Michel Feher
Alerta naranja sobre la Europa azul-marrón
(Por Michel Feher) Determinado a hacer que el mundo entero pague por las heridas narcisistas de su electorado, Donald Trump amenaza con una guerra comercial en todos los frentes. Si tal posibilidad preocupa tanto a los dirigentes europeos, es sobre todo porque entra en contradicción con su proyecto de transformar el viejo continente en un asilo de ancianos fortificado para ahorradores autóctonos.
Ecce Europa
La Europa azul-marrón está en marcha, unida incluso en la puesta en escena de las tensiones entre sus dirigentes. Estos prestan gran atención a sus desacuerdos sobre sus asuntos preferidos: mientras unos abogan al mismo tiempo por un reparto de la inhospitalidad y por el mantenimiento de las prerrogativas de la Unión Europea en materia de techo de déficit, otros solo contemplan conceder su adhesión a las limitaciones presupuestarias impuestas por Bruselas si es a cambio de una plena autonomía en la gestión de las devoluciones y deportaciones. Ahora bien, detrás de esta controversia protocolaria, los partidarios del multilateralismo y los paladines de las naciones soberanas sí se ponen de acuerdo sobre el fondo, por encima de los reproches que disfrutan intercambiando y que les consolidan sobre sus electorados respectivos.
Del lado azul, aunque Angela Merkel no tiene ya ánimos para defender su sueño alemán de acogedora austeridad, Emmanuel Macron no duda en abogar por una sociedad abierta ni en censurar a dirigentes que han olvidado las consecuencias funestas que antaño produjeron los egoísmos nacionales. Ahora bien, pese a su vacuidad, tal retórica basta para reconfortar a los ahorradores entusiastas de humanismo que les han dado su voto, puesto que, en su opinión, un jefe de Estado que fustiga la lepra nacionalista no puede ser susceptible de propagarla en su beneficio. También le autorizan gustosos a llamar firmeza republicana a los abusos cometidos por las fuerzas del orden francesas –de Calais a Ventimiglia– y a hablar de ayuda al desarrollo para describir la externalización de los campos de detención de los exiliados en territorios sin ley.
Del lado marrón, la ofuscación fingida no resulta menos eficaz. El ministro del Interior italiano saca partido de las acusaciones de arrogancia e hipocresía que lanza contra el directorio franco-alemán de Europa con el fin de reforzar su postura como representante de los pueblos menospreciados por las élites globalizadas. A falta de ser más consistente que la oposición sobre la apertura al mundo y el repliegue sobre sí mismo, la polaridad abajo-arriba –los agravios hacia los más humildes ligados a la soberanía de su nación, frente a los poderosos que sacan provecho de las fronteras que se desdibujan– le permite hacer que la xenofobia pase por una forma de insurrección plebeya.
Como su pantomima les asegura apoyo por parte de sus respectivas bases, azules y marrones apuestan también por transacciones que acaban consintiendo para realzar su imagen de gobiernos responsables. Así pues, elevando el apaciguamiento de las fobias agitadas por los marrones al nivel de objetivo prioritario –incluso criminalizando el trabajo de organizaciones humanitarias, formando verdugos libios y comprando la asistencia de regímenes asesinos de Ankara o Jartum–, los azules buscan significar que estar a la escucha de los mercados financieros no impide escuchar las necesidades de la población. En cuanto a los defensores de los perdedores de la globalización, su denuncia de la aplicación de las medidas más gravosas de sus programas económicos busca demostrar que vincularse a una Europa blanca, cristiana y cada vez más arrugada no excluye la preocupación por gestionar rigurosamente las cuentas públicas.
En definitiva, ya sea sacando pecho o haciendo gala de pragmatismo, los detractores del populismo y los críticos del elitismo colaboran sin descanso en la legitimación de su acercamiento. Un régimen fundado sobre la valoración conjunta del capital financiero y del capital autóctono no cuenta todavía con la adhesión de todos los europeos. Debido a diversas razones, buena parte de sus potenciales opositores se resisten a considerarlo como una hidra de dos cabezas.
¿Y la izquierda?
