#MotorDomingo
“El silencio es una sinfonía impresionante”: Entrevista (recuperada) a Leonardo Favio
**"Esta entrevista que recuperamos en TeT, fue realizada para la revista Cinemanía N55, noviembre del año 2008. Elegimos reproducirla tal cual fue escrita, como si el viaje en el tiempo nos permitiera pensar a Leonardo Favio vivo, aún entre nosotros…". Hoy Motor Económico/ Cultura la rescata de su archivo para ofrecerla a sus lectores y lectoras. Una verdadera perlita.
( Por Agustina Rabaini & Pablo Russo ) Decíamos entonces que tuvimos el privilegio de conversar con él en su estudio de Balvanera, y escucharlo hablar de sus proyectos, ideas y sueños, esos mismos que lo llevaron a perseguir incansablemente “la plenitud de la belleza”, y confirman su vitalidad como artista. Bienvenidos a la intimidad de un hombre que alcanzó estatura de leyenda sin abandonar al tipo sencillo que siempre fue, y a su manera de conjugar un paraíso espiritual propio con el mundo terrenal que lo rodea.
Desde el living de su estudio, Favio viajó de la infancia hacia la juventud y luego a su madurez actual; de los planos fijos y la austeridad poética de El Dependiente a las extraordinarias composiciones de sus últimas películas. Su autenticidad, sentido del humor y humanidad confirmaron lo que sospechábamos antes de llegar: que en sus gustos, pasiones y razonamientos, Favio se parece mucho a sus personajes de ficción. Tal vez sea ese, después de todo, el mejor elogio que pueda hacérsele.**
Hasta llegar al estudio-refugio de Leonardo Favio, hay que subir un ascensor antiguo, seguir por una pequeña escalera caracol y allí, escoltado por sus fieles asistentes, Chela y Verónica, su sonrisa y su mano extendida se adelantan a su voz. Favio viste clásico: pantalón y camisa de jean, gorrito de lana, sandalias y anteojos. A su alrededor, la sencillez de esta mezcla de sala de estar y altillo en el que trabaja, llama la atención. Un rápido vistazo deja ver una serie de objetos y marcas personales: una foto en blanco y negro con Juan Domingo Perón; otra en colores con Felipe Solá; un libro recuerdo de su infancia (Botón Tolón, de Constancio C. Vigil, obsequio de la Fundación Eva Perón) y otra foto suya de cuando era casi un niño, que alguna vez formó parte de un antiguo prontuario policial.
Sobre una mesa, también hay un pequeño televisor y un DVD, y sobre el escritorio, más allá, la computadora portátil. Al costado, una biblioteca con libros de consulta: varios diccionarios, la Biblia, Las mil y una noches, El Corán, la Torah…
Es lunes por la tarde y en la calle el ruido ensordece, pero en este departamento al contrafrente sólo se escucha música clásica, un aria de ópera, una suite, algunos breves acordes embelleciendo todo desde el fondo. Entonces Favio ofrece caramelos ácidos, hace algún comentario. Se muestra dispuesto a conversar y eso hace más fácil que la charla fluya.
Sepan entender: para estos cronistas –y para cualquier cinéfilo que haya descubierto su obra y haya quedado atrapado en sus visiones–, no es fácil perder de vista que Favio es el mismo hombre que ya hace tiempo alcanzó estatura de mito viviente; el mismo que canta cada dos por tres en Crónica TV como un aparecido de otro tiempo, el mismo que hacía llorar a la abuela de nuestro fotógrafo, la cara pegada al televisor con sus canciones.
Aniceto, de cómo quedó trunco el primer estreno y muchas cosas más
La primera excusa para este encuentro es que, a los 70 años, Favio planea reestrenar Aniceto, su último opus, versión aggiornada y modernísima de la ya clásica El Romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, empezó la tristeza, y unas pocas cosas más (1966). Luego de un fallido primer estreno que permitió al film permanecer en cartel apenas dos semanas en mes de junio, pero que sirvió para llamar la atención sobre un problema muy serio que afronta el cine nacional a la hora de exhibirse en salas comerciales, Favio vuelve en busca de su público, ese que lo catapultó en décadas pasadas como uno de los directores latinoamericanos más grandes y originales de todos los tiempos. Para empezar, viene de ser ovacionado por parte del público y la crítica en San Sebastián. Y hasta su esperado reestreno, son tan pocos los que pudieron verla, que Aniceto corre el riesgo de convertirse en uno de esos relatos del que todos hablan pero pocos disfrutaron.
