Por Thierry Meyssan
La lenta disolución de la República en Francia
Desde hace 3 años, un profundo descontento se ha hecho patente a lo largo y ancho de Francia y ha adoptado formas hasta ahora desconocidas. Reclamando el ideal republicano, ese movimiento de protesta cuestiona la manera como el personal político dice servir a las instituciones. Frente a esa protesta, el presidente Emmanuel Macron finge favorecer una concertación que él mismo manipula constantemente. El autor de este artículo señala que los peores enemigos del país no son aquellos que quieren dividirlo en comunidades sino quienes, después de ser electos, han olvidado el sentido del mandato que les fue otorgado.
La primera ola
En octubre de 2018, una sorda protesta se hacía sentir desde las pequeñas localidades y los campos de Francia. Los dirigentes del país y los medios de difusión descubrían, estupefactos, la existencia de una clase social que no conocían hasta entonces y a la que nunca antes se habían visto confrontados: una pequeña burguesía excluida de las grandes ciudades y relegada al llamado «desierto francés», donde los servicios públicos son muy limitados y el transporte público inexistente.
Esa protesta, que en algunos lugares llegó a tomar visos de revuelta, tuvo como factor desencadenante un impuesto sobre el combustible diésel –impuesto que oficialmente tenía como objetivo alcanzar las metas planteadas en el Acuerdo de París sobre el medioambiente. Los ciudadanos que protestaban estaban muchos más afectados que los demás porque vivían lejos de todo y su única posibilidad de transporte era el uso de sus vehículos personales.
A raíz de la disolución de la Unión Soviética, se produjo una reorganización de la economía mundial. Las empresas occidentales cerraron cientos de millones de puestos de trabajo en sus países y los trasladaron a China. En Occidente, la mayoría de los trabajadores que perdieron sus empleos tuvieron que aceptar trabajos menos remunerados, se vieron obligados a abandonar las grandes ciudades –ya demasiado onerosas para ellos– para irse a vivir en las zonas periféricas [1].
Miembros de esa población relegada, los “chalecos amarillos” aparecieron en 2018 para recordarle al resto de la sociedad que, aun viviendo en las localidades desfavorecidas, seguían siendo parte de Francia y que no podían contribuir a la lucha contra «el fin del mundo» si antes no les ayudaban a sobrevivir hasta «el fin de mes». Los “chalecos amarillos” denunciaban la inconciencia de los dirigentes políticos que –desde sus cómodas oficinas en París– eran incapaces de ver las dificultades que enfrentan otras categorías poblacionales [2].
Los primeros debates políticos entre ciertas personalidades políticas y algunas de las principales voces de los “chalecos amarillos” fueron todavía más increíbles: cuando los políticos proponían medidas sectoriales, los miembros de los “chalecos amarillos” respondían describiendo serenamente los desastres provocados por la globalización financiera. Los políticos se veían totalmente desorientados mientras que los miembros de los “chalecos amarillos” exponían una visión panorámica de la situación. Los políticos no mostraban la capacidad de análisis necesaria, que sí estaba presente entre los electores.
Por suerte para la clase dirigente, los medios de difusión se dieron a la tarea de ocultar a los “chalecos amarillos” mostrando a otros manifestantes que expresaban su cólera con gran energía, pero de manera mucho menos inteligente. La agravación del conflicto, con la participación de una parte importante de la población, hizo que llegara a temerse una eventual revolución. Presa del pánico, el presidente francés Emmanuel Macron se encerró durante 10 días en su bunker subterráneo, bajo el Palacio del Elíseo, anulando todas sus salidas y encuentros fuera del edificio. Pensó en la posibilidad de dimitir y llegó a convocar al presidente del Senado para que este asumiera la presidencia interina de la República. Sólo cuando el presidente del Senado lo mandó a paseo, Macron apareció en televisión anunciando unas cuantas medidas de carácter social, de las cuales ninguna respondía a los reclamos de los “chalecos amarillos”… porque el presidente Macron simplemente no sabía todavía de dónde habían salido esos franceses.
Todos los estudios de opinión tienden a mostrar que este movimiento de protesta no expresa un rechazo de la política per se sino, al contrario, una voluntad política de restaurar la noción del interés general, o sea de la República, en el sentido inicial de la palabra [3].
La ciudadanía está relativamente satisfecha de la Constitución, pero no de cómo se utiliza o se aplica ese texto. La ciudadanía rechaza, en primer lugar, el comportamiento de la clase política en su conjunto, pero no rechaza las instituciones.
Tratando entonces de recuperar la iniciativa, el presidente Emmanuel Macron decidió organizar un «Gran Debate Nacional» en cada comunidad, algo así como los «Estados Generales» de 1789, anunciando que cada ciudadano tendría derecho a expresarse en esos encuentros y que las proposiciones serían recogidas y tenidas en cuenta.
