Boaventura de Sousa Santos
¿Desglobalización?
(Por Boaventura de Sousa Santos) En círculos académicos y en artículos de opinión publicados en los grandes medios de comunicación se ha mencionado con frecuencia que estamos entrando en un periodo de reversión de los procesos de globalización que han dominado la economía, la política, la cultura y las relaciones internacionales en los pasados 50 años. Se entiende por globalización la intensificación de las interacciones trasnacionales más allá de lo que siempre fueron las relaciones entre estados nacionales, las relaciones internacionales o las relaciones en el interior de los imperios, tanto antiguos como modernos. Son interacciones que no están, en general, protagonizadas por los Estados, sino por agentes económicos y sociales en los ámbitos más diversos. Cuando están protagonizadas por los Estados, pretenden cercenar la soberanía del Estado en la regulación social, sean los tratados de libre comercio, la integración regional, de la que la Unión Europea es un buen ejemplo, o la creación de agencias financieras multilaterales, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
Escribiendo hace más de 20 años, dediqué al tema muchas páginas y llamé la atención sobre la complejidad e incluso el carácter contradictorio de la realidad que se aglomeraba bajo el término globalización. En primer lugar, mucho de lo que se consideraba global había sido originalmente local o nacional, desde la hamburguesa tipo McDonald’s, que había nacido en una pequeña localidad del oeste de Estados Unidos, al estrellato cinematográfico, activamente producido al principio por Hollywood para rivalizar con las concepciones del cine francés e italiano que antes dominaban, o incluso la democracia como régimen político globalmente legítimo, ya que el tipo de democracia globalizada fue la democracia liberal de matriz europea y estadunidense en su versión neoliberal, más la segunda que la primera.
En segundo lugar, la globalización, al contrario de lo que el nombre sugería, no eliminaba las desigualdades sociales y las jerarquías entre los diferentes países o regiones del mundo. Más bien, tendía a fortalecerlas.
En tercer lugar, la globalización producía víctimas (normalmente ausentes en los discursos de los promotores de la globalización) que tendrían ahora menor protección del Estado, ya fueran trabajadores industriales, campesinos, culturas nacionales o locales, etcétera.
En cuarto lugar, a causa de la dinámica de la globalización, las víctimas quedaban más sujetas a sus localidades y en la mayoría de casos sólo salían de ellas forzadas (refugiados, desplazados internos y transfronterizos) o falsamente por voluntad propia (emigrantes). Llamé a estos procesos contradictorios globalismos localizados y localismos globalizados.
En quinto lugar, la resistencia de las víctimas se beneficiaba a veces de las nuevas condiciones tecnológicas ofrecidas por la globalización hegemónica (transportes más baratos, facilidades de circulación, Internet, repertorios de narrativas potencialmente emancipadoras, por ejemplo, los derechos humanos) y se organizaba en movimientos y en organizaciones sociales trasnacionales. Llamé a estos procesos globalización contrahegemónica y en ella distinguí el cosmopolitismo subalterno y el patrimonio común de la humanidad o ius humanitatis. La manifestación más visible de este tipo de globalización fue el Foro Social Mundial, que se reunió por primera vez en 2001 en Porto Alegre, Brasil, y del que fui un participante muy activo desde el inicio.
¿Qué hay de nuevo y por qué se diagnostica como desglobalización? Las manifestaciones referidas son dinámicas nacionales y subnacionales. En cuanto a las primeras, se subraya el Brexit, por el que el Reino Unido (¿?) decidió abandonar la Unión Europea (UE), y las políticas proteccionistas del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, así como su defensa del principio de soberanía, oponiéndose a los tratados internacionales (sobre el libre comercio o el cambio climático), mandando erigir muros para proteger fronteras, involucrándose en guerras comerciales, entre otras, con Canadá, China y México.
En lo que se refiere a las dinámicas subnacionales, estamos ante el cuestionamiento de las fronteras nacionales que resultaron en tiempos y circunstancias históricas muy distintas: las guerras europeas, desde la Guerra de los Treinta Años y el consecuente Tratado de Westfalia (1648) hasta las del siglo XX que, debido al colonialismo, se transformaron en mundiales (1914-1918 y 1939-1945); el primer (¿quizá segundo?) reparto de África en la Conferencia de Berlín (1884-1885); las guerras de fronteras en los nuevos estados independientes de América Latina a partir de principios del siglo XIX. Se asiste a la emergencia o reactivación de la afirmación de identidades nacionales o religiosas en lucha por la secesión o el autogobierno en el interior de estados, de hecho, plurinacionales. Entre muchos ejemplos: las luchas de Cachemira, de Irlanda del Norte, de varias nacionalidades en el interior del Estado español, de Senegal, de Nigeria, de Somalia, de Eritrea, Etiopía y de los movimientos los indígenas de América Latina. Está también el caso trágico del Estado ocupado de Palestina. Algunos de estos procesos parecen (¿provisionalmente?) terminados, por ejemplo, la fragmentación de los Balcanes o la división de Sudán. Otros se mantienen latentes o fuera del radar de los medios de comunicación (Quebec, Escocia, Cachemira) y otros han explotado de forma dramática en las semanas recientes, sobre todo los referéndums en Cataluña, el Kurdistán iraquí y Camerún.