Y entonces la primera pregunta, Favio, ¿cómo se siente con la recepción y el camino que ha ido haciendo Aniceto?
Esta película, como obra, me dejó pleno. Lo que intenté y soñé, está. Tal vez haya un par de fotogramas de más en algún momento, pero uno siempre está a tiempo. A Aniceto la estuve mirando muchas veces y es linda, muy linda. Estoy satisfecho. Lo que pasa es que las cosas comienzan por ahí, pero no terminan ahí. Es mentira que uno quiere vivir como Van Gogh sin vender un cuadro. No, yo no estoy habituado a eso. Me malacostumbraron (sonríe). Pero en fin, yo estoy iniciando algo con esta nueva experiencia. En el cine no está todo dicho y eso lo descubrí ahora, cuando la terminé.
Días antes del estreno, en junio pasado, declaró que “quería romper los limites de lo cinematográfico”. ¿Qué quiso decir?
Bueno, hablaba de la posibilidad de escarbar más. Siempre sentí que en la estética se me quedaba una parte importantísima de mi corazón, y no sabía muy bien qué era. Siempre se me quedaba algo acá (señala su corazón). Sentía que había más y más, pero no sabía cómo hacer. Esto es un aprendizaje muy importante para mí. Hay mucho sin escarbar todavía a través del cine.
Algunos críticos y periodistas sostuvieron, en los últimos meses, que hay una especie de saña o venganza contra el cine nacional por parte de las cadenas de exhibidores, ¿Qué opina?
¿Saña? No creo, más bien un prejuicio. Acá hay una política equivocada y eso es algo que yo vengo sosteniendo desde hace tiempo. Pero también soy optimista y pienso que se va a solucionar. Paradójicamente, al golpe que faltaba lo ha dado Aniceto. Por lo general me suceden estas cosas: siempre ligo la bofetada yo. Lo que también es cierto es que en toda América hay una inquietud por nuestro cine, así que no lo veo tan negativo. Cada uno defiende su negocio. Lo importante es que nosotros sepamos defender el nuestro. Actualmente hay un exceso de productos y no hay bocas de expendio. Es una cosa de locos, te dan plata para que hagas todo el cine que quieras pero no hay salida para eso. Entonces no podés echarle la culpa a nadie. Se hacen más de setenta películas por año y no hay cómo mostrarlas. Los norteamericanos mandan sus productos y es lógico, pero hay un pequeño detalle: están en territorio argentino.
¿Y qué hacemos entonces?
Tal vez replantearnos las cosas desde ahí, o sea: cómo defender nuestro cine; cómo hacer para mantener las películas en cartel y que un éxito no signifique que la vean 200.000 personas. Pensar eso es delirante. Todo ha ido declinando mucho, pero eso no fue por abracadabra… No pido que volvamos a la época de Nazareno Cruz y el lobo ni mucho menos, pero al menos pensemos en la época de Gatica (N: de la R: Nazareno… fue vista por 3.400.000 espectadores en 1975 y Gatica por 430.000 en 1993). En aquel momento, un éxito eran dos millones, un millón, 500 mil personas… Por entonces, 200.000 personas era un fracaso.
¿Por qué cree, en todo caso, que el público no acompaña la mayoría de los estrenos nacionales?
No es que el público no acompañe; el público va a donde le gusta y está en todo su derecho. No tiene por qué acompañarte. Es cómo si Carlos Alonso hiciera una exposición y se enojara porque no le compran nada. Cada uno tiene que defender lo suyo y saber a quién se está dirigiendo. El público va al mejor postor, y el mejor postor es para él, el que le ofrezca una aventura que lo distraiga o lo entretenga. Bastantes conflictos tiene ya para ver otra cosa… Después, el resto depende de una política de Estado, de la necesidad de tener una línea cinematográfica y una coherencia. No podemos tener más de 70 películas por año y exigir que todas cumplan con la cuota de pantalla.
