Economía mundial

Por Ignacio Fariza

La economía mundial se adentra en lo desconocido

Comparar el hoy con los episodios más traumáticos del ayer es demasiado tentador. Las heridas de aquel tramo final de verano de 2008, en el que el sector financiero se desmoronó llevándose consigo al conjunto de la economía, son demasiado cercanas en el tiempo y siguen demasiado presentes en el imaginario colectivo como para que resulte inevitable retrotraerse a entonces. Hasta el BCE, en un severo toque de atención a las capitales para que se coordinen y saquen la artillería pesada, ha recurrido a ese símil para sacudir conciencias y llamar a los Gobiernos a filas. Sí, el coronavirus ha hecho caer a plomo las Bolsas en las últimas semanas. Sí, los siempre temidos índices de volatilidad están por las nubes. Sí, todo nos recuerda a aquella hidra de las mil cabezas. Y sí, la economía mundial ha entrado en un terreno inhóspito y habrá que esperar meses para ver el alcance real del zarpazo en toda su amplitud. Pero estamos frente a algo distinto, ya se verá si más o menos grave: ninguna recesión —ya es el escenario base de todos en Europa, Bruselas incluida— es igual a la anterior.

Frente al choque de demanda de libro de la Gran Recesión —2008 fue, ante todo, el estallido de una burbuja y el desplome de un sector bancario hipertrofiado e infrarregulado, que desató un pánico general y hundió el consumo—, esta es una crisis híbrida. “Al principio, cuando el coronavirus empezó a golpear China era un impacto muy específico de oferta, sobre la cadena de suministro”, apunta Ángel Talavera, jefe de análisis de Oxford Economics para Europa. Su aterrizaje en el Viejo Continente, en cambio, “ha escalado el escenario a otra magnitud: ahora es también un choque de demanda muy fuerte”. A diferencia de una década larga atrás, como repiten estos días todas las grandes casas de análisis, la banca está más controlada y mejor capitalizada, por lo que el riesgo de contagio a lo financiero es menor. “Aunque cuidado, porque si llega, entonces sí sería la madre de todas las batallas”, advierte José Juan Ruiz, ex economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

El ocaso se ha acelerado, la noche se ha echado demasiado pronto sobre la economía y el mundo navega y navegará durante semanas sin apenas puntos de referencia. Hace tres meses, la gran preocupación global era la guerra comercial entre EE UU y China, pero hoy ya nadie se acuerda de aquello: cinco letras (Covid) y dos números (19) lo monopolizan todo. Algunos economistas, como Kenneth Rogoff o el propio Ruiz, ven trazas de la crisis de los setenta revivida, cuando el embargo petrolero de los países del Golfo cuadruplicó el precio por barril y dañó la sala de máquinas de las economías occidentales. Otros, como Joan Roses, responsable del Departamento de Historia Económica de la London School of Economics, ven —con todas las precauciones debidas— más similitudes con el crash del año 29 del siglo pasado. “Como ahora, hubo una interrupción de la producción, la Bolsa se hundió y acabó dándose una sobreoferta. La lección que aprender de entonces es la de la cooperación: si empobreces al vecino, acabas empobreciéndote a ti también”, valora por teléfono. “La incertidumbre sobre la magnitud de la crisis detonada por el coronavirus no exime, sino más bien obliga a los Gobiernos a poner en marcha, preferiblemente de manera concertada, el arsenal de instrumentos de políticas contracíclicas”, suma Juan Carlos Moreno Brid, de la UNAM.

Una de las grandes diferencias de esta crisis es que el impacto es secuencial: como si de un tsunami se tratase, el virus golpeó primero a China; luego llegó a Irán y a Corea del Sur; y ahora zarandea a Italia y al resto de Europa occidental, ya oficialmente convertida en epicentro de la epidemia. “No hay sincronización y ahí, como historiador económico, es algo que no he visto nunca”, agrega. Eso complica la salida: “Puede prolongar su duración, crea problemas adicionales sobre el comercio e indica que necesitamos coordinación internacional: no hay forma de actuar aisladamente”. Aunque hasta ahora el virus se ha ensañado con especial virulencia con las siete grandes potencias económicas mundiales, como recuerda el economista jefe del banco de inversión suizo UBS, Paul Donovan, seguirá golpeando “a diferentes países, de maneras diferentes y en diferentes momentos temporales”.