Pero, desde los primeros días, el presidente se dedicó a controlar la expresión popular, ¡no hay que permitir que “el populacho” diga todo lo que le pase por la mente! Resultó entonces que temas como la inmigración, el aborto voluntario, la pena de muerte y el matrimonio entre personas del mismo sexo quedaban excluidos del «debate». El presidente Emmanuel Macron dice ser un «demócrata»… pero desconfía del pueblo.
Por supuesto, todo grupo de personas está expuesto a dejarse llevar por el apasionamiento. Durante la Revolución Francesa, los sans culottes [4] llegaron a crear desorden en los debates parlamentarios insultando a los diputados desde los espacios reservados al público. Pero en 2019 nada permitía prever que los alcaldes fuesen objeto de la cólera de sus conciudadanos.
La organización del «Gran Debate Nacional» estaba en manos de la «Comisión Nacional del Debate Público». Pero esta pretendía garantizar la libre expresión de cada ciudadano mientras que el presidente Emmanuel Macron quería, al contrario, limitarla a 4 temas: «transición ecológica», «régimen fiscal», «democracia y ciudadanía» y, por último, «organización del Estado y de los servicios públicos».
¿Resultado? La Comisión fue disuelta y reemplazada por… 2 ministros. El desempleo, las relaciones sociales, la situación de dependencia de los «adultos mayores», la inmigración y la seguridad quedaron fuera del «debate».
El presidente Macron acaparó entonces el escenario. Participó en varias reuniones, convenientemente transmitidas por televisión, donde respondió a todas las preguntas de los participantes, como si él fuese un experto conocedor de todos los temas, ofreciendo un ejercicio de evidente autosatisfacción. Del proyecto inicial –oír las preocupaciones de la ciudadanía–, el «Gran Debate Nacional» pasó a un objetivo muy diferente: explicar a los franceses que están siendo bien gobernados.
Al cabo de 3 meses, 10 000 reuniones y de 2 millones de contribuciones, se elaboró un informe que está cuidadosamente guardado en alguna gaveta. Aunque la síntesis elaborada dice otra cosa, las intervenciones de los participantes en el «Gran Debate Nacional» aludían a las prerrogativas de los políticos que ejercen cargos electivos, los impuestos, la caída del poder adquisitivo, las limitaciones de velocidad en las carreteras, el abandono de las regiones rurales y la inmigración. El «debate» no pasó de ser un simple ejercicio de estilo, que además demostró a los “chalecos amarillos” que el presidente Macron está dispuesto a hablarles… pero no tiene intenciones de oírlos.
¡Pero nosotros somos demócratas!
En sus manifestaciones, numerosos “chalecos amarillos” mencionaron la propuesta de Etienne Chouard, propuesta de la que finalmente nunca se habló en el «Gran Debate Nacional». Hace unos 10 años que Etienne Chouard [5] recorre Francia explicando a los franceses que una Constitución sólo es legítima cuando la redacta la ciudadanía que va a regirse por ella. Por consiguiente, Etienne Chouard estima que debe conformarse una Asamblea Constituyente, cuyos miembros serían designados por sorteo, para redactar una Constitución que se sometería a un referéndum.
El presidente Emmanuel Macron respondió con la creación, mediante un sorteo, de una asamblea que llamó «Convención Ciudadana». Pero, como hizo con el «Gran Debate Nacional», desde el primer día, Macron adulteró la idea inicial. Ya no se trataba de redactar una nueva Constitución sino sólo de abundar sobre uno de los 4 temas que el propio Macron ya había impuesto.
El presidente Emmanuel Macron no vio en el uso del sorteo una manera de liberar el debate de los privilegios adquiridos por ciertas clases sociales o de escapar al predominio de los partidos políticos. Abordó el sorteo simplemente como un medio de conocer mejor la voluntad popular, al estilo de los institutos que realizan sondeos de opinión. Así que ordenó dividir la población por regiones y categorías socio-profesionales y, sólo después de realizada esa categorización, los miembros de la «Convención Ciudadana» fueron designados por sorteo dentro de cada uno de esos grupos, como se escoge a un grupo de encuestados para participar en un sondeo de opinión. Cómo se materializó la conformación de cada grupo es algo que nunca se dio a conocer. Además, Emmanuel Macron puso la organización de los debates en manos de una firma especializada en la animación de paneles, de manera que el resultado es el mismo que habría arrojado la organización de un sondeo de opinión. Esta «Convención Ciudadana» no formuló ninguna proposición propia sino que se limitó a priorizar las proposiciones que le fueron presentadas.
Claro, ese proceso es mucho más formal que un sondeo de opinión… pero no tiene nada de democrático ya que sus participantes nunca pudieron presentar iniciativas. Las propuestas más acordes con el consenso comúnmente admitido serán presentadas al parlamento o sometidas al pueblo mediante un referéndum. Por cierto, no está de más recordar que el último referéndum realizado en Francia, hace 15 años, dejó un pésimo recuerdo: los franceses se pronunciaron contra la política del gobierno, que a pesar de ello impuso su propio objetivo por otras vías, ignorando olímpicamente la voluntad que la ciudadanía había expresado.