Sinfonía en el silencio
Con un sentido de la ironía siempre despierto y una media sonrisa luminosa, Favio dice ser un tipo aburrido, pero ríe a cada rato, y al hablar de cine se apasiona y se hunde en pausas silenciosas que no hacen más que subrayar sus ideas. Sin vacilar, afirma que jamás piensa en bajar los brazos después de tantos años de dejar su vida en cada película. “¿Y qué hago?; ¿Me pego un tiro? No se, ¿me suicido?; ¿Creen que llegó la hora de la jubilación?” -dice sonriendo- “Yo sigo filmando “porque me gusta el aire de aquí”, como decía Atahualpa. Filmo porque me gusta hacer cine, y no creo haberle quitado las ganas de vivir a nadie, ¿no?… Soy un trabajador de la cultura, una persona que eligió un estilo de vida, una militancia. Soy un director normal. He ido a ver otras filmaciones y soy igualito, en serio, no me siento un marginal”.
Pero sus personajes sí lo son…
Bueno, es el mundo que conocí. No podría filmar lo que no conocí. Para mí, la cámara ha sido una herramienta maravillosa y angustiante a la vez. Me gustaban las películas una vez terminadas, pero sabía que había más para dar, muchas más cosas, que no podía ser que semejante engranaje… Qué se yo… ves un Goya y decís: “¿De dónde arrancaban la luz estos tipos?”; ¿Cómo hacían con un pincel? Ves cosas como ésa y te quedás así, pasmado. Con el cine me pasaba mucho sentir que había más para dar. ¿Cómo puede ser sino que mi director de fotografía (Juan José) Stagnaro, en su primera obra que fue El romance del Aniceto y la Francisca… sacara esos matices? Ese es mi desafío actual: lograr algunos matices en la coloración de la película, en la luz, en el sonido, también impactantes. Es un desafío lindo, porque después, cuando vea el trabajo terminado voy a decir: “Aleluya, ahí estuvo; esa es”. Por suerte, siento que pude hacerlo en algunas partes de Aniceto, la última película.
¿Pudo trabajar con los silencios como quería? ¿Qué le fascina tanto de ellos?
Trabajé mucho, sí, y es que los silencios por lo general están llenos de música. Al menos los silencios de mi provincia. El de Buenos Aires está tamizado por ruidos que te impiden detectarlo; está lleno de ruidos que te impiden escuchar el viento, el aire suave, la brisa, el vuelo de un pájaro. Todas esas cosas yo no las perdí o intento no hacerlo. Por eso es que acá, en este lugar, no se oye ruido. Elijo lo que quiero recibir y oír, y cuando quiero oír más lindo todavía, me voy a mi cuarto de descanso y me quedo ahí. Hago meditación y me voy, me voy. De pronto, estoy allá al lado de un río, escuchando lo que quiero… (se queda pensando). Los otros días me puse a recordar cómo era la flor de los durazneros, allá en Mendoza. ¡Llegué a sentir hasta el aroma! Era una maravilla, una cosa de locos. De eso está poblado el silencio. Y es una sinfonía impresionante.
¿Vuelve mucho a la infancia? ¿Qué más atesora de aquellos años?
Todos atesoramos la infancia. El pibe que vive en la ciudad recordará a su perro más querido, a su abuela… Claro que de ves en cuando tenés que llevarlo al campo para que vea que ¡las gallinas existen! ¡Yo fui tan feliz! Feliz como pueden serlo los pibes que viven en el campo o casi todos ellos porque los ves ahí… El hambre duele, pero no es como se ve en esos documentales, donde ves a los niñitos sucios, los mocos y todo eso… ¡Si supieran que ese chiquillo es feliz! Que corre descalzo, va y viene, va… viene… Feliz, de una manera que quizá desconozca el otro chiquito que va a la plaza. Para ese pibe, la mayor aventura tal vez haya sido ver mear a un perro contra un árbol. Esos chicos no ven nada. Viven en un contrafrente toda la vida. Por eso es muy importante llevarlos a la plaza, al campo, al parque, y contarles lo que es. A ellos a veces les cuesta descubrirlo.
¿Y qué le pasa con los niños solos que ve ahora?; ¿Cómo sería Crónica de un niño solo hoy?