Algunos, si bien alardean de no transigir jamás en relación con las libertades fundamentales, siguen confiando su protección a los defensores autoproclamados del ideal europeo: en lugar de impedir el estallido del odio xenófobo, agradecen a los electos de filtro azul su expresión y, de este modo facilitan la aclimatación de las almas sensibles a la nueva situación. Otros, indignados sobre todo por el aumento de las desigualdades, siguen convencidos de que los electores de los partidos marrones son buenas personas cuya sana ira debe ser redirigida hacia los creadores de liquidez y sus aliados políticos. También se cuidan de elevar demasiado la voz contra las persecuciones de migrantes –por miedo a ofender a los patriotas de abajo que las ven con regocijo–, y reservan sus diatribas más bien a la libre circulación de mercancías y capitales.
Apremiada por las distinciones ficticias –firmeza y cerrazón– y por las confusiones perjudiciales –entre rebeldía y rencor–, la consolidación de la Europa azul-castaña se topa únicamente con una resistencia tan admirable como ética. Más allá de una pequeña minoría de ediles y militantes, el acuerdo tácito entre los ángeles guardianes de los “primeros de cordada” y los emprendedores del resentimiento identitario se asienta sin crear demasiado revuelo. Peor aún, las crueldades propiamente sin sentido que desencadena suscitan una tolerancia revestida de gratitud hacia los que debieran ser proveedores de asistencia y la deniegan: particularmente valorados en este registro son los liberales, antes sensibles a la suerte de los ‘sin papeles’ pero que hoy en día argumentan que solo una represión intransigente de la “inmigración ilegal” preservará a Europa de los nacionalismos; así como los populistas que provienen de la izquierda y que apoyan sin reírse que el combate contra la extrema derecha pasa por evitar la confrontación con sus temas predilectos.
Una natalidad en declive, una hostilidad creciente hacia los extranjeros y una deflación crónica: la combinación de estos rasgos distintivos convertirá pronto a Europa en un asilo de ancianos fortificado donde, según sus recursos, los residentes achacosos podrán consagrar el tiempo que les queda a gestionar sus carteras o a exaltar sus raíces. ¿Sigue siendo posible contemplar otra salida? Para que fuera posible, sería sin duda necesario que renaciese una izquierda tan reacia tanto a la apología del mundo abierto a los intercambios como al elogio de la virtud de las personas de abajo –la primera porque se limita a condenar el proteccionismo económico, el segundo porque confunde posición social y orientación política. Altamente improbable hoy en día, tal eventualidad podría beneficiarse de la guerra comercial que Donald Trump promete librar contra el mundo entero –y contra la Unión Europea en particular.
Que sea la figura de proa naranja de la América blanca de la que acabe dependiendo evitar un destino azul-marrón de los europeos resulta bastante sorprendente. Personificación de la imprudencia plutocrática y vector del racismo vengativo que inerva las sociedades desarrolladas, Donald Trump ha servido hasta ahora a los intereses de los dos tipos de formación que dirigen Europa: gracias a él, los defensores del librecambio y del rigor presupuestario parecen civilizados, mientras los pequeños granujas neofascistas se sienten empujados por el viento de la historia. Falta que al ejecutar su amenaza de gravar la importación de vehículos alemanes, el presidente americano pudiera llegar a socavar los fundamentos económicos del compromiso entre las derechas y las extremas derechas europeas.
Etapas y circunstancias de un acercamiento
Para apreciar la potencial incidencia del proteccionismo de Washington sobre la suerte del viejo continente, conviene fijarse en las premisas de la “brutalización”, de las que Europa es presa de nuevo [1]. A ese respecto, un primer impulso se llevó a cabo con la firma del Acto Único europeo de 1986, texto que impuso las prioridades neoliberales al conjunto de miembros de la Unión: la búsqueda del pleno empleo se encuentra desde entonces subordinada al mantenimiento de la estabilidad de los precios, mientras que el crecimiento económico depende de la estimulación de la oferta y no tanto de un apoyo a la demanda. Sin embargo, fue la caída del muro de Berlín la que aseguró el apogeo de un modelo de desarrollo inaudito. A través de la deslocalización de sus cadenas de montaje en los antiguos satélites de la URSS –ya sea en países donde la mano de obra está bien formada y poco retribuida–, las industrias del norte, ya sin rivales en el ámbito de la calidad, consiguieron además reducir sus precios de forma considerable.