En mi criterio, estos fenómenos, lejos de configurar procesos de desglobalización, constituyen manifestaciones, como siempre contradictorias, de una nueva fase de la globalización más dramática, excluyente y peligrosa para la convivencia democrática, si es que no implican su fin. Algunos de ellos, contrariamente a las apariencias, son afirmaciones de la lógica hegemónica de la nueva fase, mientras otros constituyen una intensificación de la resistencia a esa lógica. Antes de referirme a unos y otros, es importante contextualizarlos a la luz de las características subyacentes a la nueva fase de globalización. Si analizamos los datos de la globalización de la economía, concluiremos que la liberalización y la privatización de la economía continúan intensificándose con la orgía de tratados de libre comercio en curso. La Unión Europea acaba de acordar con Canadá un vasto tratado de libre comercio, el cual, entre otros temas, expondrá la alimentación de los europeos a productos tóxicos prohibidos en Europa, pero permitidos en Canadá, un tratado cuyo principal objetivo es presionar a Estados Unidos para que forme parte. Fue ya aprobada la Alianza Transpacífica, liderada por Estados Unidos, para enfrentar a su principal rival: China. Y toda una nueva generación de tratados de libre comercio está en curso, negociados fuera de la Organización Mundial del Comercio, sobre la liberalización y la privatización de servicios que en muchos países hoy son públicos, como la salud y la educación. Si analizamos el sistema financiero, verificaremos que estamos ante el sector más globalizado del capital y más inmune a las regulaciones nacionales.
Los datos que son de conocimiento público resultan alarmantes: 28 empresas del sector financiero controlan 50 trillones de dólares, esto es, tres cuartas partes de la riqueza del mundo contabilizada (el PIB mundial es de 80 trillones y además habrá otros 20 trillones en paraísos fiscales). La gran mayoría de esas instituciones está registrada en América del Norte y en Europa. Su poder tiene también otra fuente: la rentabilidad de la inversión productiva (industrial) a escala mundial es, como máximo, de 2,5 por ciento, en 0tanto que la de la inversión financiera puede llegar a 7 porciento. Se trata de un sistema para el cual la soberanía de 200 potenciales reguladores nacionales es irrelevante.
Ante esto, no me parece que estemos en un momento de desglobalización. Estamos más bien delante de nuevas manifestaciones de la globalización, algunas de ellas muy peligrosas y patológicas. La apelación al principio de soberanía por parte del presidente de Estados Unidos es sólo la huella de las desigualdades entre naciones que la globalización neoliberal ha venido a acentuar. Al mismo tiempo que defiende el principio de soberanía, Trump se reserva el derecho de invadir Irán y Corea del Norte. Tras haber destruido la relativa coherencia de la economía mexicana con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y provocado la emigración, Estados Unidos manda construir un muro para frenarla y pide a los mexicanos que paguen su construcción. Ello, además de ordenar deportaciones en masa. En ninguno de estos casos es pensable una política igual, pero de sentido inverso. El principio de la soberanía dominante surgió antes en la Unión Europea con el modo como Alemania puso sus intereses soberanos (esto es, del Deutsche Bank) por encima de los intereses de los países del sur de Europa y de la UE. La soberanía dominante, combinada con la autorregulación global del capital financiero, da lugar a fenómenos tan diversos como el subfinanciamiento de los sistemas públicos de salud y educación, la precarización de las relaciones labores, la llamada crisis de los refugiados, los estados fallidos, el descontrol del calentamiento global, los nacionalismos conservadores. Las resistencias tienen señales políticas diferentes, pero a veces asumen formas semejantes, lo que está en el origen de la llamada crisis de la distinción entre izquierda y derecha. De hecho, esta crisis es el resultado de que alguna izquierda haya aceptado la ortodoxia neoliberal dominada por el capital financiero y hasta se haya autoflagelado con la idea de que la defensa de los servicios públicos era populismo. Esta es una política de derecha, particularmente cuando ésta puede atribuirla con éxito a la izquierda. Residen aquí muchos de los problemas que enfrentan los estados nacionales. Incapaces de garantizar la protección y el mínimo bienestar de los ciudadanos, responden con represión a la legítima resistencia de los habitantes.
Ocurre que la mayoría de esos estados son, de hecho, plurinacionales. Incluyen pueblos de diferentes nacionalidades etnoculturales y lingüísticas. Fueron declarados nacionales por la imposición de una nacionalidad sobre otras, a veces de modo muy violento. Las primeras víctimas de ese nacionalismo interno arrogante, que casi siempre se tradujo en colonialismo interno, fueron el pueblo andaluz después de la llamada Reconquista de Al-Ándalus, los pueblos indígenas de las Américas y los pueblos africanos después del reparto de África. Fueron también ellos los primeros en resistir. Hoy, la resistencia junta a las raíces históricas el aumento de la represión y la corrupción endémica de los estados dominados por fuerzas conservadoras al servicio del neoliberalismo global. A ello se añade el hecho de que la paranoia de la vigilancia y la seguridad interna ha contribuido, bajo pretexto de la lucha contra el terrorismo, al debilitamiento de la globalización contrahegemónica de los movimientos sociales, lo cual dificulta sus movimientos transfronterizos. Por todo esto, la globalización hegemónica se profundiza usando, entre muchas otras máscaras, la de la soberanía dominante, que académicos desprevenidos y medios de comunicación cómplices toman por desglobalización.
(*) Fuente: Cubadebate
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