Hoy no me detendría en un solo chico; haría otro tipo de paneo con la cámara. ¡Es tal el ejército de chicos desnutridos y desvalidos! Ha cambiando tanto todo… Pienso en “Chiquilín de Bachín” y hoy te causa gracia eso. Yo lo conocí, comía como los dioses, vivía como los dioses, era otra la historia. Ahora no, ahora ves eso y es impresionante. De cualquier manera, todo tiene su dolor, su lado trágico y su alegría, ¿no? Hay una canción de Fito (Páez) que narra muy bien un romance entre dos chicos. ¿Cómo se llamaba?…
11 y 6…
Sí. ¡Es una obra maestra! Escuchás esa canción y no necesitás más. Si sos sensible, la escuchás y conociste todo. Eso lo he visto a diario. En esa canción, Fito parte de un sentimiento tan importante… una percepción tan veraz de la realidad. Filmar a uno de esos chicos hoy sería muy diferente. Llega un momento en el que te confundís, no sabés qué elegir. Lo que más me asombra es la insensibilidad, las personas que pasan sin mirarlos. Yo soy muy mirón, observo mucho todo, siempre miro a la gente a ver qué les pasa…
¿Le duelen esos chicos?
No es que me duelan; veo que hay que cambiar todo eso. Verlos es como una puñalada que no termina de penetrar nunca, es saber que allá está el abismo, un abismo con fuego, y que van, van, van, jugando a la pelota… ¿Se dan cuenta? Acá está todo por hacer y lo tremendo de esto es que yo alcancé a vivir en el paraíso. Viví una época maravillosa, donde no ibas a ver un chico en esas condiciones ni loco.
Volviendo a los primeros tiempos detrás de cámara, Favio, ¿por qué dice el personaje de Federico Luppi-Hernán Piquín, en las dos versiones de Aniceto: “Al final de cuentas, todo es ideología”?
Eso salió de la vida real. En Luján de Cuyo, en Mendoza, había un tipo al que le decíamos el doctor Morales. No sabía leer ni escribir pero siempre andaba con un diario, El caudillo, y vaya a saber dónde carajo escuchó la frase esa, pero la usaba para cualquier cosa. Le parecía una expresión política importante y la repetía, pero de ideología no tenía la más puta idea.
La palabra ideología ahora se escucha mucho menos, ¿no? ¿Qué significa para usted?
(Se ríe) Trataré de averiguarlo. Si quieren voy a buscarla en el diccionario… Ahora en serio, tiene un enorme significado. Es tu posición frente a la vida todos los días, abarca tu totalidad como ser humano. Y es más fuerte que yo, no puedo ser un descreído. No soy un descreído.
Antes contaba que medita, y sabemos que es muy creyente…
Medito, sí, pero por ahí ustedes piensan que lo que hago es hacer “ohmmm”, y no. Me quedo relajado y busco con el pensamiento aquellas cosas bellas… De cualquier modo, soy creyente, tanto que hace tres o cuatro días que no me encierro con mis cosas y mi mundo, y bajé un par de peldaños…
También dijo alguna vez que Dios le dicta sus películas. ¿Cómo está presente Dios en su obra?
Bueno, no es que venga y me diga: “Tomá, ésta ponela en 28”. No es eso. Es que cuando él está ausente de mí, es cómo si no pudiera arrancar. Entonces prefiero alejarme, pensar, y de pronto viene eso, algo que no sé cómo explicar. En fin, cuando viene el clic. ¿Vos escribís? (mira al cronista) ¿No sentís por ahí que de golpe parás y es cómo si alguien te tocara? Yo a eso lo llamo Dios, vos lo llamás una vibración nerviosa, otro lo llama otra cosa, todo es válido… Pero hay algo, porque todos quisiéramos ser (Akira) Kurosawa, pero Dios es el que determina qué vas a ser. Lo he dicho muchas veces: es lindo conocer a una persona que tiene talento, pero más lindo es ver y charlar con una persona que eligió un camino para ir acompañando la vida. Lo otro te lo regala Dios. Por eso no me gusta hablar del cine de mis colegas; cada uno vuela hasta donde le dan las alas. También están los petardos, que eligieron mal su vocación, y encima son obstinados. Eso es jodidísimo, ¿no? No hay nada más jodido que un tipo obstinado que eligió mal su vocación.
Tiempo atrás dijo también que “la vejez ya no es una maldición”. ¿Alguna vez lo fue?