El euro del norte
El tejido industrial de Europa del sur resistió mientras la devaluación de las divisas seguía siendo una opción, pero desde el principio de los 2000 la creación de la zona euro lo descompuso rápidamente. Un nuevo orden económico se puso entonces en marcha, fundado paralelamente sobre las exportaciones de las potencias septentrionales, el endeudamiento de sus adversarios meridionales y la explotación de los trabajadores de Europa central y oriental. En lugar de invertir en el conjunto del territorio europeo, los países del norte se decantaron por subvencionar la adquisición de sus productos –fabricados en gran medida en su hinterland post-soviético–prestando sumas considerables a las naciones mediterráneas en vías de desindustrialización.
Algo enmascaradas por el acceso del crédito del Sur –tanto para gobernados como para gobernantes– y también por la moderación salarial que los Estados del norte infligen a sus ciudadanos –por miedo a que la inflación perjudique la competitividad de sus industrias exportadoras–, las disparidades sociales y regionales acrecentadas por préstamos y subcontrataciones que forman la trama económica de la Unión Europea se ponen al descubierto tras el crack de 2008. Si el ansia de los Estados por intervenir –para salvar al sector bancario de la bancarrota– hace pensar en un primer momento en un resurgimiento del keynesianismo, los dirigentes europeos no tardarán, bajo los auspicios de Alemania, en adoptar el camino opuesto transfiriendo el coste del rescate de las instituciones financieras hacia sus propios conciudadanos.
Austeridad y fuga de cerebros
Desde el invierno de 2010, a través de la contracción de los presupuestos sociales y la reducción de los costes de trabajo, los poderes públicos se esfuerzan por restaurar la confianza de los mercados de renta fija en su propia deuda. Ya golpeados de lleno por la Gran Recesión de 2009, los países de Europa meridional serán propiamente devastados por las medidas destinadas a restaurar su atractivo a ojos de los inversores.
Su empobrecimiento ha impedido sin duda a los europeos del sur cumplir con la función de importadores de productos del norte que les había sido asignada hasta el momento. Por ello, el gobierno de Berlín y sus secuaces dentro de las instituciones europeas no dudaron en sacrificar el poder de compra de sus antiguos clientes. Antes incluso del inicio de la crisis financiera, los exportadores alemanes ya se habían desplegado hacia China y los Estados Unidos. Liberados de su dependencia respecto del mercado interior de la UE, se beneficiaron además del desempleo creado por las políticas de austeridad: estas les permitieron contratar los servicios de jóvenes licenciados españoles, italianos, griegos y portugueses abocados al exilio por falta de perspectivas en sus lugares de origen.
Los programas de consolidación presupuestaria impuestos por los dirigentes del norte –gracias al apoyo de sus colegas del este y a la diligencia de los “gobiernos de expertos” del sur– no olvidaron diseminar el odio y el despecho entre las poblaciones afectadas. Preocupados por orientar los reproches hacia objetivos menos inconvenientes que los proveedores de fondos cuyos deseos satisfacen, los electos europeos se esfuerzan entonces por promover los temas favoritos de la extrema derecha –el coste pretendidamente exorbitante de la inmigración y el odio del que han sido objeto aquellas personas ordinarias que se han quejado–, sin olvidar amonestar a los partidos populistas por propugnar soluciones excesivas para el “malestar identitario” del que se hacen eco.
Elevada ya la voz del peligro migratorio antes de la crisis financiera de 2008 –aunque ninguna cifra le daba soporte– se eleva aún más la apuesta hasta convertirla en preocupación primordial cuando los occidentales permiten a los tutores rusos e iraníes de Bashar al-Asad aplastar la revolución siria y dejan a Libia en el caos por motivos inconfesable. El flujo de víctimas de la represión o de la perversión de las “primaveras árabes” –flujo que es de hecho moderado en Europa en comparación con el número de refugiados acogidos por los países limítrofes– se ve no solo asociado al riesgo terrorista, sino también exagerado artificialmente, gracias al efecto lupa del confinamiento de los exiliados en campos donde se les obliga a amontonarse para solicitar asilo.
