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Por Marcos Doño / #motorcumple4 / Edición Especial

LAS PALABRAS DEL ODIO Por Marcos Doño

( Por Marcos Doño ) “¡Vos no vas a salir viva de este estallido social!", amenaza en su twitter el youtuber Eduardo Miguel Prestofelippo, conocido como El Presto, a la vicepresidenta de la Nación Cristina Fernández. ¡Que se muera la yegua!; ¡Cristina ladrona!, gritan dos señoronas que portan carteles de cartulina donde se lee ¡Los culpables son los kirchneristas! ¡Viva Google!; Un energúmeno de unos treinta mete la cabeza por la ventana del móvil del canal de noticias C5N, y vocifera ¡Ahora vas a empezar a tener miedo, hijo de puta! Todos se unen en un grito de “cárcel para la chorra”, “para la yegua”, “para la puta”. Son odios como los de la Buenos Aires de 1952, cuando podía leerse en las paredes “Viva el cáncer”, en esos días que Eva Perón, la Eva, luchaba contra esa enfermedad.

El banderazo del 17 de agosto, que quiso ser émulo de la moral del Libertador José de San Martín, gritaba libertad con odio venal, gritaba viva la República, seguida de amenazas de muerte. Así es el fascismo, se vale de la falacia y la confusión para entronarse en los corazones y las mentes. Así actúa, como un veneno dulce, como lo hacían los golpistas embanderados en el pabellón nacional, nombrando la palabra libertad en medio de la muerte que asestaban contra la ciudadanía. Así actuó en pos de la confusión y la falacia el ex presidente Mauricio Macri, aquel día de la marcha apócrifamente sanmartiniana, cuando twitteó desde el exterior: “Estoy orgulloso de que miles de argentinos hayan salido a decirle basta al miedo y al atropello”. Fue a sólo unos minutos después de que sus súbditos “libertarios”, sus vasallos anticuarentena, habían agredido una vez más y a los golpes al periodista Eze Guazzora, por ser el enemigo kirchnerista. Y en medio del enorme sinsentido, como un oráculo de sus propios deseos, el ex presidente no electo Eduardo Duhalde, salió a recorrer la geografía de los medios corporativos para pronosticar: “el año que viene no va a ver elecciones”.

Son los mensajes reaccionarios y confusos, que conforman un paisaje local e internacional cada vez más extremo, que lejos de responder a la verdad no son sino la construcción premeditada de la prensa corporativa, detrás de la cuál campean intereses económicos multimillonarios, ocultos estratégicamente detrás de la discrecionalidad informativa que se usa para avivar las llamas de una problemática política, cultural y ética tan delicada como peligrosa.

No caben dudas de que los medios hegemónicos, ligados directamente a los intereses del capital concentrado del que forman parte en muchos casos, han dejado de cumplir hace tiempo con su tarea natural: la de informar con veracidad. Y si bien esto no es nuevo, sí lo son las tecnologías que le han permitido a las corporaciones alcanzar una vastedad territorial inédita, como también una penetración ideológica subrepticia, cuya sutileza logran a partir del plexo de algoritmos aplicados a las redes sociales.

Más allá de esta particularidad, en cualquier caso los resultados terminan siendo tan nefastos como lo fueron los mensajes de la prensa nazi y la estalinista que sirvieron para la construcción de una cultura que reemplazó a la verdad por la falacia y el mito. Así, pacientemente, se arribó a matanzas masivas y a la censura más férrea de que se tuviera memoria. Vale la pena rastrear en el tiempo para descubrir que en gran medida las formas discursivas del prejuicio y el control social, nos vienen de hace siglos con la Propaganda Fide de la Iglesia y, en especial, por la Inquisición, institución por excelencia que diseñó las formas de dominio de las ideas, valiéndose de las palabras para su construcción metódica de la figura de la herejía, el hereje y la necesidad de su destrucción.

Todo ello nos dice que lo que se necesita para instaurar la estigmatización como la vía regia del odio en contra de un grupo social, es en suma la propagación del prejuicio como la herramienta más eficaz del poder.

