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La última curda: Roberto Goyeneche y la reinvención del tango
( Por_ Andrés Nazarala R.) Si la vida de un artista está narrada por los registros que dejó en este mundo, la existencia de Roberto “El Polaco” Goyeneche parece incompleta. Especialmente en lo que respecta a sus últimos años. Ahí se impone una nube espesa que la falta de material visual y los rumores difundidos boca a boca no ayudan a disipar, como una triste noche en la que colapsó sobre el escenario en pleno show.
El tango está construido sobre las sombras, el fracaso, la noche. Goyeneche terminó habitando el tango. Se convirtió en su propio lamento. Para algunos fue el más “rocanrolero” de los tangueros, pero la lógica vital del rock es opuesta a la del tango. En el rock, el arte de dejar un cadáver joven se ve amenazado por el paso del tiempo. Los músicos viejos suelen presentarse ante el mundo como sobrevivientes. Dejan las drogas y comienzan a consumir productos orgánicos. Son redimidos por los años. Se van distanciando progresivamente de las consignas salvajes que justificaron su obra décadas atrás. Se alejan del rock and roll.
En el tango, la juventud es artificio y seducción. Es la sonrisa de Gardel apuntada a las señoritas de la primera fila. Una energía vampira que se desentiende de la muerte, aunque sea evocada en un repertorio heredado. Con los años, el cantor va entendiendo realmente las letras, se va entregando a la oscuridad, comprende su fragilidad como un Drácula rodeado de cruces.
Así y todo, Goyeneche sintonizó de alguna manera con el pathos del rock, principalmente porque rompió los protocolos de la tradición para desangrarse sobre los escenarios. Por supuesto que la ortodoxia no valoró sus interpretaciones libres, sus lamentos, sus llantos, su forma consciente de pronunciar las palabras, retorciéndolas, resignificándolas, deteniéndolas con silencios, haciéndolas temblar. La juventud eléctrica de los 80 encontró en él una suerte de gurú, un maestro en la sacrificada escuela de los excesos y del trasnoche.
Pero Goyeneche supo también usar máscaras fuera de los escenarios, fiel a su formación al calor de la amabilidad del viejo espectáculo. En entrevistas era cordial y, de tanto en tanto, aparecía en televisión durante los 80. Como cuando cantó «Garúa» en un programa de Jorge Porcel. La postal es imborrable: El Polaco amenaza el humor facilista del show con una interpretación sentida y dramática, se mueve sobre una silla, busca las cámaras con desesperación, agita sus brazos con intensidad, los levanta y los deja caer en medio de un sentido “hasta el cielo se ha puesto a llorar”. Porcel se queda inmóvil, con los brazos cruzados, luciendo la camiseta de Racing y un gorro ridículo.
O cuando compartió sillón con el destacado bailarín Jorge Donn en el programa «Cordialmente». Goyeneche canta «Naranjo en flor» dirigiendo sus palabras hacia el conductor. Parece pensar cada palabra que emite. Cuando pronuncia “qué le habrán hecho mis manos”, Donn toma su mano izquierda. Al Polaco sólo le queda la derecha para expresarse. La mueve, se golpea en el pecho, se toca la frente, la libera en el remate final. Donn frena los aplausos y pide que se callen. “El silencio es la palabra más linda que existe”, dice. “Así que hagamos silencio y con esa energía que ponen aplaudiendo vayan y planten un árbol”. Luego besa a Goyeneche. “Sos un fenómeno”, dice éste al borde de las lágrimas.
Memorias del subsuelo
Algunos datos biográficos: Roberto Goyeneche nació en 1926 en el barrio bonaerense de Saavedra. Trabajó en un estudio jurídico y en un taller mecánico. Luego manejó un taxi hasta que, a los 18 años, ganó el concurso de voces nuevas organizado por el Club Federal Argentino. Ese éxito le permitió integrar la orquesta de Raúl Kaplún. Las fotografías de la época lo muestran elegante y sonriente, dotado de una fuerte estampa gardeliana. Luego pasaría a integrar las orquestas de Horacio Salgán y de Aníbal Troilo, quien lo obligaría a iniciar una carrera como solista. Hasta que el Tango Contemporáneo estalló y el Polaco, rescatado por los artífices de la revolución musical, grabó «Balada para un loco» junto a Astor Piazzolla. Los elogios y las condecoraciones continuaron a lo largo de los años. Roberto Goyeneche se convirtió en un personaje ejemplar, en un baluarte nacional que sin embargo escondía una herida profunda.
En qué momento la tristeza se apoderó de su garganta? ¿Cómo fue el tránsito de su entusiasmo de juventud a la bendita decadencia de su vejez? Lo cierto es que en esas últimas grabaciones (editadas por el roquero Lito Nebbia a través de su sello Melopea) está la verdadera esencia del dolor. El Polaco grita, balbucea, acelera el fraseo, vacía su faringe. Como un Tom Waits rioplatense, alza su voz carrasposa y se desarma en cada palabra. “La vida es una herida absurda”, nos dice con esfuerzo porque hay ideas que duelen (“No pude aguantar a Discépolo porque me hacía mal la tremenda verdad que él estaba diciendo”, confesó alguna vez en una entrevista). Su interpretación de «La última curda» parece un testamento, una declaración de principios. “Tu lágrima de ron me lleva/ hacia el hondo bajo fondo/ donde el barro se subleva”.
Ante la magia de sus interpretaciones no es fácil identificar una técnica. El escritor Héctor Libertella se obsesionó con ella y llegó a la conclusión de que Goyeneche cantaba con el labio y no con la garganta. Para él, su “patografía” radicaba en esa manera de expulsar las palabras, en la gramática. Así inventó, según el autor, un nuevo género: el tango labiodental.
Esas formas definían acaso las geografías de su fisura existencial, de su propia oscuridad. La noche es como una vieja amante que daña con sus afectos y el cantor la eligió hasta el final. “En las pausas durante su actuación, el Polaco daba un paso atrás y sacaba del bolsillo lateral de su traje marrón un pañuelo, pero no lo usaba para enjugarse la transpiración que brillaba en su rostro bajo los focos, sino que desdoblaba el primer pliegue, se lo aplicaba a la nariz y aspiraba lenta y profundamente”, recuerda el periodista Conrado de Lucía en el libro «Historia de la droga en la Argentina».
Roberto Goyeneche murió el 27 de agosto de 1994. Una neumonía se lo llevó a los 68 años de edad. Hoy está enterrado en el Cementerio de la Chacarita, justo al lado de Troilo.
“Los tempos fueron para Goyeneche un juego de ingenio donde los fraseos se deslizan siempre adelantándose, cortando o ralentando sin abandonar jamás el sentido del compás; nunca marcaba a destiempo, acentuaba respetando el giro del tema, no importaba si el marco musical estaba a su servicio o era un fondo funcional práctico para grabar y engatusar a la gilada que supone que eso es internacionalizar al tango”, analizó la periodista Nélida Rouchetto.
“Roberto Goyeneche les pasó por encima. A él no lo confunden. Él cantaba tangos. Era un auténtico cantor de tango con la marca en el orillo… o digamos mejor, en el alma».
Fuente: La Panera
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