Opinión

Axel Kicillof

Desmemoria y desbalance

(Por Axel Kicillof) A través de los editoriales de los diarios oficialistas, casi a plena luz del día, se dio a conocer en las últimas semanas la estrategia del gobierno para las próximas elecciones: está prohibido hablar del estado de la economía. Acaso con esa clave se comprenda mejor el aluvión de variados asuntos que copó la agenda informativa durante los últimos meses, cuando, después de las truculentas corridas cambiarias, se postuló finalmente la llegada de una (frágil e incierta) estabilidad financiera.

Se habló hasta por las orejas del frustrado superclásico, de las disquisiciones sobre la presencia de la hinchada visitante, del micro por la avenida Monroe, de la ley de barras bravas. Luego se comentaron profusamente los festejos del G20, las selfies de Macri con los presidentes, las palmaditas en la espalda, el look de Juliana y la firma de los acuerdos con China (que estaban casi listos en 2015 pero que Macri se negó a firmar porque durante años, como opositor, había sostenido que el swap eran papelitos de colores y todo lo demás un turbio negociado).

Por último, ocupó todo el espacio mediático el debate sobre la consagración de la doctrina Chocobar, la bolsonarización de Bullrich, el permiso y la incitación a matar por la espalda sin aviso y, por último, la ya clásica acusación de Lilita y su enésima amenaza de romper Cambiemos. Mientras tanto, por atrás de la escena, se pasean gigantescos elefantes.

En realidad, es fácil entender que el gobierno no quiera hablar de la economía, porque el estado en la que la dejó Macri en tan solo tres años es pura y simplemente desastroso. Este hecho debe ocultarse a toda costa, por dos motivos: porque es la consecuencia inexorable del programa económico neoliberal que desde el primer día está aplicando y porque, en su último año de gobierno, Macri, embarcado en la búsqueda del déficit cero, se propone no sólo continuar en idéntica dirección, sino incluso imprimirle mayor virulencia al ajuste. La orientación furiosamente neoliberal de su programa es el secreto mejor guardado por el gobierno.

No está de más repasar, a modo de balance, las distintas y contradictorias etapas que atravesó el discurso de Macri. En campaña, para llegar a la presidencia, prometió la revolución de la alegría, el “podemos vivir mejor”, que nadie iba a perder ningún derecho, que todo lo que funcionaba bien iba a seguir, pobreza cero, empleo de calidad, 82 por ciento móvil, que no iba a devaluar, que no iba a ajustar, que no habría tarifazos, que aboliría las retenciones y erradicaría el impuesto a las ganancias. A cada santo una vela.

La etapa de las promesas

No fueron promesas que intentó y no pudo cumplir. Mintió deliberadamente, porque lo que prometió es exactamente lo contrario al resultado que arrojan las políticas neoliberales que se proponía emplear. La campaña fue la etapa de las promesas y configura una verdadera estafa electoral diseñada con las herramientas del marketing político. El método consistió en decir cualquier cosa, lo que sea, para ganar las elecciones, mientras los medios de comunicación se dedicaban a la campaña sucia contra el gobierno anterior.

Una vez que ganó, Macri puso de inmediato manos a la obra. Devaluó en la primera semana, subió la tasa de interés, desreguló los flujos de capital, empezó con los tarifazos, habilitó una catarata importadora, puso techo a las paritarias, les pagó a los buitres para poder endeudarse, comenzó con los despidos y con el ajuste en las prestaciones del Estado. Los resultados estuvieron rápidamente a la vista, así que, en la esfera de lo discursivo, comenzó la segunda etapa, muy distinta de la primera.

La etapa de las excusas

Ahora había que camuflar las medidas de gobierno, ocultar sus consecuencias y, de ser imposible, echarle la culpa a otro, al que sea. Era la etapa de las excusas. Al principio, el pretexto favorito era la tan famosa como imprecisa pesada herencia. El complemento discursivo de estas excusas fueron otras nuevas falsas promesas, pero a futuro: “vivieron en una fiesta que ahora hay que pagar”, “el sacrificio es necesario”, “aguanten que ya pasa”. Y junto con ellas, surgieron nuevos grandes éxitos: “lluvia de inversiones”, “segundo semestre”, “brotes verdes”, “luz al final del túnel”.

