Aldea Global

A 60 años de "Heredarás el viento", una película que tiene hoy más vigencia que nunca

CUANDO SE APAGA LA LUZ

( POR MARCELO FIGUERAS ) En 1925 tuvo lugar un juicio que mantuvo en vilo a la sociedad de los Estados Unidos. Las autoridades de Tennessee habían demandado a un profesor de ciencia y matemáticas, John Thomas Scopes, acusándolo de difundir la teoría evolucionista pergeñada por Darwin ante sus alumnos. Lo cual en aquel Estado constituía delito desde marzo 25 de ese mismo año, cuando el legislador John W. Butler, que además de granjero era líder de la World Christian Fundamentals Association, consiguió aprobación para una norma que prohibía hablar de evolución en escuelas estatales. Butler afirmaba no estar familiarizado con las teorías de Darwin, pero había reaccionado ante los comentarios según los cuales los niños volvían de la escuela diciendo que la Biblia afirmaba cosas que no eran ciertas.

Como Butler pretendía que esa ley fuese aprobada en todos los Estados, la flamante ACLU (American Civil Liberties Union), dedicada a defender los derechos constitucionales, entendió que debía hacer algo al respecto. Lo cual coincidió con el deseo de las fuerzas vivas de Dayton, que querían dar a conocer el pueblito a escala nacional. Y no se les ocurrió nada mejor que convencer al joven Scopes, de 24 años (profesor suplente, para más datos), para que asumiese haber hablado de evolución y en consecuencia ser el primero llamado a comparecer por vulnerar la ley llamada Butler Act. Percibiendo una oportunidad, la ACLU aceptó financiar la defensa de Scopes. Y conchabó como abogado a una eminencia: el legendario Clarence Darrow, que el año anterior había salvado a los siniestros Leopold y Loeb de recibir la pena de muerte. (Leopold y Loeb eran dos pendejos ricos que habían matado a otro crío tan sólo para saber qué se sentía, una historia que Hitchcock recreó en The Rope.) La elocuencia de Darrow, cuyo alegato final ante el jurado del caso de los pendejos duró 12 horas, garantizaba el espectáculo. Y los medios reaccionaron en consecuencia, enviando periodistas a cubrir el juicio desde todo el país. Fue el primer hecho de esa naturaleza transmitido por la radio pública en todo el territorio nacional.

La cobertura del asunto era la comidilla de medio mundo, así como entre nosotros se comenta compulsivamente el último disparate dicho o retwitteado por algún diputado / ex funcionario / comunicador de la oposición. Veintidós telegrafistas enviaban 165.000 palabras sobre el juicio cada 24 horas. El New York Times no lo bajaba nunca de sus primeras planas. Y lo cronicaban in situ algunas de las mejores plumas del país, como el también legendario H. L. Mencken, dueño de un estilo vitriólico que empleba contra todo lo que oliese a superchería, amigo de Dreiser y F. Scott Fitzgerald y mentor de John Fante. (Mencken es autor de un neologismo inolvidable, porque sigue siendo de utilidad: llamaba Booboisie —bobosía, por aproximación a burguesía— a lo que consideraba la clase media inculta.) Como admirador de Bierce, le gustaba producir definiciones taxativas. Esta me gusta mucho: Puritanismo, el miedo persistente a que alguien, en algún lugar, pueda ser feliz. En nuestro país, eso se llama antiperonismo.

Darrow produjo una actuación de antología, durante un juicio desbordante de situaciones dramáticas. A causa del calor, durante el séptimo día, el juez decidió proseguir la cosa al aire libre, bajo la sombra de los árboles. Lo cual le garantizó un marco surreal al interrogatorio que Darrow destinó a uno de los fiscales del juicio, el conservador cristiano William Jennings Bryan. Está claro que Darrow tenía un flair por lo teatral. ¿Cuántos juicios vieron donde se convocase al fiscal al estrado para testificar? El asunto estaba destinado a ser ficcionalizado, más temprano que tarde. En 1955 se estrenó la obra de Jerome Lawrence y Robert Edwin Lee llamada Heredarás el viento (Inherit the Wind). Y cinco años después Stanley Kramer la llevó al cine, con Spencer Tracy haciendo el papel del defensor inspirado en Darrow. El juicio culminó el 21 de julio de 1925, hace prácticamente 95 años. Y la película se estrenó en Dayton, Tennessee —su escenario histórico— el 21 de julio de 1960, hace casi 60 años.

