro provoca en las mentes, cuando el tiempo se usa sobre todo para mascullar la nada a diario. Finalmente me enteré por casualidad de qué se trataba. Fue por boca de un preso común que repartía el almuerzo,y a quien a pesar de tener prohibidala palabra con cualquiera de nosotros, los leprosos del penal, los presos políticos, se animó a responderme en el tiempo que le llevó descargar la inmunda sopa en mi marmita, antes de seguir camino a la celda siguiente. Así pude enterarme que durante una golpiza que en las celdas de castigo le habían propinado a uno de los presos, el hombrecito de guardapolvo blanco había descargado toda su furia y su placer golpeándole la cabeza con un candado de bronce, hasta que su víctima cayó desmayada y moribunda en el piso de la ducha. Hasta ahí alcanzó a contarme. De los demás detalles me enteraría en el patio, la caja de resonancia de la cárcel donde hasta las lenguas más duras se reblandecen en impensadas confesiones. Supe entonces que la brutalidad del hombrecito de guardapolvo blanco se llegó a conocer por el relato del propio desdichado, quien llegó a contárselo a otro preso durante su convalecencia en la enfermería, días antes de que muriera de un derrame cerebral. Ése era entonces el oscuro motivo que inspiró su apodo: un asesinato. Y ahora que el lector ya lo sabe, podrá comprender que la imagen de esa vestimenta blanca unida a la de un hombre tan cruel, adquiriese un peso tan obsceno, como el que adquieren las cosas y las palabras cuando se las usa para propósitos siniestros, o cuando tienen el propósito de ocultar el horror, tal como ocurría con la frase Arbeit Macht Frei, El trabajo libera, que se leía en la entrada de los frontispicios de los lager, los campos de concentración y exterminio nazis. Pero en mi, sin embargo, aun a pesar de haber conocido esta historia, lo que más me perseguía de este hombrecito era esa sonrisa quieta y tramposa, que lo volvía tan peligroso como una arena movediza. La suerte quiso que la misma mañana en la que mi hermano llegara en el traslado que lo trajo del penal de Devoto, aquella mueca enigmática develara ante él toda su malicia.
Lo que después del traslado debía transformarse en nuestro reencuentro, se postergó por más de un mes debido al incidente que casi le cuesta la vida, y por el que conoció en carne propia a este asesino. Todo comenzó a pocas horas de que los recién llegados ya habían sido seleccionados y arrojados a las celdas, todo en medio de un paroxismo de gritos y arengas, que los guardias practicaban con el sólo fin de enterarlos de cuál era el régimen que se aplicaba en el penal al que acababan de arribar. Era la bienvenida que se le daban a todos los recién llegados. Finalizados el trámite, cuando los gritos, las amenazas, los golpes y los cadenazos y los bastonazos en los tobillos y en las espaldas quedaron atrás, la obsesión de mi hermano fue asearse. Y a los pocos minutos ya se estaba lavarse los pies en la pequeña piletita que colgaba amurada de una de las paredes, cuando en un infortunado movimiento trastabilló y su talón, que había quedado enganchado, arrancó de cuajo el sanitario, que cayó hecho añicos contra el piso. El ruido de la loza partida fue lo de menos en comparación al agua que había comenzado a brotar del caño que quedó expuesto por la rotura. Tanta era que en unos segundos la inundación ya corría por debajo de la puerta de la celda y se desparramaba por el pasillo del pabellón, cruzándose con la mirada de un guardia que estaba apostado a pocos metros. Segundos después la puerta de la celda se abría, dejando ver al guardia quien confirmaba de qué se trataba la cosa. Parado debajo del marco, alternaba su mirada entre la catarata que brotaba a borbotones y los rostros de mi hermano y su compañero de celda, un hombre refinado, ingeniero económico, que había sido asesor del Ministerio de Economía de Salvador Allende, detenido días atrás en la Argentina por los esbirros del plan Cóndor. Congelados ante la mirada del yuga, mi hermano intentó una primera explicación, aun a sabiendas de que nada lo eximiría del problema. Pero el guardia no dejó siquiera que su esperanza se pusiera en marcha, que ya había cerrado la puerta y tras eso sus gritos apurados para que cortaran el agua del pabellón. Nada más podían hacer que esperar lo que seguía, lo peor, sentados en la lápida fría que servía de base para un colchón aún inexistente.
