Por Soledad Vallejos
El repudio al editorial de La Nación: Violentos con mayúsculas
(Por Soledad Vallejos) No es un error celebrar que una nena sea convertida en madre a la fuerza, en contra de su voluntad. Tampoco se trata de un exabrupto, ni de una persona gritando sola en el desierto: es una idea del mundo; se articula desde lugares de poder centrales. Hay recursos, políticos y económicos, detrás de eso. Hay poder y voluntad de ejercerlo. Pero sobre todo hay violencia. Y no, no es casual, como tampoco lo es el descaro creciente con el que los sectores antiderechos ostentan esa impunidad. Sólo en los días previos pasó esto: el médico antiderechos jujeño, Gustavo Briones, que forzó la maternidad de una nena defendió su accionar (ilegal) en entrevistas con radios y canales televisión; el ministro de Salud jujeño, Gustavo Bohuid, primero vulneró el derecho a la privacidad de la nena al dar información sobre ella (y antes, inclusive, de comunicarse con la familia) y luego anunció como novedad propia algo que la ley ya indica sobre el protocolo de ILE; el gobernador jujeño, Gerardo Morales, habló de “las dos vidas” y los pañuelos celestes y verdes como quien refiere un River-Boca; de paso, en redes, un funcionario clave del oficialismo como lo es el presidente del bloque Pro en Diputados, Nicolás Massot, colaboró en hacer circular mentiras, manipulaciones y opiniones violentísimas de algunos “líderes” antiderechos. Y la enumeración se queda corta.
Hay que estar muy dañado para desear que una nena de 12 años sea convertida en madre a la fuerza, en contra de su voluntad. Pero sobre todo hay que tener una violencia a prueba de toda civilización posible.
Se ha dicho, pero no está de más otra enumeración rápida. El texto del que se habla celebra el producto de una violación, el embarazo producto de una violencia, el que esa violencia haya engendrado algo, el que ese engendro llegue a perdurar. Sostiene falacias, tantas, como que existe un “instinto materno” y pretende atribuírselo a una nena, cuyos “ovarios casi infantiles” ensalza. Ningunea la ley vigente desde 1921, además de desconocer que existen los derechos del niño y claro, los derechos de las mujeres. Celebra la maternidad forzada; se indigna con que haya quienes no la avalen; ignora inclusive que el Comité contra la Tortura de la ONU la considera como tortura. Protesta porque hay gente que cree que cada persona tiene derecho a hacer lo que quiere con su cuerpo, ese “error inducido”. Construye una cadena de sinonimia siniestra (“niñas madres”, “mamás precoces”, “jóvenes madres”, “madrazas”), porque lo que importa no es la voluntad de la niña sino su capacidad reproductiva, “más allá de la forma en que se gestaron los embarazos”. La niña queda embarazada “por una violación, por ignorancia o estado de necesidad” (se dejó violar; es burra y se dejó embarazar; es pobre y se dejó preñar), pero qué más quiere, si a fin de cuentas ahí descubre “lo que le viene de su instinto de madre”.
¿De qué sirve indignarse? A veces apenas alcanza para (auto)satisfacer cierta inquietud moral personal, como perro que vuelve contento a echarse al patio tras chumbarle al auto que pasó por su esquina. Pero a veces es poner un límite. El sociólogo Norbert Elías sostenía que la civilización era el producto de una dulcificación de las costumbres: a la salida de la Edad Media, por ejemplo, el guerrero se había transformado en cortesano gracias a ello. Subyace una idea de progreso tras ese proceso, sí, pero sobre todo de cambio: las sociedades cambian, lo hacen en función de las necesidades de los sujetos sociales, de los roles, de procesos extensos, intensos, que nos involucran a largo plazo pero también en la vida cotidiana. Además de toda reflexión, la vergüenza es un gran educador. Escribió Elías: “Quien la padece está haciendo o piensa hacer algo que le obliga a incurrir en contradicción con las personas. Las que se encuentra unido de una u otra forma y consigo mismo, con el sector de su conciencia mediante el que se autocontrola”. La vergüenza es propia, pero la descubrimos gracias a los demás.
Mientras escribo esto, colegas del medio en el que salió esa pieza vergonzosa cuentan algo increíble: alguien cercano a la sección de opinión, no el responsable pero sí alguien cercano, bajó a la redacción para disculparse por la columna que generó el escándalo. Eso y no otra cosa es la vergüenza. Me corrijo: el impacto de entender que se ha pasado un límite y eso cuesta.
Que a los antiderechos este intento de avanzada (que tiene muchos frentes, no solo un texto) no les resulte gratis.
Que tengan vergüenza. Mucha.
(*) Fuente: Página 12
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