Dando crédito a las fobias azuzadas por las formaciones nacionalistas, los dirigentes europeos no han dejado de perseguir un objetivo doble: se trataba de debilitar la oposición a sus recetas económicas, incitando a los electores de indignación nostálgica a dejarse seducir por auténticos reaccionarios, y al mismo tiempo de convencer a los ciudadanos indignados por un resurgir de una derecha abiertamente racista para actuar de barrera, otorgando sus votos a los defensores del statu quo.
El uso de la extrema derecha tanto como vía de salida a las frustraciones suscitadas por el sometimiento de los elegidos a sus acreedores, como a modo de repelente en cada cita electoral, fue eficaz hasta el invierno de 2015. Desde entonces, hay que hacer frente a dos desafíos imprevistos: por un lado la victoria en Grecia de una izquierda hostil a los dictados de Berlín –cuando el miedo a los fascistas de Amanecer Dorado debía asegurar el mantenimiento del poder a la coalición de derechas– y, por otro, la decisión de Angela Merkel de abrir las fronteras de Alemania a los refugiados sirios –cuando un año más tarde el abandono de la operación italiana Mare Nostrum, consagrada al rescate de los barcos de migrantes a la deriva, señalaba que en Europa “humanitario” ya solo rimaba con “efecto llamada”.
Socialdemocracia y papelera
En cada ocasión, el régimen europeo de austeridad inhospitalaria sale vencedor de la prueba: a pesar del apoyo de una amplia mayoría de los griegos para que resistiera, el gobierno de Atenas acabó por ceder a las presiones de sus acreedores –la troika formada por la CE, el BCE y el FMI–, mientras que el recelo combinado de sus socios europeos y de su propio partido obligará a la canciller alemana a hacer el duelo de su proyecto de ordoliberalismo con rostro humano –proyecto podrido por sus propias convicciones, pero también por el deseo de mejorar la imagen de Alemania tras la crisis griega y por el reconocimiento de los beneficios económicos que aporta una apertura de las fronteras de Europa.
Tanto para comprender la rendición de Alexis Tsipras como para rendir cuentas del fracaso de Angela Merkel, es importante destacar el rol determinante de las formaciones socialdemócratas europeas: tan poco dispuestas a enfrentarse a Alemania, en el primer caso, como a demostrar la solidaridad en el segundo, aprovecharon bien el verano de 2015 para darse un último y desgraciado chapuzón en las papeleras de la historia.
Intransigentes en su voluntad de ahogar los últimos impulsos de generosidad que han atravesado el continente, los dirigentes europeos, al contrario, se han mostrado complacientes frente a las erupciones pestilentes, cuyas manifestaciones más estridentes han sido la campaña de los partidarios del Brexit y de Donald Trump. Si el trampantojo que ha constituido la victoria de Emmanuel Macron sobre Marine Le Pen pudo momentáneamente crear ilusiones, a partir de 2017 la estrategia consistente en integrar los discursos y prácticas de la extrema derecha y, al mismo tiempo, usar a sus representantes a modo de espantapájaros, ha dado lugar a un proceso de alianzas más o menos formalizado.
A la participación o apoyo de los partidos marrones a los Gobiernos italiano, austriaco, finlandés, belga, búlgaro, eslovaco y danés, se ha sumado la aprobación de Angela Merkel a la derecha bávara en su creación de un “eje” (sic) entre Berlín, Roma y Viena destinado a luchar contra la inmigración ilegal y las concesiones sin fin de las instituciones comunitarias hacia los grotescos impulsores del “Grupo Visegrad”. Puede también destacarse el dispositivo inspirado en el Retrato de Dorian Gray, en Francia, donde la verdad política del yerno ideal del Eliseo se inscribe en una máscara haciendo una mueca, que sirve de rostro a su ministro del Interior.