Elegí por ello, aun a pesar de su lejanía, el relato de un hecho histórico que viene a colación de estos tiempos de pandemia y división social, donde la solidaridad y la racionalidad de millones pareciera competir, muchas veces con desventaja, contra un individualismo insensible que descree del valor comunitario como la forma más antigua y comprobable que nos permitió el desarrollo social y la defensa de nuestra especie.

Esa otra cara, la del odio racial y de clase, son la ganancia de pescador para una clase ultra minoritaria que pareciera seguir los principios de ese general mexicano que combatía la Revolución zapatista, quien dijo: “Todo es ganancia”. Así lo son el sufrimiento y el odio.

Hablemos entonces un poco del sustrato instintivo sobre el que se asienta la agresividad humana. Es cuando ésta es aprovechada ideológicamente, que se vuelve en una pedagogía que sirve a la organización del discurso injuriante, ya sea en función de intereses de orden económico, político o cultural. De lo que no hay duda es que son las palabras las que tejen y recrean las pedagogías para dar curso a un odio latente, cuya acción emergerá en el discurso para anclar como metáfora expiatoria en contra de un grupo o sociedad.

Así operan las palabras, se vuelven sortilegios que pueden llevarnos a consecuencias de dimensiones insospechadas, tal como leeremos a continuación sucedió en la España medieval, cuando sus reinos luchaban por la Reconquista, que derivaría un siglo más tarde en el establecimiento del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.

Nos referiremos al pogromo de Valencia, un hito que se transformaría en el preludio de los que décadas más tarde, en 1492, se volvería en la expulsión de los moros y los judíos de España, tras el decreto de los reyes católicos Isabel y Fernando de Aragón.

Palabras que matan; Valencia

Sucedió en Valencia, un domingo 9 de junio del año 1391, en un mediodía en el que el sol se fundía en los techos y los adoquines de las calles. En la ciudadela sólo hay silencio. Y en el aire, un aroma embriagador de carnes asadas y guisos que viene de las casas. A esta hora, las familias se reúnen alrededor de la mesa a disfrutar de los manjares y a excitarse con historias y mitos [palabras]. Hoy el tema que recorre toda Valencia, desde las casas más humildes hasta las más señoriales, incluso donde mora Martín, el príncipe y hermano del Rey, que se ha hecho presente en la ciudad con el objeto de hacer los últimos preparativos de su flota expedicionaria, que en breve partirá para Sicilia. Sobre los preparativos de su majestad hablan los cristianos, hablan los judíos y los moros por igual, cada uno en su barriada. Pero en sus bocas flota además un rumor siniestro [palabras], que se ha vuelto un zumbido desde que las noticias llegaron de Sevilla en manos de un correo agotado por el largo camino.

Son noticias que cuentan [palabras] que en la parte sur de aquella ciudad ha ocurrido una terrible masacre de judíos. Se refiere a una multitud enardecida que atacó y destruyó por completo el barrio judío. Una multitud empujada por [las palabras] el archidiácono local Ferrán Martínez, de quien se dice, tras la locura, bautizó a todos los sobrevivientes a punta de espada. Esa noticia se vuelve en miedo [palabras], por lo que los judíos de Valencia solicitan se les otorgue la promesa de la protección por parte de las autoridades. Y así se hace. A pesar de ello, en el silencio de ese mediodía el miedo seguirá allí, anidando vigilante, en cada corazón y mente, como profecías [más palabras] de un oráculo.

Los judíos han vivido en Valencia desde los tiempos del Imperio romano, mucho antes de que España fuese una identidad nacional y religiosa, muchos siglos antes de que los moros venidos del África del norte se asentaran en la Andalucía, en Al Andalus. Sin embargo, desde hace más de un año un sacerdote dominico llamado Vicente Ferrer, ha venido pidiendo con obsesión [palabras], palabra tras palabra, la conversión y la destrucción del judaísmo.

Más que el sevillano, Vicente Ferrer tiene una lengua perspicaz y seductora. Dicen, que quienes lo escuchan quedan extasiados [palabras]. Y a donde va las multitudes se congregan. Algunos dicen que aunque habla en catalán, todos lo entienden; los franceses, los italianos, los belgas. Pero sus dichos son [palabras] azotes, sus mentiras se vuelven verdades, y sus acusaciones, condenas de hecho [palabras].