La procesión de guardias y oficiales que se turnaban para mirar amenazantes a través del pasaplatos, concluyó con la puerta de la celda abierta y cuatro figuras siniestras que por largo rato se habían quedado observando en silencio lo ocurrido. Entre esos uniformes se destacaba el de cabeza de candado. Si acaso se pudiera científicamente medir la temperatura de la sangre del terror que en esos momentos fluía por las venas de mi hermano y de su compañero, con seguridad hubiese marcado el punto de congelación. Especialmente cuando uno de los oficiales más temidos del penal, Jorge Peratta, con voz pausada y casi inaudible, ordenó que el culpable de la rotura saliera al pasillo y se parara firmes frente a él. Como pudo, mi hermano caminó los pocos pasos que lo separaban del centro del pasillo, y una vez allí, firmes como se lo había ordenado, vio cómo la figura maciza de Peratta se movía a lo compadrito hasta que casi se tocaron las narices. Y allí se quedó, sin hacer un gesto, sin parpadear, buscando meter ese miedo profundo, como le gustaba, hasta forzar a su víctima a bajar con sumisión la vista, en medio de un estrés incontrolable. ¿Así que vos sos el rompe piletas? Y una vez más el intento de mi hermano por explicar lo sucedido volvió a ser amordazado, esta vez por la voz altisonante de otro oficial verde oliva: ¿che, turro… y a vos quién carajo te dio permiso para que hablaras? ¿Qué sos vos, monto o perro? Fue en ese momento que un rosario de acusaciones y amenazas se sucedió sin solución de continuidad, hasta convencerlo del peligro que esperaba por él. Cuando finalmente las amenazas cesaron, el tercer acto se puso en marcha: había llegado el momento de descender al subsuelo, hacia los chanchos, a las oscuras y mojadas celdas de castigo. Camino al ascensor, con la patota siguiéndolo por detrás como los soldados de la Inquisición lo hacían con los herejes, esa voz que no había dejado de verduguearlo ni por un instante, atravesó sus oídos como un aguijón punzante: acá se te termina el camino, turrito. El descenso fue lento y acompañado del sonido pesado del motor montacargas, que por momentos se sentía vibrar en la cabina del ascensor como si se hubiera desatado un terremoto. Al llegar alguien al subsuelo, alguien que estaba esperando abrió la puerta tijera y uno del pelotón le dio un empellón y un golpe seco en la nuca y las estrellas fue lo único que vio. Allí, parado donde se había quedado, en un pasillo apenas iluminado, recibió el segundo golpe, esta vez en la espalda, y un tercero en el riñón seguido de la orden de que avanzara hacia el fondo, donde le pareció ver un salón de paredes verdes. Allí se detuvieron y los verdugos formaron un círculo a su alrededor, remangándose las chaquetas y las camisas con la misma parsimonia de alguien que se estuviera preparando para un trabajo digno, de plomería o de carpintería. Y mientras esto ocurría, cabeza de candado le ordenó desnudarse y pararse debajo de una ducha que colgaba en un salón contiguo. Con parsimonia, dijo: ¡abra la canilla, interno! Lo hizo y el chorro fue grueso y golpeó de lleno en su cuerpo; le dolía como duele el agua helada en la piel en invierno. De pronto el frío helado fue obnubilado por un golpe de bastón que acababa de recibir en el tobillo. Y antes de que su garganta gimiera el dolor, otra vez Peratta: ¡levantate, blandito!... ¡ya vas a ver cómo en un rato se te van a ir las ganas de romper piletas, a vos! La media hora debajo del agua helada lo entumecieron como a un montañista que está a punto de caer presa del último sueño. En medio de un tiritar que no cedía ni un instante, sin piedad lo levantaron de las axilas y lo condujeron con sus pies rozando el piso hasta la celda de castigo, donde pasaría las próximas dos semanas en la oscuridad. Eso lo alivió. Después de todo, sintió que por fin se terminaba la tortura, y que lo que le esperaba sería nada en comparación con lo que le había tocado. Pero un golpe seco en la boca del estómago le hizo saber que se equivocaba. Y antes que se repitiera, endurecido por el reflejo que todo preso acostumbrado al maltrato aprehende, esta vez se preparó para la verdadera paliza que estaba por comenzar.