De un suicidio a otro
El color azul-marrón de la Europa actual debería facilitar su entendimiento con los Estados Unidos de Donald Trump. Pese a su desacuerdo respecto a la cuestión de la desregulación climática –que la administración republicana niega mientras la Comisión de Bruselas se jacta de llevar a cabo un combate compatible con el mantenimiento del valor accionarial de las empresas contaminantes–, los aires de convergencia abundan: en el ámbito del dumping fiscal –donde Irlanda, Luxemburgo o los Países Bajos tienen los mandos–; de la desregulación financiera –donde, en respuesta al desmantelamiento del dispositivo Dodd-Frank, los bancos europeos han obtenido el derecho de calcular a su antojo la exposición al riesgo de sus activos–, y por último en el de la fobia migratoria, los dirigentes de la UE no tienen en efecto nada que envidiar a sus homólogos de Washington. Por otra parte, pese a la determinación común de dejar circular el capital y cerrar el paso a los seres humanos, el jefe del Ejecutivo americano no puede evitar buscar pelea con sus colegas europeos.
Su agresividad revela cierta estética de aislamiento restaurador: incluso si las reticencias de una parte de sus consejeros le conducen a tergiversar –como evidencian sus declaraciones conciliadoras durante su encuentro con Jean-Claude Juncker el pasado 25 de julio–, Donald Trump arde en deseos de sumar las barreras arancelarias a los muros de hormigón. En las antípodas de la ideología neoconservadora de tiempos de George W. Bush, la doctrina que puede atribuírsele no consiste de ninguna manera en emplear la potencia de fuego de los Estados Unidos para irradiar sus valores y emblemas de su “modo de vida”: la grandeza que se atribuye le conduce a movilizar a la policía aduanera y fronteriza para prometer a sus propios seguidores el renacimiento de un país desprovisto de vehículos alemanes, de microprocesadores chinos, de trabajadores mexicanos o refugiados musulmanes.
Fue decisiva en la campaña de 2016 la invocación de un proteccionismo regenerador, ciertamente artificial –sobre todo porque excluye los flujos financieros– y políticamente arriesgada –dado que las medidas de retorsión impuestas por los países apuntados afectarán principalmente a los electores de Donald Trump. Sin embargo, este último es poco susceptible de cesar en su empeño, dado que la agitación creada por sus aplazamientos es el principal carburante de su administración.
La América blanca que vibra con los tuits de su presidente ya no sueña con conquistas y pasa de cuentos en torno al “destino manifiesto” del país de bandera estrellada y de la Estatua de la libertad [2]. Colocada de opioides y colesterol malo, sabe que los días de su hegemonía están contados, tanto en el interior de sus fronteras como en el exterior. Solo cuenta ya con su poder para hacer daño –a minorías que pronto dejarán de serlo, a extranjeros sin los cuales no podría sobrevivir, a las normas que rigen la diplomacia y el comercio internacional e incluso a sus socios más próximos.
De forma más profunda, aquello que anima a los electores de Donald Trump es una impaciencia inconfesable, una aspiración a desaparecer arrastrando con ellos un mundo que ya no son capaces de dominar. Este vértigo suicida recuerda a los fascismos de antaño, mientras que el carácter grotesco de su aguijón naranja hace pensar en el delirio de Jack D. Ripper en ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú, de Stanley Kubrick. Convencido de que un envenenamiento del agua americana por parte de la Unión Soviética era el responsable de su disforia post-coital, el general interpretado por Sterling Hayden se decide a desencadenar un apocalipsis nuclear para acabar definitivamente con su sensación de agotamiento.
Y Putin
Por su parte, el inquilino de la Casa Blanca evita imputar la mínima maldad a su padrino ruso. De manera más general, tanto su ineptitud para la concentración como su atracción irresistible hacia todos aquellos potentados cuya existencia descubre, invitan a no situarlo entre los belicistas. Más bien, pretende saciar la sed de aniquilación que tienen sus partidarios a través de una acumulación errática de aranceles y subvenciones, de una crisis financiera precipitada por desregulaciones y bajadas de impuestos y, sobre todo de un saqueo acelerado del planeta.