La verdadera naturaleza de esta “asamblea de ciudadanos” quedó al descubierto cuando sus miembros hicieron saber que no querían someter a referéndum una propuesta que ellos mismos habían aprobado. ¿Por qué no querían someterla a referéndum? Porque estimaban que el pueblo, la ciudadanía que ellos supuestamente representaban, seguramente la rechazaría. De esta manera reconocían implícitamente que, sobre la base de los argumentos que les habían presentado, ellos habían aceptado una propuesta a sabiendas de que el Pueblo razonaría de otra manera.
¡No soy yo, son los científicos!
Cuando apareció la epidemia de Covid-19, el presidente Emmanuel Macron se dejó convencer por el especialista británico en estadística Neil Ferguson [6] de que se trataba de una situación de extremo peligro. Cuando decidió imponer a los franceses el confinamiento obligatorio generalizado, lo hizo siguiendo las recomendaciones del antiguo equipo de Donald Rumsfeld [7]. Y, finalmente, optó por protegerse de las críticas creando un «Consejo Científico», cuya presidencia puso en manos de una personalidad cuyo criterio creía incuestionable [8].
Hubo una sola voz plenamente autorizada que criticó ese dispositivo, uno de los más eminentes epidemiólogos de todo el mundo: el profesor Didier Raoult [9]. Al final de la crisis, el profesor Raoult fue llamado a prestar testimonio ante una comisión de la Asamblea Nacional y declaró que Neil Ferguson es un charlatán; que el «Consejo Científico» –del cual él mismo había sido miembro hasta que acabó dimitiendo– está viciado por una serie de conflictos de intereses que lo vinculan a Gilead Science –transnacional estadounidense que tuvo como presidente al ya mencionado Donald Rumsfeld–; que ante una situación como esta epidemia el papel de los médicos es dedicarse a salvar vidas, en vez de experimentar con los pacientes; que los resultados de los médicos dependen de la visión que ellos mismos tienen sobre su profesión y que es por esas razones que los enfermos de Covid-19 internados en los hospitales de París tenían 3 veces más probabilidades de morir que los ingresados en los hospitales de Marsella.
Los medios de difusión no se molestaron en analizar el testimonio del profesor Didier Raoult sino que se dedicaron a resaltar las reacciones hostiles de la nomenklatura administrativa y médica. Optaron por dar máxima cobertura a las críticas contra el profesor Raoult, cuando este eminente miembro de la élite científica mundial acaba de cuestionar la eficacia de las acciones del presidente de la República, Emmanuel Macron, del gobierno francés y de la clase médica francesa en el enfrentamiento de la epidemia.
La segunda ola
La primera ronda de las elecciones municipales francesas había tenido lugar el 15 de marzo de 2020, justo al inicio de la epidemia de Covid-19 en suelo francés. En las localidades periféricas y en las zonas rurales –territorios de los “chalecos amarillos”–, esa primera ronda permitió la elección inmediata de alcaldes y consejos municipales. Pero, como siempre, en las grandes ciudades las cosas son más complicadas y se hacía necesaria una segunda vuelta, que tuvo que esperar hasta el pasado 28 de junio.
Resultado: 6 electores de cada 10, ya decepcionados por el «Gran Debate Nacional» e indiferentes ante la «Convención Ciudadana», no acudieron a votar.
Ignorando esa protesta silenciosa, los medios de difusión interpretan el voto de la minoría como un «triunfo de los ecologistas». Sería más correcto decir que la abstención de 6 de cada 10 electores ilustra el divorcio definitivo entre los partidarios de la lucha contra «el fin del mundo» y la población que lucha por sobrevivir hasta «el fin de mes».
Los estudios de opinión nos aseguran que el voto ecologista está enraizado principalmente entre los funcionarios. Eso es una constante en todos los procesos prerrevolucionarios: los individuos que se creen más inteligentes, si se sienten vinculados al poder, se ciegan y no entienden lo que están viendo.
La Constitución francesa no prevé esta situación de profunda división en el seno de la población y no establece un mínimo de participación en las elecciones. Así que los resultados de esa segunda ronda electoral en las grandes ciudades francesas, a pesar de no ser democráticos, son válidos. Ninguno de los alcaldes electos en esta segunda vuelta –con la participación de sólo una quinta parta de los electores, o incluso menos– ha solicitado la anulación de ese escrutinio.
Ningún régimen puede perpetuarse sin apoyo de la población. Si esta “huelga” de los electores llegara a extenderse a la próxima elección presidencial francesa, en mayo de 2022, el sistema acabará derrumbándose. Pero ninguno de los dirigentes políticos parece consciente de ello.
Fuente: voltairenet.org
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