Llegó entonces 2017, año de elecciones de medio término. Las primeras encuestas dieron muy mal. El panorama para el gobierno era horrible: Cristina ganaba en la Provincia de Buenos Aires. Ante esta emergencia, al marketing político le agregaron marketing económico o, más bien, anabólicos económicos. Por unos meses, y hasta las elecciones, se suspendieron los tarifazos, se aplicó la “cláusula gatillo”, es decir, se puso en pausa la compresión del salario. Se iniciaron con urgencia obras superficiales y se otorgaron nada menos que 5 millones de créditos a los que reciben jubilaciones y la AUH — créditos que todavía se están devolviendo. A los sectores medios les repartieron cerca de 200.000 créditos UVA –que hoy muchos no pueden pagar– y hasta plancharon el dólar.

La etapa del existismo

Con todas las medidas de alivio y un mercado interno menos estrangulado, la economía reaccionó con una pequeña recuperación. Se inició entonces, para las elecciones, la tercera fase discursiva: la etapa del exitismo. Se trataba de convencer a la sociedad, camino a las elecciones, de que el gobierno tenía razón, que estaba todo bajo el control del mejor equipo, que la oposición era tremendista, destituyente y mentirosa, porque lo peor ya pasó. Convirtieron a ese alivio y a ese crecimiento artificial y transitorio en los supuestos primeros meses de los próximos veinte años de crecimiento.

Pero la ilusión duró poco. Era otra estafa electoral. Terminados los comicios, el gobierno retomó con nuevo impulso el programa neoliberal que había quedado en pausa. No pudieron esperar ni un día: la noche misma del escrutinio se autorizó el aumento de las naftas, luego se terminó con el fútbol gratis y, a los pocos días, Macri citó a gobernadores, a los opositores sumisos y funcionales y a los empresarios y periodistas en el CCK para lanzar la reforma laboral, la reforma previsional y la reforma tributaria. El triunfo lo envalentonó, y todo pintaba color de rosas. Se hablaba ya de la reelección asegurada. Pero dos factores arruinaron los planes. En el plano interno, la sociedad expresó que no se iba dejar estafar de nuevo tan fácilmente. Los sindicatos marcharon contra la reforma laboral y la noche en que se votaba la baja de jubilaciones se produjo un cacerolazo en plena Capital. Mientras tanto, en los estadios de fútbol se imponía el hit del verano. En el plano externo, en el mes de febrero, el entonces ministro de Finanzas Luis Caputo se vio sorprendido con un portazo en la cara cuando fue a pedirle a Wall Street más dólares para cubrir los vencimientos del año. A esa altura, ya le habían prestado 100.000 millones de dólares y no estaban dispuestos a entregar más.

Pasaron cosas

El resto de la historia es conocida: sin esos préstamos la economía estaba en default, así que Macri anunció intempestivamente que buscaría un acuerdo o, más bien, un pulmotor, en el FMI. La tranquilidad en el frente externo no volvería nunca. En dos corridas cambiarias se dilapidaron 35.000 millones de dólares, el peso se devaluó más de un 100 por ciento y, para detener la estampida, el Banco Central debió cambiar dos veces de presidente y fijar una tasa de interés superior al 60%, la más alta del mundo. La brutal devaluación, como era de esperar, se trasladó a los precios y a las tarifas que el propio gobierno había dolarizado. El año 2018 va a terminar con una inflación superior al 45 por ciento y pérdidas récord de poder adquisitivo. La popularidad de Macri se fue a pique.