En este mundo de terraplanistas y antivacunas, un relato que opone el librepensamiento a la creencia dogmática tiene vigencia garantizada. Pero a fines de los ’50, Heredarás el viento incluía un subtexto extra, que la convertía en otra clase de artefacto político. Las terribles consecuencias de la persecución que conocemos como macartismo —por el senador Joseph McCarthy, que lideró una caza de brujas contra todo aquel que le conviniese, acusándolo de comunista— seguían definiendo el escenario; de hecho uno de los guionistas de la película, Nedrick Young, figuraba en las listas negras que impedían trabajar a los sospechados de izquierdismo y por eso se vio obligado a firmar con un seudónimo. En el film, los curiosos del pueblo que siguen el juicio se comportan como una turba: ignorantes y violentos, llegan a quemar un muñeco que representa al docente acusado. Los habitantes de Dayton eran en cambio gente tranquila y educada. Stanley Kramer no estaba describiendo a los pobladores de Tennessee en 1925: pintaba, más bien, a la plebe que durante el macartismo creía ver cucos comunistas hasta en la sopa.

La película de Kramer no hablaba apenas de una historia que se creía superada, acaecida en un lugar atávico del sur. Lo que defendía allí el abogado Drummond —el Darrow ficcional— era el derecho a hablar de la evolución, pero ante todo el derecho de pensar y expresarse libremente en el presente, hoy mismo, sin ser perseguido por un poder inescrupuloso que te acusa de vivir en el lado equivocado de la ley, te proscribe y te persigue — o directamente te mete preso.

La costilla de Adán

La obra y el film incluyen algunas de las vicisitudes más paradojales del juicio: por ejemplo, el hecho de que se le prohibiese a Darrow presentar testigos que sustentasen la teoría de Darwin con evidencia científica, con el argumento —sofístico— de que lo que estaba en juicio no era el evolucionismo, sino el docente. El juez John T. Raulston disimuló bien poco el destino de sus simpatías. En su introducción —consciente de lo endeble de la disposición que defendía— sugirió al jurado no considerar los méritos o desméritos de la ley, sino simplemente el hecho de si había sido violada. Un caso evidente de apego a la letra de una ley, en desmedro de una discusión más amplia que, a juzgar por el interés nacional en el juicio, era aquello que la sociedad reclamaba. A nadie le interesaba que un fallo estableciese si Scopes había violado o no la ley Butler: ¡el profe no lo había negado nunca! El pueblo de los Estados Unidos quería saber si tenía el derecho de dudar sobre la veracidad histórica y científica de ciertas afirmaciones de la Biblia, o si el Estado iba a castigar a todos aquellos que no se sometiesen ante el texto como una verdad revelada. Con los caminos cerrados (se sentía tan impotente, que se puso al borde de ser declarado en desacato), Darrow actuó a partir de una intuición genial. Dado que no le dejaban presentar eminencias científicas ante el jurado, optó por llamar al estrado a una eminencia bíblica: el citado William Jennings Bryan, que además de abogado había sido Secretario de Estado y tres veces candidato a la presidencia. Bryan participaba del juicio como fiscal especial; no llevaba la voz cantante de la acusación, pero la reafirmaba desde su condición de notable.

Una vez que consiguió sentarlo en el sitial del interrogado, Darrow procedió a cuestionar hechos que el texto bíblico naturaliza como verdaderos, sin mayor elaboración. Como la creación de Eva a partir de una costilla de Adán, por ejemplo; o la tentación de Eva a ¿manos? de una serpiente; o el misterio de dónde salió la esposa de Caín (que, según el Antiguo Testamento, era el único hijo sobreviviente del primer hombre y la primera mujer). Todo lo que necesitaba Darrow para torcer el debate era sembrar dudas sobre la verdad literal de la Biblia. Sintiéndose atrapado, Bryan pretendió que lo que Darrow buscaba era «ridiculizar a todo aquel que creyese» en el texto que consideraba sagrado. A lo que Darrow contrarrestó diciendo que lo que buscaba, más bien, era «impedir que los fanáticos y los ignorantes controlen la educación en los Estados Unidos».