Hay algunas —pocas— cosas claras a estas alturas. Las previsiones previas son papel mojado desde el momento mismo en el que, lo que empezó como una gripe más a ojos de Occidente, ha mutado en algo mucho más serio. “Todas están desfasadísimas. Ahora mismo ponerle números a la crisis es muy arriesgado: en solo unos días quedan obsoletas. Con el retraso de datos que hay, hasta que no tengamos un número de todo marzo que nos sirva de guía, es casi como el tarot…”, reconoce Talavera. “Las circunstancias cambian tan rápido que es imposible confiar en cualquier pronóstico”, completa por correo electrónico David Wilcox, director de investigación de la Fed hasta 2018 y uno de los asesores más estrechos de los tres últimos presidentes del instituto emisor. “¿Adónde vamos?”, se preguntaba hace unos días Claudio Borio, jefe del Departamento Monetario y Económico del BIS, el coordinador de los bancos centrales. Ahora mismo “solo hay una cosa clara: los mercados financieros seguirán danzando al ritmo de las noticias sobre el coronavirus y la respuesta de las autoridades”.

Toda medida de contención de la epidemia, especialmente si es del calado de las aplicadas en los últimos días, implica cortocircuitar la economía durante un tiempo. Es el lógico precio a pagar: la salud es lo primero. Y es, también, una auténtica prueba de resistencia para el crecimiento, un metal que se ha demostrado demasiado quebradizo en los últimos tiempos. Habrá impacto, será fuerte y, parece, transitorio; como si de una catástrofe natural se tratase. Durará lo que dure el virus, entre dos y cinco meses, según los cálculos de las autoridades sanitarias españolas. Entonces, sí, será el momento de levantar las alfombras y ver qué hay debajo; de hacer un recuento de daños, que se presumen profundos. Mientras, los economistas parecen resignados a una de sus peores pesadillas: ir a tientas durante un periodo de tiempo mucho mayor del que quisieran. En eso sí, esto se parece demasiado a aquel negro septiembre de 2008.

Una ardua batalla que pilla al mundo con las defensas bajas

Alejar de la vista el fantasma de 2008 puede resultar, en cierta forma, un alivio. Y en parte lo es. Aunque, como recuerdan Richard Baldwin y Beatrice Weder di Maurola, del Graduate Institute, el virus se está ensañando con la flor y nata económica —“la lista de las 10 naciones más golpeadas es casi idéntica a la de los 10 países más grandes del mundo por PIB, dejando claro que tiene potencial para hacer descarrilar la economía mundial”, escriben—, en las grandes mesas de análisis no está sobre el tapete (aplique aquí el lector todas las salvedades que estime oportunas) un hundimiento como el de entonces. Se sabe que el golpe será duro pero temporal, aunque siempre con la duda planeando sobre su duración: se empezó hablando de semanas, luego de meses y, tras su llegada a Europa, el debate es sobre los trimestres de actividad bajo mínimos. Descontada la recesión, cuanto más tiempo dure el estado de excepción, mayor será su virulencia.

En un segundo vistazo, sin embargo, el temor es otro: apenas hay puntos de anclaje o precedentes a los que asirse a la hora de trazar una respuesta de política económica. La pólvora monetaria está mojada, con los tipos de interés por los suelos, y exige una importante dosis de creatividad. El fiscal, muy lastrado por los pasivos acumulados, exige una reformulación completa de las directrices, al menos a escala europea. Aunque, como escribía el viernes el profesor de Harvard Gregory Mankiw, “hay momentos para preocuparse por la creciente deuda pública pero este no es uno de ellos”. La expansión, además, llega desacelerada y en una fase ya muy madura: casi 130 meses consecutivos de crecimiento en EE UU, cerca de cuatro veces por encima de la media histórica, así lo atestiguan. Un punto añadido de fragilidad.

Fuente: El País

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