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Cómo la nueva percepción del tiempo impacta sobre el ocio y el amor

( Por Ana Clara Pérez Cotten ) El Indec encuestará en octubre, por primera vez, en qué usan el tiempo los argentinos. ¿Por qué la pandemia -con su cuota de muerte, de fragilidad y de esclarecimiento sobre en qué medida hay débiles y poderosos- tampoco alteró la hiperactividad?¿El "yo ansioso" corresponde con el ritmo que impone el capitalismo? ¿Repensamos hoy todas las cuestiones alrededor del amor en parte porque su compás nos genera extrañeza?

El tiempo está roto. Mientras el mundo laboral se debate entre una virtualidad que condena a la alienación de la pantalla y una presencialidad de los cuerpos que parece haber perdido brillo, el ocio o la posibilidad de vivir una historia de amor a contramano de esa temporalidad también se ven amenazados por la lógica productiva y opacados por el velo de la ansiedad, que dejó de ser un simple trastorno individual para propagarse como una forma de estar en el mundo.

A unos pocos, la pandemia les ofreció una gran pausa de reencuentro, en el resguardo del hogar, entre series y lecturas o como custodios de los ciclos del leudado de la masa madre. Para la mayoría, en cambio, incrementó la angustia por la diversificación de tareas en un mismo plano temporal y espacial, aceleró la demanda de productividad y profundizó una virtualidad que permitió una forma de estar aún más ausente. El escenario se regó con consejos de gurús y con un corpus bibliográfico que sistematiza tips y estrategias que, en definitiva, solo apuntan a garantizar la supervivencia y a regular el estado de cosas.

La cuestión tiene tal relevancia que el Indec, el organismo encargado de implementar la política estadística del Estado Nacional, iniciará en octubre la primera Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT) para saber en qué y cómo usan el tiempo los argentinos.

¿Por qué la pandemia -con su cuota de muerte, de fragilidad y de esclarecimiento sobre en qué medida hay débiles y poderosos- tampoco alteró la hiperactividad?¿El "yo ansioso" corresponde con el ritmo que impone el capitalismo? ¿Repensamos todas las cuestiones alrededor del amor en parte porque su compás nos genera extrañeza?

“No hay tiempo, no hay hora, no hay reloj / no hay antes ni luego ni tal vez”, frasea el cantautor uruguayo Fernando Cabrera en “La casa de al lado”, una canción que podría ser la banda de sonido de la época.

En 2009, el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, conocido por diagnosticar con ingenio y condensar en conceptos, advirtió en su ensayo “El aroma del tiempo” que asistimos a una crisis temporal. Según el autor, no estamos ante una aceleración del tiempo sino ante la atomización y dispersión temporal -a la que llama disincronía- que hace que cada instante sea igual al otro y que no exista ni un ritmo ni un rumbo que dé sentido y significación a la vida. Propuso un camino que aún parece virgen: “La crisis temporal solo se superará en el momento en que la vita activa, en plena crisis, acoja de nuevo la vita contemplativa en su seno”.

Doce años y una pandemia después, el escritor italiano Alessandro Baricco escribió “Lo que estábamos buscando” (Anagrama, 2021), un ensayo breve de hipótesis arriesgada: la pandemia era algo que estábamos buscando, la necesitábamos para construir un nuevo mito explicativo sobre la espasmódica necesidad que tenemos de detenernos. Sin negar los millones de muertos y las consecuencias económicas devastadoras, Baricco sostiene que la pandemia fue “un grito de cansancio y de rebelión” y la recuperación “es un retornar extraño y desenfrenado, dictado por la necesidad de reactivar la economía, pero con una grieta que hiere el sentido de las cosas, una grieta indeleble”. “Algún día nos detendremos”, promete.

La psicoanalista chilena Constanza Michelson -autora de “Capitalismo del yo”, el libro recientemente editado en el país en el que hace debatir al psicoanálisis con asuntos como el amor, los feminismos, el duelo y la política- retoma desde Santiago durante una charla con Télam la primera etapa de la pandemia para explicar el estado de situación. “El primer año hubo un síntoma que fue bastante generalizado: el insomnio y a la vez la presencia de un soñar de intensidad inaudita. Tanto el no poder dormir, como la presión por soñar, es decir, por elaborar simbólicamente una noche demasiado oscura, hablan de que algo cayó de manera masiva. Nos asustamos en serio. Apareció la muerte demasiado cerca, y un enemigo intratable, un virus ni siquiera es considerado un ser vivo.

Ese tipo de experiencia es la que potencialmente mueve la aguja”, sostiene y advierte que acomodarnos al lenguaje de las cifras de contagios y de fallecidos tuvo un efecto, no fue gratuito. “Como escribió Canetti, el problema de hablar en cifras es que entonces comenzamos a redondear la muerte, luego ya no se siente que en realidad `un muerto más un muerto, no son dos muertos´.