El final fue agridulce. Scopes fue declarado culpable. Que lo era, de haber vulnerado —en los papeles, aunque no en la vida real— una ley absurda. Pero, a sabiendas de que tenía sobre sí los ojos de una entera nación, el juez Raulston lo condenó a una pena nimia: el pago de U$S 100. Y por supuesto, la batalla cultural tuvo un ganador definido: el derecho de todes les ciudadanes de los Estados Unidos a no tomar un libro milenario, de origen extranjero, que no había sido concebido como un dispositivo histórico o científico, por la verdad absoluta. O para ponerlo de otro modo: la reivindicación del disenso dentro del marco democrático — esto es, la posibilidad de dudar o de pensar algo distinto al relato predominante, sin que eso signifique sacar los pies del plato y convertirse en un renegado — un outlaw. Me acordé del juicio Scopes y de Heredarás el viento en estos días, por dos razones.

En primer lugar, porque percibo tensión dentro del campo popular entre aquelles que expresan su desconcierto respecto de ciertas acciones y omisiones del gobierno, y les que creen que cualquier señalamiento implica hacerle el juego al enemigo. Yo tiendo a pensar que las observaciones hechas con respeto y espíritu positivo vienen bien, son un síntoma de salud. Por supuesto que hay matices, pero en términos generales el debate es bienvenido. No sólo porque el Presidente lo reclamó así en el cierre de la campaña que lo condujo a la Rosada («Si alguna vez no cumplo con mi palabra, salgan a la calle a recordarme que les estoy fallando», dijo en Rosario ante el Monumento a la Bandera) sino, ante todo, porque este ida y vuelta entre la acción de un gobierno y las dudas y críticas que pueda generar es natural, deseable, parte del más esencial ejercicio democrático.

Además tiene beneficios extras, una yapa considerable: prefiero que nos preguntemos públicamente si se está haciendo lo indicado con el caso Vicentin, y oír explicaciones y sugerencias (y pensar más, y encontrar respuestas superadoras como parte del proceso), a perder el tiempo que dedicamos a diario respondiendo las calumnias de un infeliz con fueros, o los balbuceos de una nieta profesional, o las primeras planas de los más populares fabricantes de packaging para huevos.

Los llamados al silencio público y a preguntar u objetar tan sólo sotto voce me traen malos recuerdos. Durante el gobierno de Alfonsín, toda crítica era anatema desde que se la consideraba desestabilizadora. Ese mandato nunca escrito era muy persuasivo, porque ningún argentine pensante y de buena voluntad quería hacerle el juego al poder que en la película pública tenía por protagonistas a los militares. Pero, ahora que ya es posible la perspectiva histórica, cabe preguntarse si el destino de esa administración no estuvo signado, entre otras razones, por su negativa a prestar oídos al pensamiento crítico.

En aquellos días yo trabajaba en simultáneo en Editorial La Urraca —escribía en Humor y El Periodista— y en Canal Siete, como une de les periodistas jóvenes de un programa llamado Cable a tierra. Sobre el cierre del juicio a las Juntas, se me ocurrió investigar por qué la televisión pública no transmitía los alegatos finales de las partes, incluyendo las defensas. La ley no permitía transmitir un juicio en vivo, pero no objetaba la emisión de esos cierres. En un país que intentaba hacer algo de justicia para que ciertas heridas ya no lo inmovilizaran, ¿qué podía ser más recomendable que escuchar las razones de las partes enfrentadas por el caso? Publiqué en Humor un artículo sobre el tema y me echaron de Canal Siete al toque. (Creo recordar que ningune de mis compañeres, entre les cuales estaba quien hoy es una de las primeras espadas editoriales de Clarín, se solidarizó en aquella circunstancia.) Pero nunca me arrepentí. Sigo creyendo que lo mío no fue una zancadilla sino un aporte periodístico, que pretendía sumar a la construcción de un gobierno democrático.

Por eso no me asustan los intercambios en voz alta, siempre que tengan buena leche y no descalifiquen sino que propongan. No hay democracia sin discusión interna pero también pública entre les integrantes de una fuerza de gobierno. Y si esa fuerza tiene un componente mayoritariamente peronista, como la actual, se le aplicaría la humorada del General que observa que, cuando los demás piensan que nos peleamos, en realidad estamos reproduciéndonos. Pero no quiero hacer la fácil y quedarme con el chiste. Si las preguntas y las observaciones son hechas desde el deseo de colaborar con una construcción política superadora —cada une desde su lugar, obvio—, ese ida y vuelta de opiniones hace a un mejor juego. Pero por supuesto, une tiene que tener claro de qué lado está. O te abocás a la construcción de algo bello, desde el rol que te toca, a sabiendas de que también es tuyo, o te quedás afuera criticando todo y dejando que la envidia, o la impotencia, hable por vos.