Motor de la administración Trump, esa pulsión de muerte guía de igual forma la política de la Europa azul-marrón. Más aún cuando tiene más edad y la población blanca que se reconoce en las orientaciones de sus dirigentes es proporcionalmente más numerosa que en los Estados Unidos, y sueña con otro tipo de crepúsculo: más que propagar un sentimiento de impotencia que la corroe devastando la tierra entera, esta sueña con vivir en un asilo protegido por alambradas donde los suyos puedan marchitarse juntos, con ojos llenos de arrugas y resguardados de miradas indiscretas.
Si a ambos lados del Atlántico los imaginarios conducidos por los equipos en el poder resultan igualmente morbosos, los refractarios de Europa solo pueden fundar alguna esperanza sobre aquello que los distingue. Cuando desembocan en medidas proteccionistas consecuentes, las recriminaciones cotidianas contra los especuladores extranjeros a través de las que Donald Trump gratifica a su electorado pueden modificar profundamente las prioridades de los gobiernos europeos.
Así pues, podemos conjeturar que, para movilizar las tropas de cara a las elecciones de mitad de mandato, el presidente norteamericano acabará por ejecutar la amenaza que agita desde hace meses, imponiendo aranceles a la importación de vehículos alemanes en el territorio de los Estados Unidos. De inmediato, Angela Merkel, que mantiene relaciones execrables con Donald Trump, meterá prisa a su fiel Jean-Claude Juncker para que defienda su causa y, sobre todo, para que convenza al sátrapa de Washington de que reserve su odio proteccionista para China. No se excluye que el presidente de la Comisión consiga sus objetivos; puede también imaginarse que, en lugar de convencer a su interlocutor, solo consiga irritar a Pekín hasta el punto de llevar a Xi Jinping a cerrar todavía más su mercado nacional a las mercancías europeas.
Desprovistos de repente de los mercados que les permitían pasar de los consumidores del sur de Europa, Berlín y sus aliados se arriesgan a tener que renunciar a su primacía en la consolidación presupuestaria que no han cesado de imponer a sus socios de la UE. Obligados a reconstituir un mercado europeo vigoroso para colocar sus productos, los países exportadores de Europa septentrional deberán no solo rescatar sus propias políticas de moderación salarial –con el fin de estimular su demanda interna–, sino también invertir masivamente en sus vecinos meridionales –dado que estos se encuentran lejos de haberse convertido en prestatarios suficientemente solventes para plantearse una vuelta al dispositivo de endeudamiento de principios de los años 2000.
A partir del momento en que una actividad económica digna de tal nombre sea lanzada en los países mediterráneos –es decir, en la región de Europa más propicia al desarrollo de la energía solar y de forma más general a las tecnologías necesarias para la transición energética–, numerosos ciudadanos empujados hacia el norte por la Gran Recesión y las políticas de austeridad que la siguieron, estarán inclinados a volver a sus hogares. Por último, dado que la partida de los europeos del sur evidenciará los problemas demográficos de sus antiguos anfitriones, estos tendrán pronto dificultades para defender el fundamento de su hostilidad hacia la inmigración extraeuropea.
Magnificada por el juego de las anticipaciones y el nerviosismo legendario de los inversores, una ligera alza del precio de los Volkswagen y los Mercedes en el mercado americano bastaría pues para invertir el curso de la política europea. Además, una vez introducida la nueva dinámica, ciertos liberales se acordarán de repente de que el respeto de los derechos humanos forma parte de su doctrina, mientras que a la izquierda, la estela de los aprendices de alquimistas anunciando la transmutación inminente del marrón en rojo no tardará en producirse.
¿Son factibles tales giros? Dado que el compromiso histórico entre los gestores de carteras libres de impuestos y los difusores de agresividad xenófoba parece cada día más sólido, y dado que esto no alarma sino a una porción muy reducida de ciudadanos europeos, esperar que la salvación venga por la guerra comercial que Donald Trump promete ofrecer a sus bases, supone hacer gala de un optimismo inconsiderado. Hoy en día, de todas formas, el crepitar del nihilismo del otro lado del Atlántico –por retomar el juicioso diagnóstico de Wendy Brown [3]– constituye el único antídoto frente a la pesadilla azul-marrón que se expande en Europa.
Este artículo se publicó originalmente en francés en Aoc.media
Traducción de Andrea Sancho Torrico
(*) Fuente: CXT Público
Ilustración: Luis Grañena
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