Por Alejandro Galliano/ El futuro en debate
Fragmentar, ocupar y resistir
El ingeniero y filósofo chino Yuk Hui plantea una tercera vía para alejarse de las despiadadas formas y valores neoliberales de Silicon Valley pero también del pobrismo tecnológico de los nostálgicos del siglo XX. La fórmula no es volver atrás ni tampoco acelerar las tendencias tech. El camino pasaría por redireccionar las irrefrenables invenciones informáticas respetando cosmotécnicas particulares que permitan una mayor contemplación por el entorno humano y no humano.
En 2020 la digitalización de la vida se aceleró y en su paso activa debates antiguos y modernos. Uno de ellos es el que opone lo universal a lo particular, hoy traducido como lo global contra lo local. Esta discusión, vieja como Occidente, empalma con otra que enfrenta a la pastoral tecnocrática con el nuevo ludismo. El resultado es un campo de batalla dividido entre los abanderados del capitalismo global, sus instituciones y valores made in Silicon Valley, versus la reacción, localista, nostálgica y tecnofóbica. En este campo anudado, la filosofía de Yuk Hui entra como una navaja proponiendo un particularismo tecnológico.
A comienzos de la pandemia, en medio del festival de interpretaciones que convocó a figurones del pensamiento occidental, destacó un misterioso ensayo titulado Cien años de crisis, un texto mostrenco que parecía querer decir más de lo que entraba en sus 5300 palabras. Su autor, Yuk Hui, un ingeniero informático hongkonés y profesor de filosofía en Weimar, hablaba de una “inmunología global” y una “guerra entre infoesferas”, ponderaba a la vigilancia digital asiática ante la “eugenesia libertaria” occidental y, sobre todo, proponía “recuperar la tecnodiversidad”.
Los ensayos de Hui reunidos en Fragmentar el futuro (Caja Negra, 2020) son una oportunidad para develar aquel misterio y ahondar en su propuesta.
La recursividad
La dicotomía entre lo mecánico y lo orgánico está incrustada en la filosofía moderna. Sirvió para oponer a lo artificial de lo natural, a lo formal de lo auténtico, a lo lineal de lo integral, a la sociedad de individuos regulados por leyes de la comunidad de miembros ordenados por costumbres y, esencialmente, a las máquinas de la naturaleza. La cibernética disuelve esa dicotomía. El principio que la domina no es la lógica lineal de un engranaje empujando a otro sino la recursividad: la operación no lineal que vuelve constantemente sobre sí misma retroalimentándose de información para conocerse mejor. Así funciona el autocorrector del procesador de texto con el que se escribe esta nota; así funciona mi brazo al estirarse en busca del mouse, recalculando distancias con la información de mis ojos; así funciona un mosquito. Así funciona el planeta Tierra según James Lovelock: un sistema integrado de elementos que mantienen su desequilibrio químico para evitar la entropía. Y así funciona el alma humana: para Aristóteles, el noeîn vuelve constantemente sobre sí mismo para reexaminarse. Más tarde, los romanos tradujeron noeîn como intellegere.
La recursividad permite al algoritmo absorber la contingencia, lidiar con accidentes que una máquina trabada con una tuerca suelta no podría resolver. Así abandona la mecánica y emerge la inteligencia artificial. La máquina cibernética no es mecánica, es orgánica. Como la naturaleza. Y una civilización, concluye Hui, es una relación íntima y cómplice entre los seres humanos y su medio. La cibernética es el principio que puede salvar al planeta si logramos integrar, mediante sistemas recursivos, a máquinas y humanos a su medio. De esa manera, la cibernética superaría la relación utilitaria que la técnica tiene con la naturaleza como mero stock de recursos, tal como la denunció Heidegger, para dar lugar a una comunidad en la que cada uno sea mitad individuo animal, mitad ambiente (ecológico, tecnológico, simbólico).