Hasta este día no se habían registrado ataques. Es que las antiguas tradiciones de comprensión y tolerancia eran como una ley tácita de libro de la vida en Valencia. Aun así, y alertado por el avance del discurso de Ferrer [palabras] sobre los corazones del pueblo, el rey de Aragón ha tomado una decisión: fortificar el barrio con una muralla de tres palmos de espesor.

Del tema aún se hablaba en voz baja, cuando una treintena de jóvenes comenzaron a juntarse a pleno sol en la plaza del mercado. Son muchachos aburridos en una tarde de domingo, que también han oído la historia de Sevilla y esas palabras encienden la posibilidad de un poco de acción. Al rato, ya están armando un estandarte procesional con pocos retazos de telas. Y con algunas cañas abandonadas unas cruces improvisadas.

Media hora después la procesión de los jóvenes llega a la Puerta de Figueroa, donde se encuentra el barrio judío. El odio arraigado en historias y mitos se vuelve de pronto en insultos y amenazas [palabras], proferidas sin cesar contra sus habitantes. [Palabras]: ¡El archidiácono de Sevilla viene para bautizaros!; [Palabras]: ¡Judíos, preparad vuestras almas para recibir el castigo del Señor! Y en medio de esas proclamas, unos pocos consiguen atravesar la entrada, lo que provoca que los judíos, alertados ante los gritos, pongan cerrojo a las puertas y a la entrada del barrio. En la acción, algunos jóvenes quedan encerrados dentro, y en medio de la conmoción uno de ellos recibe un golpe en la cabeza. Enseguida se escuchan gritos [palabras] de socorro: ¡me matan… me matan, ayudadme! Es un grito de auxilio que pronto se esparce como un vendaval por la ciudad. [Palabras]: ¡Los judíos están matando a un niño cristiano! [Palabras]: los notables de la ciudad discuten mientras ven venir el horror; intentan restaurar el orden. Pero ya es tarde porque las palabras se han esparcido como las plumas de un almohadón. Ya nadie podrá devolverlas a origen.

El odio arraigado [en palabras] se vuelve en violencia. Ahora son los presos liberados y los vagos sin empleo y sin casa los que responden al llamado [Palabras]. Ellos pintan sus caras de negro, cubren sus cabezas con los capuces de sus capas, y avanzan enfervorizados [palabras] al grito de ¡muerte a los judíos! Es un murmullo lejano [palabras] y son gritos cercanos [palabras], todos arrastrando a la población de Valencia hasta la puerta de Figueroa, a ver qué pasa.

De pronto son miles; hay caballeros y burgueses que han abandonado sus mesas para acompañar a la multitud. Todos [palabras] comentan mientras otros empujan y los judíos que han logrado sostener la embestida del portón ceden y la multitud ingresa al barrio armada de [palabras] dagas, [palabras] lanzas, [palabras] hachas y trinches y hoces. Los defensores son pisoteados, algunos empalados en el lugar. En la confusión un joven cristiano muere y su cuerpo es acarreado con paroxismo [palabras] fuera de la judería; es expuesto ante la multitud expectante con cientos de palabras.

Todo lo que vino después fueron ríos de sangre y llantos, [palabras], con la destrucción de un pueblo que por siglos había convivido bajo el imperio [palabras] de la razón. Y pienso, así son las palabras del odio, como hechizos que hacen de los sueños pesadillas.

La masacre, descrita en distintas obras históricas como “El fin de los días” de la canadiense Erna Paris; The 1391 Pogrom in Spain”, de Phillippe Wolf; y “El robo de la judería de Valencia en 1391” de M. Francisco Dánvila, se extendió por horas, dejando tras de sí a miles de hombres, mujeres y niños asesinados. El corolario ideológico de aquel día terminó siendo la conversión en masa de los sobrevivientes, que en medio del horror y para salvar sus vidas, tal como lo relatan las crónicas, corrieron hacia las pilas bautismales, en un hecho que luego le sería adjudicado al clérigo Vicente Ferrer [palabras] como un incuestionable “milagro”.

Entre las tantas cosas que podemos concluir de aquel día dantesco que quedó impregnado de sangre y polvo en las caras de los muertos y los vivos, está la prueba de lo que las palabras de odio logran hacer con los corazones y las mentes de los pueblos, si no se las conjuran a tiempo.

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