Sí, cuando era un muchacho… Aunque ahora que lo pienso, nunca sentí eso. Siempre tuve una estupenda relación con los viejos. Por ejemplo Mario Sofici: para mi él era la ancianidad (se ríe) y capaz que era un tipo joven, de 60 años. Siempre me gustaba escucharlo, yo era muy de prestar la oreja y quedarme callado. Y así pude ganarme su amistad. Pero con los años también se fue de mí ese fuego, esa voracidad. ¿Se dan cuenta? Aquello de ver una muchacha y sentir que te derretís, que no podés más. Dios ha sido excesivamente bueno conmigo. Llegar a esta edad y no ser un viejo baboso es un regalo de Dios. Antes era otro el fuego, el fuego que me llevaba a filmar, la pasión desenfrenada; todo eran gritos, alaridos… Ahora voy en busca de una plenitud de la belleza que no te sabría describir muy bien.
¿Cómo sería eso que busca ahora?
Es como un misterio; como buscar a Dios; como si estuviera en todos lados, en cada lugar, y no se diferenciara en nada una cosa de la otra. Yo busco esa totalidad y se que voy a morir buscándola porque a eso no llegás nunca. Hablo de buscar a Dios con la razón, pero podés perderla antes de encontrarlo…. Ahora veo las cosas desde otro lado. A veces voy en auto y veo todo ese cardumen de pibas y pibes que van a un baile, y cada vez son más niños para mí. Claro, voy envejeciendo y los veo más chiquitos. Ahora es un placer distinto. Digo: “qué lindos son, gritan como los cachorros”. Entre ellos hay un fuego, ¿no?
Entonces, ¿ya no filma para levantarse minas como dijo alguna vez?
¿Cómo?… Mentira, mentira, mentira. Eso quedó lindo y lo usé. Ay de mí si hubiera tenido que depender de eso.
¿Y por qué empezó a filmar entonces?
Es que filmando no se notan los errores ortográficos (ríe). O porque era lo único que podía hacer… Filmar me gustaba, me gustaba realmente, me daba cuenta de que tenía cualidades. (Leopoldo) Torre Nilson a veces me decía: “A ver, ponga la cámara”; “¿Qué lente?”; “No, póngalo usted” Así me fui dando cuenta de que la iba embocando…
Siempre nombra a Torre Nilson y a Laura, su madre, como referentes importantes…
Si tengo algo de talento, lo heredé de mi madre. Ella escribía y dirigía radioteatro y todo lo que se del manejo de actores lo aprendí a su lado. De Torre Nilson, en cambio, aprendí a no tomarme muy en serio nada de esto; me enseñó a manejarme en la vida. Y tuve la suerte de que creyera en mí. Después hay otras cosas que aprendí solo, como a darme cuenta que la vida no era hacer una película más linda que aquel o vender más discos que Sandro en la época en que cantaba. La vida pasa por otro lado.
Sensatez y sentimientos
Favio habla de su madre, de la libertad que le dio en los comienzos, y de esas puertas que fue abriendo solo y lo llevaron a conquistar tantas cosas. Pero en ese recorrido siempre, a cada paso, reaparecen los sentimientos. Si hubiera que definir su arte, muchas veces se ha dicho que su cine está atravesado por las emociones, surcado y mezclado con muchos elementos que hoy hacen que sea quién es: un director desmesurado, personalísimo, coherente; un tipo capaz de mezclar a Vivaldi con los Wawanco y la milonga, a grandes nombres del cine con actores desconocidos o personajes de otras artes (Carlos Monzón, Gianfranco Pagliaro, Hernán Piquín). Después de todo, este fue el mismo hombre que alguna vez dijo: “Mis personajes brotan de la realidad. En mis películas no hay un solo personaje que no este dentro de mi corazón, que no reaccione como yo hubiera reaccionado… Mis películas son siempre la misma película”.
¿Y los sentimientos, Favio? ¿Su madre también influyó en eso?