Improvisaron entonces una cuarta etapa discursiva: pasaron cosas. Se inventaron nuevas excusas: la guerra comercial a escala mundial, la tasa en Estados Unidos, los tweets de Trump, las causas judiciales. Y, como ya no alcanzaba con señalar al gobierno anterior para justificar semejante desastre, comenzaron a culpar a los últimos 70 años de historia, o al peronismo, en general y en todas sus formas. Esta vez, mientras realizaba el ajuste, el gobierno decidió no prometer ninguna mejoría. Estamos en el escenario que se describió al principio: que de la economía ni se hable. En lugar de eso, escándalos varios, inseguridad, causas judiciales. La última fase discursiva que hoy transitamos es la de la distracción y la desmemoria. Se sumará, seguramente, una sofisticada campaña sucia contra la oposición.

Sin embargo, se están cumpliendo el lunes 10 tres años del gobierno de Macri, el 75 por ciento del período. Se pueden trazar ya algunos balances definitivos sobre su desempeño y una conclusión: cada vez que en la Argentina se aplicó un programa neoliberal, como a mediados de los ’70 y en la década de los ’90, las consecuencias fueron similares.

Caída de los ingresos en términos reales

Medido por el IPC-CABA, desde noviembre de 2015 a octubre de 2018 los precios crecieron un 156 por ciento. En base a los últimos datos disponibles, el mismo período el salario promedio creció sólo un 103 por ciento (a septiembre 2018), jubilaciones y AUH, un 101 por ciento (a octubre 2018) y el salario mínimo, un 91 por ciento (a octubre 2018). Así, la pérdida de poder adquisitivo alcanza en tres años un 25 por ciento (salario mínimo), un 16 % (salario medio) y un 21,3 por ciento (jubilaciones y AUH). Para ser claros: jubilados y trabajadores perdieron entre 2 y 3 meses de ingreso por año. Trabajan durante doce meses, pero cobran sólo 9 o 10. Es por eso que la plata no alcanza, que se desvaneció el ahorro y que se recortaron los gastos en los hogares.

Nivel de actividad

La política económica neoliberal es, por naturaleza, desindustrializadora. Por el lado de los ingresos, la caída del poder adquisitivo desploma el consumo y las ventas. Por el lado de los costos, los tarifazos deterioran la rentabilidad. Las tasas de interés estratosféricas, diseñadas para calmar el apetito de los especuladores y evitar las corridas cambiarias, hacen inaccesible el crédito necesario para el funcionamiento del negocio. La apertura de las importaciones intensifica la competencia y, en muchos casos, habilita el dumping de las empresas extranjeras. Así, la industria y el comercio se desplomaron desde que asumió Macri. Según el Estimador Mensual de la Actividad Económica (el IMAE, del INDEC), la actividad económica acumula una caída de -2,5 por ciento, pero la industria fue la que más sufrió. La propia UIA estima la caída en torno al -9 por ciento desde que asumió Macri, y el Estimador Mensual Industrial (EMI, del INDEC) registró en septiembre una contracción de -11,5 por ciento, con caídas en 11 de los 12 bloques. Las fábricas están paradas o funcionando al 61 por ciento de su capacidad instalada, niveles similares a 2002.

Otro tanto ocurre con el comercio. Según la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME) las ventas minoristas se han deteriorado constantemente desde la asunción de Macri. En 11 meses de 2018, registran una caída récord del -15% respecto a 11 meses de 2015. Según registros de AFIP, en términos netos, cerraron cerca de 10.000 empresas.

Empleo

La tasa de desocupación se acerca raudamente a los dos dígitos: fue de 9,6 por ciento en septiembre. El empleo asalariado privado perdió, desde que asumió Macri, 31.000 puestos y, en los primeros 9 meses de 2018, 58.000. El dato más impresionante es el de la industria (el famoso empleo de calidad): entre noviembre de 2015 y septiembre 2018 se perdieron 101.000 puestos registrados y en los primeros nueve meses de este año, 39.000.