Los lenguajes contemporáneos desensibilizan. Y todo el asunto virtual, que en principio sirvió para seguir conectados, aceleró aún más el tiempo y además, nos permitió estar aún más ausentes de las cosas”, explica.

La psicoanalista indaga en algunas de las prácticas que se popularizaron en los últimos meses, como asistir a una clase con la cámara apagada. “Podemos estar sin estar. O si es grabada, consumirla, como se consume cualquier cosa, en el momento en que queramos. Se profundiza nuestra forma de estar en el mundo como turistas o clientes, que no solo ´siempre tienen la razón sino que, además, son incapaces de responsabilizarse por nada”, considera Michelson.

De este lado de la Cordillera, el psicoanalista y doctor en filosofía Luciano Lutereau aclara que la pandemia no fue una detención de productividad, porque “el mundo mismo de la productividad es el que causó la pandemia”. “El primer resultado de las restricciones que impuso el virus fue la virtualización de la vida y la explotación emocional de muchas personas que no estaban preparadas para el trabajo en línea, ampliando aún más la brecha entre los que podían alienarse más para seguir el ritmo y los marginados”, recupera y cree que si bien hoy están dadas las condiciones para revisar nuestra idea de trabajo, para democratizarlo y generar mayor accesibilidad, “nuestra sociedad necesita la explotación”. “Es cada vez más claro que, por ejemplo, el empleo presencial no es necesariamente productivo pero se lo necesita para expropiar al trabajador de su tiempo”, sostiene e invita a repensar qué implica la presencialidad si se la entiende como dogma.

¿Cuál es el impacto de esa aceleración en el individuo y en la forma en que nos relacionamos? “Como escribió Sloterdijk: los ansiosos y abreviadores han sido el mayor grupo de presión psicopolítico en la historia. Cosas como esperar nos tensionan, nos obligan a dar algo de subjetividad, es decir, dar lo que no se tiene, precisamente la fórmula del amor. Y ese dar incomoda, es riesgoso también; el ser humano moderno se las ha arreglado para acortar las distancias entre el deseo y su satisfacción”, sostiene Michelson.

La secularización del mundo hizo lo suyo con el fin del "más allá", y la potencia técnica de la modernidad ha hecho posible cumplir el anhelo de acortar las distancias y la espera. “Hay tantas cosas que ya no se esperan. Por ejemplo, leer las noticias no significa esperar a la mañana, o esperar que alguien llegue a su casa para poder llamarlo, comer ciertas frutas que antes solo se daban en una temporada.

Los ritmos de casi todo se van interviniendo para acelerarlos. Ya no hay para que `dar lo no que no se tiene´, lo que, por supuesto tiene implicancias en el amor, no solo hacia las personas, también hacia nuestras cosas y actividades”, sostiene la psicoanalista y advierte que la instantaneidad resta mirada: “La mirada de la hiperactividad es desatenta, ansiosa, que consume, pero no desea; porque el deseo requiere de una distancia, de un más allá. Las cosas hoy están demasiado 'acá', en una cercanía medio asfixiante”.

La ansiedad ya no es un trastorno, sino una forma de estar en el mundo. “Que trampa la que nos pegamos: hicimos la luz y perdimos la noche, la inmediatez de la satisfacción es una zancadilla al disfrute. Y al aire. No es menor que los ataques de angustia sean el síntoma de la época”, indica Michelson.

“Y sin embargo el amor”, el libro de la psicoanalista Alexandra Kohan que va por la cuarta edición y que articuló varios de los debates del último tiempo al reformular la discusión del feminismo, la política y los vínculos, abrió camino para repensar el desencuentro de estas dos temporalidades. La autora sostiene que cuando el amor irrumpe, lo hace fuera de tiempo y lugar: “Nunca es el lugar ni el momento justo. La irrupción de Eros es, ella misma, la cifra del destiempo y del desquicio, de la contingencia, del acontecimiento, de la descolocación y de la sorpresa”.

Una amplia gama de artículos, podcast y libros buscan, con consejos y rutinas que van del running a la pintura de mandalas, aplacar la incomodidad que genera el desfasaje temporal entre lo que propone la rutina y el pulso interior. Lutereau va más allá y plantea la paradoja de una época que produce saberes sobre los vínculos y que teoriza mucho la pareja, pero en la que cuesta cada vez más vivir una historia de amor: “Hoy las historias de amor se volvieron insoportables. Rápidamente se las diagnostica o se dice que no son amor, o se las clasifica y se plantea como deberían haber sido las cosas. Una historia de amor es algo que está fuera del tiempo. Muchas veces, además, son tristes”, sostiene.

La misma letra de Cabrera que empieza con “No hay tiempo, no hay hora, no hay reloj”, habilita, en los últimos versos, una lectura para profundizar el debate: “Por eso te pido una vez más, tomatelo con tranquilidad / puede ser ayer nunca o después, pero tu amor dame alguna vez”.

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