Pero la cibernética también amenaza con terminar integrándolo todo: los datos ya no son lo dado sino un producto de la propia técnica. La inteligencia (que siempre incorporó a la materia mediante su matematización, para luego volver sobre ella en forma de herramienta) hoy se emancipa de la materia humana y amenaza con desplazarnos. Como un virus hegeliano, la cibernética avanza anulando dualismos, reduciendo todo a 1, comprimiendo distancias, socavando lo local. “Uno de los grandes fracasos del siglo XX –dice Hui– ha sido la incapacidad de articular la relación entre lo local y la tecnología”.
La crisis civilizatoria, de la que el Covid es solo un síntoma, se explica por esta incapacidad: las reacciones contra la globalización prohíjan oscurantismos en el seno de Occidente, la lógica computacional (entender al mundo como lo computable) arrasa con los recursos naturales bajo un barniz de neutralidad y despolitización, la tecnología escapa al control humano y reemplaza a la filosofía mediante la recursividad.
La salida para Hui es pensar más allá de la totalización cibernética: emancipar una vez más a la inteligencia, pero en esta ocasión de su concepción uniforme; incorporar a lo no racional, lo no computable; resituar a las máquinas orgánicas dentro de la vida, de la estética, de “cierta mística”. De lo simbólico, en fin. Pensar una nueva ecología de las máquinas. Para eso será necesario volver a lo local pero trayendo a casa todo aquel fulgor digital: “para superar la Modernidad sin recaer en la guerra y el fascismo es necesario reapropiarse de la tecnología moderna a través del encuadre nuevo de una cosmotécnica”.
La cosmotécnica
Ya es un lugar común decir que la globalización murió el 11 de septiembre de 2001. Para la mirada conservadora, que va del venerable Henry Kissinger a los neorreaccionarios (rama oscura de la alt right capitaneada por Nick Land y Peter Thiel), lo que entró en crisis es el proyecto tricentenario de la Ilustración. Hui discute con esa mirada. La crisis del siglo XXI no es la muerte de la Ilustración sino su coronación: un proceso de globalización tecnológica orientado por Occidente que culmina cuando esas tecnologías son apropiadas por Oriente. “Hoy la globalización continúa pero su conciencia feliz ha sido aventajada por las condiciones materiales”. Occidente pierde el monopolio de su patrimonio técnico, la aldea global se quiebra, la Inteligencia Artificial, nueva frontera tecnológica, se torna un campo de batalla.
Pero la crisis no se resuelve con un mero traspaso de hegemonía global hacia el Este. La homogenización tecnológica del mundo moderno no solo arrasó con la biodiversidad sino que también sepultó a las diversas cosmologías que la soportaban. Hasta aquí el lamento de Hui no dista de cierto pachamamismo: el relativismo antropológico que entiende a la “modernidad occidental” como una cosmología más a la par de otras como el animismo o el totemismo. Pero la restauración de “naturalezas indígenas” no alcanza para Hui porque carece de una reflexión sobre las tecnologías. La tecnología es el soporte del pensamiento, de cada tipo de pensamiento, la membrana que regula los flujos entre el exterior y el interior de cada cultura: “La tecnología no es un universal tecnológico, es posibilitada y constreñida por cosmologías particulares”.
Recuperar la diversidad biológica y cultural requiere recuperar la diversidad tecnológica, reconstituir cosmotécnicas, esto es, la unidad del cosmos y la moral por medio de actividades técnicas. Las tendencias técnicas son universales pero los hechos técnicos y el cosmos que los envuelve son particulares. Es hora de volver a casa, dice Hui, el mundo se acabó.
¿Cuál es la tarea política de este retorno a lo local? Se podría resumir como un redireccionamiento del aceleracionismo. Velocidad no es aceleración: esta última requiere una dirección. Acelerar la tecnología para superar al neoliberalismo no es intensificar la velocidad de lo dado sino redireccionarlo, bifurcar el futuro hacia múltiples cosmotécnicas, más orgánicas, más respetuosas de su entorno humano y no humano.
En diversos pasajes de sus ensayos, así como en su libro The Question Concerning Technology In China, Hui toma el caso de la cosmotécnica china: su propensión a la inteligencia intuitiva, su pensamiento taoísta no trágico, su acceso a la verdad sin Ser, un cosmos que hizo posible otras técnicas que la globalización oscureció y que Hui cree posible recuperar. Se trata, dice, solo de una más entre otras cosmotécnicas. La pregunta latinoamericana es si tenemos una cosmotécnica y si China nos permitirá recuperarla.