Endeudamiento

Junto con la desindustrialización, el desempleo y la exclusión social, el neoliberalismo provoca ciclos de fuerte endeudamiento y fuga de capitales, proceso que es impulsado por el propio Estado (Eduardo Basualdo lo denominó valorización financiera). Siempre fue así, pero Macri batió todos los récords. El gobierno emitió deuda de mercado por 170.000 millones de dólares desde el 10 de diciembre de 2015. El 75 por ciento de estas emisiones fueron en dólares. A esto deben sumarse los 57.000 millones acordados con el FMI, de los cuales ya se desembolsaron 20,6 mil millones. Con esto, el total de emisiones es de casi 200.000 millones de dólares. Este endeudamiento no sólo produce una dependencia cada vez mayor sino también una creciente fragilidad financiera y un cada vez más agobiante peso de los vencimientos e intereses sobre el presupuesto nacional.

Entre 2015 y 2018, el pago de intereses totales habrá aumentado un 523 por ciento, pasando de representar un 6,1por ciento a un 15,1 por ciento del gasto total. La presión de la deuda sobre el presupuesto profundiza el ajuste del gasto y hace imposible alcanzar el déficit cero: los impuestos se destinan al pago de la deuda. Como resultado de estas políticas, la Argentina entró ya en el terreno crítico del riesgo de default: la relación entre la deuda y el PIB alcanzará el 87 por ciento en 2018, según el Presupuesto Nacional, más del doble que lo que representaba cuando Macri asumió la presidencia.

Presenciamos, además, en tiempo real, la creación de una insoportable y verdadera pesada herencia para el próximo gobierno, que deberá devolver al FMI 47,5 mil millones. En total, deberá cancelar deuda en moneda extranjera por 162.000 millones de dólares. Dos tercios de estos pagos corresponden a deuda adquirida en los años de Macri.

El futuro

El plan del gobierno para el año que viene parecería ser la repetición del recurso que empleó en 2017: anabólicos económicos en año electoral. Sin embargo, algunos factores conspiran contra esta determinación:

El acuerdo con el FMI, junto con su estrecha supervisión de las metas de ajuste fiscal, complican la reactivación de la obra pública y unas paritarias estatales sin pérdida de poder adquisitivo. El margen para generar una expansión del gasto es estrecho.

La vulnerabilidad financiera en la que han puesto al país al desregular por completo los flujos de capital especulativo, sumada a la desconfianza que produjo la torpeza en el manejo de las corridas cambiarias y al incierto panorama internacional, hacen que no sea improbable tropezar con un nuevo sobresalto cambiario. Otra devaluación en el año electoral desacomodaría todas las variables.

El creciente deterioro del empleo y de las condiciones de vida de los sectores populares y medios introduce un clima de fuerte conflictividad al que el gobierno responde siempre con mayor represión. Es un cóctel riesgoso y explosivo.

el gobierno apuesta a una recuperación de la actividad casi automática, extrapolando lo ocurrido luego de las devaluaciones de 2001, de 2014 y de 2016. Parece ignorar que, en todos esos casos, luego de la depreciación de la moneda, se desplegaron políticas fiscales y monetarias expansivas. Como enseña el caso de las economías europeas que aplicaron políticas de austeridad luego de la crisis de 2008, no existe tal cosa como un rebote natural si se sigue el camino del ajuste y si, como ocurre en la Argentina, las tasas de interés pulverizan el crédito. Tal vez por eso, aun en las proyecciones más optimistas, se espera que en 2019 la economía siga cayendo, un 0,5 por ciento (Presupuesto), un 1,6 por ciento (FMI) y un 1,9 por ciento (OCDE). El año último año de Macri será también recesivo. El neoliberalismo produce desempleo, exclusión, desigualdad y desindustrialización.

Por último, cabe un interrogante de naturaleza política. Supongamos que el gobierno consigue efectivamente un artificial, transitorio y tímido rebote de la economía que, acompañado de una nueva campaña de marketing, reviva las esperanzas y reedite el triunfalismo de “lo peor ya pasó” para luego proseguir con el ajuste: ¿alcanzará un leve repunte, un transitorio alivio, para enmascarar todo lo que se perdió en estos tres años? ¿Estará la sociedad dispuesta a ser víctima de una tercera estafa electoral, eligiendo de nuevo a un gobierno neoliberal?

(*) Fuente: Va con Firma

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