Sí. Eso viene con los genes. Siempre vi como algo natural que toda clase de gente fuera recibida igual en mi casa. Nunca noté la más mínima diferencia, jamás se hacía diferencia. En mi casa, mis amigos eran muy bien recibidos y la alegraban a mamá. ¡Y eso que eran impresentables! Eso se hereda: mi hija Pupi te presenta cada esperpento que decís: ¿De dónde los saca? Yo le enseño, le digo: “Vaya por La Biela, camine por La Biela un poquitito”, pero no hay caso. Y los hijos, ¿qué reflejo le devuelven?
Yo no espero que me devuelvan nada; espero que sean buena gente. Después… que hagan lo que quieran. En Aniceto, la canción del final la hizo mi hijo, Nicolás…
¿Le da orgullo como músico?
Estoy más orgulloso del ser humano que hemos construido; mis tres hijos son muy derechos, muy buena gente.
Y eso es todo lo que importa finalmente, ¿no?
Claro. ¿Se imaginan tener un Doctor en Economía y que su nombre sea Martínez de Hoz? Te puede suceder, ¡¿eh?!
Favio, ¿vuelve a ver sus películas? ¿Tiene escenas favoritas?
No se; cada película tiene un momento que me gusta mucho. Donde más escrutinio es donde me pude haber equivocado. El otro día estuve viendo de nuevo El dependiente porque tengo que volver a sonorizarla, a chupar las voces y volver a ponerle los pasos, pulirla hasta dejarla cero kilómetro. Hay planos que me gustan mucho y digo: “¡qué bien está esto!”. Por ejemplo, me gusta haber descubierto los perfiles en el Romance del Aniceto y la Francisca. Ahí comencé a descubrir un lenguaje… Dejaba que los perfiles dominaran el cuadro, a la derecha o a la izquierda. Y dejaba todo el aire en un costado, los espacios, veía donde se amontonaban los silencios y los ruidos. En El dependiente todo eso está todavía más trabajado. En los planos en que Graciela Borges y Walter Vidarte están sentados, el método está aun más agudizado.
El dependiente hoy es la favorita de muchos estudiantes de cine. ¿Cómo recibe esa devoción que le demuestran los pibes que recién empiezan?
Todo eso me da paz. Siempre me gustó saber cómo me iban a recordar… el breve lapso en que lo van a hacer, porque dentro de miles de años ninguno de nosotros va a estar… El dependiente es mi orgullo, esos primeros planos de ella, el clima de la película.
¿Y de Akira Kurosawa, que le gusta tanto, qué elegiría?
Todo. Amontono sus películas y se las robo.
Para ir terminando, una curiosidad: ¿va al cine?
No, porque incomodo a la gente y la gente me incomoda a mí. ¡Si acá veo todas las películas! Mirá ahí (señala un estante), todo el cine argentino que tengo. Además me lo mandan.
¿Nunca le ofrecieron la dirección del Instituto de Cine?
¡Alguien que me odie! Voy en cana a los dos minutos.
¿Y ser director del Festival de Mar del Plata?
Lo único que me gusta dirigir son películas. Creo que ahora va haber un muy lindo festival con José Martínez Suárez, un tipo divino.
¿Y por qué dijo que no sabía si felicitarlo o compadecerlo cuando lo nombraron director del festival?
¡Sabés lo que es semejante despelote!… Que no tengo hotel, que mi película, la del otro…
Se queda pensando: “¿Así que tengo que dejar de filmar?”, dispara, riendo nuevamente.
No, entienda que no es habitual encontrarse con gente que sigue eligiendo esta profesión con tanta pasión a lo largo del tiempo.
Su respuesta queda en el aire. No es necesaria. Favio se levanta de su sillón, alza la vista hacia Verónica, su asistente, y seguramente piensa en el próximo disco que va a escuchar, en la película que tiene que corregir, en los proyectos por concretar, o cómo recibirá los homenajes y retrospectivas que se multiplican. Es posible, también, que vuelva a meditar especialmente acerca de cómo seguir abriendo puertas, buceando en nuevas formas de la belleza. Favio seguirá ahondando, qué duda cabe, en las diferentes maneras de interrogar al silencio, recordará a Atahualpa y a muchos de sus maestros otra vez, y evocará la fuerza de “esa sinfonía impresionante”. ¿Dónde? En los sueños, en los recuerdos, en el presente, esta tarde bien tarde, justo antes de que caiga la noche, en Balvanera, en su altillo-refugio-estudio, una de las sedes del paraíso propio que supo construir.
···