Made in argentina
No es un dato menor la nacionalidad de Hui. China no es un país, es una civilización. Como los son Rusia e India. Y los Estados Unidos. Circuitos semicerrados de insumos culturales con cortafuegos eficaces para filtrar inteligentemente los recursos externos. América latina, en cambio, quizás con la excepción brasileña, es un mosaico de mestizajes, antropofagias e ideas fuera de lugar, enclaves modernos y consumos importados. ¿Cuál es la cosmotécnica argentina? ¿La planta de Biogénesis Bagó en Garín o el drama de la crotoxina? ¿El germoplasma de “soja Maradona” o el proyecto Huemul?
No es casualidad tampoco que los insumos filosóficos de Hui, más allá de pensadores de la técnica como Norbert Wiener o Gilbert Simondon, pertenezcan a esa tradición de trascendentalismo alemán que va de Herder a Heidegger. El énfasis de Hui en la particularidad y la organicidad lo ubica en la tradición romántica, su sujeto es un pueblo con un espíritu sobre una tierra. También es alemán su proyecto de introducir a la tecnología en esa sensibilidad: en sus páginas aparecen los nombres de Schmitt y Spengler, representantes de lo que Jeffrey Herf llamó “modernismo reaccionario”.
Hui no es un reaccionario: “Personalmente no soy un tradicionalista pero valoro a la tradición y sigo creyendo que el fracaso de todas las revoluciones comunistas se debió a la incapacidad de respetar la tradición y de nutrirse de sus fuerzas”. Sin embargo su invitación a lo local, su rechazo al humanismo abstracto de la ONU, desde un imperio en ciernes abiertamente antidemocrático admite una lectura nacionalista, si no imperialista, más allá de la voluntad de su autor. No sería la primera vez que China revierta un discurso descolonizador. La selección eminentemente política de la edición argentina de sus ensayos (en la que se extrañan, por ejemplo, sus escritos sobre el objeto digital o la individuación en redes sociales) tiene el mérito de subrayar este riesgo.
¿Cómo se lee entonces a Hui desde una potencial provincia de ese nuevo imperio? Después de 300 años de globalización monotecnológica, la reconstrucción de cosmotécnicas particulares requerirá un poco de traducción y bastante de invención. Las tradiciones siempre nacen desde el presente. En esa “invención de la tradición cosmotécnica” las hibridaciones serán una herramienta y nuestra condición mestiza puede funcionar como circuito y como cortafuegos. Incluso ante la nueva monotécnica china: Huawei ya presentó a Harmony, su propio sistema operativo, con su constelación de apps: Huawei Mobile Services.
¿Qué aporta Argentina al mestizaje cosmotécnico regional? Nuestro país padece de una suerte de provincianismo cosmopolita: vive buscando referencias internacionales pero las aplana en un sentido patéticamente parroquial. Así, ni logramos desarrollar un “pensamiento nacional”, ni “nos abrimos al mundo” más allá de nuestras narices. Ese circuito cultural deficitario puede enriquecerse cuando llegan a nuestro puerto voces nuevas proponiendo pensar localmente la agenda global. Entre las charlas de Dugin en la CGT y el desarrollismo de chancherías, pensadores como Benjamin Bratton, Mark Alizart, Mercedes Bunz, Evgeny Morozov, o el propio Hui (un auténtico híbrido filosófico ante el remanido y ya complaciente Byun-Chul Han) nos permiten acceder al instrumental del capitalismo 4.0 por fuera de su decadente marco neoliberal, como punto de partida para un nacionalismo económico no proteccionista, una política ambiental no decrecionista o una economía popular no ludita.
Se trata de politizar y digitalizar al “escritor argentino y la tradición”. Se trata, en fin, de fragmentar el futuro para poder ocuparlo.
Ilustración: Ezequiel García Telam/ Revista Crisis
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