El mal que nos ronda

También pensé en Heredarás el viento porque se me ocurrió que nuestros tiempos presentan una versión invertida del dilema de aquella historia. Hace 95 años primaba una visión político-cultural excluyente, la de un poder blanco, heterosexual y machista, fundado en términos simbólicos sobre la predilección de Dios por un pueblo en particular. Naciones enteras se decían cristianas y adoptaban la Palabra, o la presunta inspiración divina, como principios rectores de su voluntad histórica. Por supuesto, se admitía la existencia de ateos, agnósticos y creyentes de otros cultos, pero tan sólo en la medida en que permanecieran en los márgenes de la vida nacional, sin hacerse notar demasiado. No había posibilidad de que llegase al gobierno un ateo militante, una mujer, un homosexual declarado o un adorador de Manitú. Sólo podías ser considerado un estadounidense full en la medida en que fueses blanco y formalmente cristiano; los demás eran considerados modelos básicos, en el mejor de los casos — porque había muchos que no pasaban de autopartes, de ser considerados repuestos para garantizar el funcionamiento de los vehículos de alta gama.

En aquel entonces primaba una única visión, y lo que las mentes progresistas ansiaban era la diversificación, por muchas razones entre las cuales destacaría esta: existe una contradicción insostenible entre la democracia como forma de gobierno y la primacía en esa misma sociedad de un sector racial, social, religioso con poderes casi monárquicos, en tanto conserva siempre el poder —real, formal y simbólico— dentro de sus huestes. (Ya no se heredaba el poder por sangre, pero se lo retenía como privilegio de casta.) Lo que episodios como el de Scopes propulsaban hacia el futuro era la pluralidad verdadera, la reinvindicación del derecho a ser, pensar, sentir y creer de otra forma, sin que tu condición (de origen, de piel, de género) o tu elección de pensamiento o forma de vida te conviertiesen ipso facto en un ciudadano de segunda.

Se ha avanzado bastante en ese sentido. (Aunque mucho menos de lo que asumimos. Que se haya consagrado a un Presidente negro no borra el hecho de que todavía no se han permitido tener una Presidenta, o un primer mandatario judío. Dada nuestra trayectoria, no cerraremos un primer círculo histórico hasta que en todo el continente no hayan Presidentes que se reivindiquen ante todo como descendientes de alguno de los pueblos originarios. Perón decía tener apenas «algo de sangre india», y miren el quilombo que armó.) Y como el desarrollo de las ciencias sigue camino sin restricciones de índole religiosa, uno presume que más allá de los zigzags inevitables, la historia seguiría marchando en el sendero de la ampliación de derechos y del reconocimiento efectivo, práctico, de la igualdad esencial de los seres humanos.

Hoy nos enfrentamos a una realidad diferente. La tendencia del siglo XX fue —en líneas generales— democratizadora, impulsora de la posibilidad de pensar más y mejor, con cada vez menos condicionamientos. Lo que despunta en el siglo XXI es un movimiento en dirección contraria, la reivindicación del poder irrestricto como atributo natural del hombre blanco, fofo y piticorto. Y como no existen argumentos que los asistan a la hora de persuadirnos de que no se trata de una arbitrariedad —nada los avala, que no sea la fuerza bruta—, la Maquinaria Fabricante de Sentidos está abocada 24/7 a deshacer parte del tejido que tanto costó desarrollar como fruto de la historia, y a enormes costos. No niegan la tecnología, en tanto sirve a sus proyectos, pero pretenden desandar la evolución de las ciencias. (Entre las cuales incluyo, en lugar estelar, a las sociales.) Lo que Heredarás el viento proponía era esto, soplando en la misma dirección a que apuntaba la historia grande: No pretendas imponer como verdad científica hechos que sólo podés sostener desde la fe. Lo que estamos padeciendo en esta era es un empujón en sentido contrario: No pretendas que dé argumentos para justificar algo que sólo puedo sostener desde la voluntad de poder.