De entre todos los golpes, los de cabeza de candado le llegaban con la fuerza de un martinete. En ese momento se enteró del apodo: ¿che, sabés quién soy?... ¡ME DICEN CABEZA DE CANDADO! Esa sería la única vez que escucharía al hombrecito de guardapolvo blanco levantar el tono de voz. En adelante, sólo lo veía moverse y lo hacía con la agilidad de un boxeador, a pesar de su figura tosca. Sus movimientos copiaban a la perfección los de un púgil profesional. Estaba excitado, como alucinando estar sobre un cuadrilátero, iluminado por los reflectores. ¡Qué fuerte que golpea este hijo de puta! Y el hijo de puta que no dejaba de saltar y de tirar alternadamente trompadas al aire y a su cuerpo, rozando de tanto en tanto su nariz, todo un boxeador de estilo, que los demás disfrutaban entre sonrisas y verdugueadas. Después de un rato, las trompadas comenzaron a hacer efecto y el cuerpo de mi hermano a tambalearse de lado a lado, como lo haría una bolsa de arena de entrenamiento. Aun así, ya a punto de claudicar, sabía, como lo sabe todo preso, que no debía caerse, que debía resistir, porque de no hacerlo se volvería en manjar de sus verdugos, en una oportunidad para que se saciaran de su sangre y su sufrimiento hasta el éxtasis.Lo que, con seguridad, alargaría su suplicio.¡No me voy a caer!, se repetía sin escucharnada más que su propia voz, cuando de pronto los golpes le llegaron desde todos lados, aunque los de cabeza de candado seguían siendo los que embestían como un toro. En especial los que ahora le llegaban directo al pecho, acompañados de esa mueca lista a restallar en una carcajada, la misma boca en la que imperturbable y perpetuo descansaba a medio fumar ese pucho que lo mostraba como un matón de historieta, acaso un sucedáneo de Boogie el aceitoso, aquel personaje terriblemente grotesco de Fontanarrosa. Cuando finalmente la voluntad por sostenerse incólume terminó superada por el dolor y el cansancio, dejó caer su cuerpo al piso, aunque no su conciencia. Y eso le dio más miedo porque pudo pensar con suficiente claridad en su muerte. Ya casi desmayado, el resto de conciencia que le quedaba fue suficiente como para que todavía se animara a especular con que si se mostraba como un tronco inanimado lo dejarían en paz, simplemente porque aquella materia inerte ya no les causaría ningún placer. Pero se equivocaba. Y así como estaba,lo arrastraron una vez más hacia la ducha con el propósito de que el agua helada hiciese lo suyo con los moretones y la hinchazón que, a simple vista, comenzaba a verseen su pecho como la caparazón de una tortuga. De nuevo despabilado, la paliza continuó hasta que el último desmayo se apoderó de él definitivamente. Inconsciente, sobre los mosaicos mojados y sin sensibilidad por la hinchazón, fue abandonado hasta que horas más tarde un médico lo despertó en la celda. Le hablaba como si lo hiciera con un paciente enel consultorio; ¿cómo está?; ¿cómo se siente?; ¿y esos moretones?; ¿qué le pasó en el pecho, lo golpearon? El hipócrita le hablaba y a sus espaldas cabeza de candado le respiraba ese vaho a tabaco quemado, siempre atento a cada una de las respuestas, apretando de tanto en tanto su hombro, para luego murmurarle al oído: ¡ojito con lo que vas a decir! Y no era que el médico fuese alguien de quien tuviera que preocuparse. Por el contrario, ese otro hombre innoble era una de las tantas piezas que comportaban el mecanismo de suplicio. Todo apuntaba a un solo objetivo: ahondar su miedo, para que se le metiera en lo más profundo de la mente y la memoria de su cuerpo. Cada una de las palabras eran un aprendizaje de cómo debía responder siempre y sin importar quien estuviera frente a él. Cuando ya anochecía y dormitaba sobre el cemento, cabeza de candado volvió para hablarle en un tono calmo, con el brazo apoyado sobre su hombro, porque lo que tenía para decirle era el corolario de su crueldad: quedate tranquilo, pibe, que ahora te van a traer comida caliente... Ya pasó todo. Sin dudas, aquellas palabras amables fueron la rúbrica de su pedagogía de la muerte. Cabeza de candado quería confirmar que su esclavo había aprendido la lección. Entonces hizo un último gesto y lanzó un golpe de puño en dirección de su cara, casi hasta rozarla pero al aire, como lo hacen los boxeadores buscando agilizar sus brazos, para concluir en un tono jocoso: ¡era un chiste, che… no seas cagón! En ese momento cabeza de candado, el hombrecito de guardapolvo blanco, supo que ya no haría falta siquiera rozarle la carne para que su víctima sintiera dolor. Sabía que el pánico ante su sola presencia había pasado a formar parte de la piel de mi hermano. Y sin más, se dio media vuelta y se fue, con ese paso lento y apretando entre sus labios elinacabadocigarrillo. *
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