Y por eso la Maquinaria Fabricante de Sentidos tira del piolín y deshace el tapiz humano, proponiendo en los hechos una Era de (Anti)Iluminación. Como al poder fáctico no lo asiste otra lógica que la de la fuerza, lo que cacarea a toda hora es que pensar es un deporte sobrevalorado. ¿Para qué esmerarse y perder tiempo en la construcción de un pensamiento propio, si con la convicción basta y sobra? Por eso no hay nada de ingenuo en la difusión de fake news —que dinamitan la credibilidad del ejercicio periodístico— ni en los espacios que se les regalan a terraplanistas, antivacunas y anticuarentenas. Lo que hacen es legitimar que saber no es necesario, que tu intuición vendría a ser tan buena, tan socialmente válida, como la construcción científica que a tu vecino le llevó 30 años de quemarse pestañas en un laboratorio. En algún sentido la veo como la venganza elaboradísima, digna de un Montecristo, del Macho Caucásico. Que bien podría decir: ¿Así que horadaste mi poder simbólico, relativizando mi primacía y poniéndome al mismo nivel de mujeres, putos y negros? Ahora voy a relativizar tu entera construcción de conocimiento, poniendo las Leyes de Termodinámica al mismo nivel de la conspiración du jour y de las supercherías que prometen curar el cáncer con un imán.

Para vencer esta batalla política, necesitan sí o sí que pensamos menos y peor. Por eso naturalizan aberraciones como la que en su momento vomitó Sergio Moro respecto de Lula, cuando dijo que no tenía pruebas para condenarlo pero que le bastaba con tener certeza respecto de su culpabilidad. Lo de ese abogado entraña la negación absoluta del saber al que consagró la vida. Equivale a la declaración de un científico diciendo que no necesita un cohete para llegar a Marte, porque piensa llegar allí agitando los brazos. Lo de Moro fue la confesión voluntaria de que no está en condiciones de practicar el Derecho. Y sin embargo, ¿qué hizo el representante local del Poder Blanco, Fofo y Piticorto? Lo premió con el Ministerio de Justicia. ¿Moraleja? Para ascender socialmente y encontrar un sitial mejor en el Nuevo (Viejo) Orden, si sos incapaz de dar razón de tu tarea y se te dificulta hasta el dos más dos, mejor. Irrational is beautiful.

Lo que termina haciéndole el juego a la oposición no es, por ende, preguntar en voz alta, pedir explicaciones o proponer alternativas; al contrario, lo que buscan es que pensemos menos o por lo menos que nos guardemos nuestros pensamientos. Pensar no es crear o ahondar internas: es pensar, nomás. Poner más ideas en circulación, producir los chisporroteos propios de cualquier proceso vital, garantizar la adecuada construcción de un saber o la elección de la solución más adecuada. Aquí es donde viene mejor la chanza del Viejo: cuando discutimos y parece que chillamos, lo que se está reproduciendo son nuestras ideas. Que en esta partida en particular, tal como viene configurada, representan nuestro as de espadas. Cuanto más discusiones seamos capaces de sostener sin rompernos, más fuertes seremos. La ecuación es simple, si se me permite apelar al slogan de aquella crema pre Viagra llamada Gimonte: Cuando se apaga la luz (del debate y las ideas), se enciende Macri… o quienquiera que sea que en su momento encarne la restauración del Poder Piticorto.

Cuando le ofrecieron el caso Scopes, lo primero que hizo Clarence Darrow fue rechazarlo. Venía del circo mediático de Leopold & Loeb, y creyó que su presencia convertiría el nuevo juicio en otro espectáculo innecesario. Pero lo pensó un poco y comprendió que, primero, el juicio se convertiría en un circo con él o sin él; y segundo —y fundamental— que «a menos que el país despertase y viese el mal que lo rondaba (the evil at hand), el daño que tendría lugar sería ilimitado».

Mucho cambió desde entonces, hasta el punto de que se intenta revertir el curso de la historia. Lo que no cambió es el hecho de que existe un mal real, harto poderoso, que hace y deshace en nuestras vidas y condiciona la vida de hijes, amigues y amores; que necesitamos despabilar a la gente que todavía no se dio cuenta del todo y a la cual, por una razón u otra, le tienta la posibilidad de no tener que pensar tanto.

El título Heredarás el viento es cita parcial de una frase atribuida a Salomón: «Aquel que trae tribulaciones a su propia casa heredará el viento». Una muestra del modo en que ciertas sabidurías envejecieron mal. Los que formamos parte del campo popular no tenemos miedo a plantear problemas en casa, porque casa siempre ha sido y será un quilombo. Vinimos a este mundo a traer tribulaciones, la clase de tribulaciones que producen quienes no se resignan al status quo y buscan el advenimiento de un mundo mejor. A diferencia de aquellos que nos combaten, no aspiramos a heredar nada. Queremos que se nos deje construir lo propio sin que nos choréen los materiales cada cinco minutos y garantizar la posibilidad de disfrutarlo en paz.

Cohete a la Luna

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