Opinión

Gabriel Brener

Divorciar calidad de inclusión es naturalizar la educación como mercancía

(Por Gabriel Brener) Estamos en un país que ha cambiado abruptamente. Mutaciones que nos revelan la estatura de nuestra democracia y nos advierten sobre la altura de las disputas ideológicas, más vigentes que nunca.

El presidente electo en su discurso de asunción no mencionó la palabra “derechos”. En la semántica oficial educativa “inclusión” y “derecho” se quedaron libres por inasistencias, y “calidad” y “evaluación” parecen una obsesión; la primera, a remolque de los imperativos del mercado y la segunda, disfrazada de comprensión para la superación, es una estrategia de disciplinamiento y control de las fuerzas de trabajo que enseñan y el reemplazo del pensamiento crítico por respondedores seriales para quienes ofician de estudiantes.

Si nominar puede ser un acto de poder o de dominación, entonces debemos estar muy atentos tanto a palabras como a su relación con lo que acontece. Y en torno a ello, es preciso advertir cómo un Estado de derecho entra en un estado de disimular para luego deteriorar, incluso negar y quitar derechos.

No está mal hablar de evaluación y de calidad porque no son malas palabras, además no tienen dueño, por más que el diccionario neoliberal suponga que le pertenece la exclusividad. Es campo de disputa y hay que darla, en las aulas, las escuelas, los patios, los medios y la cola del supermercado. Calidad, evaluación, no explican nada por sí solas. Si aceptamos la separación de inclusión respecto de calidad, entonces estamos dando por natural una distribución arbitraria y desigual de cuántos, quiénes, qué y cómo se educan en la escuela pública argentina. Naturalizar este divorcio es reconocer que la educación es una mercancía y en esa lógica imperan las reglas del mercado, de la oferta y la demanda, de la supervivencia del que más tiene, y por tanto es más un asunto de gerentes y ya no de docentes. Si aceptamos como natural esta separación se produce otro tipo de sinceramiento -ideológico- en palabras del presidente de la Nación cuando sentenció sobre: “(…) la terrible inequidad entre aquel que puede ir a la escuela privada versus el que tiene que caer en la escuela pública (…)”, al informar sobre resultados del “Aprender 2016” en medio del conflicto con docentes. Evaluar también es una palabra a definir.

Evaluar es un componente del proceso educativo tan importante como enseñar, como aprender, como los contenidos y el currículum. El problema se nos hace evidente cuando evaluar se reduce a controlar, a estandarizar, a comparar para disciplinar. Cuando evaluar no es otra cosa que clasificar, sin importar el para qué, el qué, el cómo y el quién. Si la evaluación supone solo medición, entonces hay piedra libre para instalar como deseable una lógica meritocrática y exitista del ranking. Y el riesgo de entrar por la puerta de esta lógica mercantil de la evaluación, limitada a la competencia y descalificación.

La evaluación como desconfianza

Con la evaluación pasa algo parecido que con la autoridad, y en esto los medios de comunicación son artesanos seriales, de manera cotidiana e insistente, instalando la asociación exclusiva, en el primer caso con el control y en el segundo con la imposición. Y la autoridad lejos de la imposición significa hacer crecer al otro, aumentarlo. Autoridad está ligada a confianza.

Por lo tanto, estas concepciones de evaluación alimentan la desconfianza como organizador pedagógico. La desconfianza de quienes enseñan respecto de los que aprenden (y viceversa), de la sociedad respecto de la escuela y los enseñantes.

Desconfianza que sintoniza con una idea del otro como amenaza, y legitima el “darwinismo social” como la regla más auténtica de mercado, que al instalarse va mostrando la debilidad de la regla protectora del Estado. Desconfianza que legitima el sálvese quien pueda, el ganar a cualquier costo, el “self made man” siglo XXI, todas ellas operaciones que enaltecen la competencia y ridiculizan la cooperación (excepto si es donación).

Desconfianza que nutre las concepciones dominantes sobre evaluación, que significan un debilitamiento del vínculo pedagógico, sentenciando destinos anticipados de ineducabilidad para estudiantes, haciéndolos creer únicos responsables de “su” fracaso escolar.

Desconfianza que es ideal para establecer rankings, calificar y condenar docentes, para clasificarlos en aquellos que sirven y los descartables, y en esa ecuación de utilidad responsabilizarlos en forma exclusiva del “problema de la educación”, sin importar contexto, ni condiciones del trabajo de enseñar.

Desconfianzas que nutren una subjetividad de la punición como estandarte de la “buena educación”, concediendo un nuevo “clima de época” y autorización a los adoradores del todo pasado fue mejor y entonces, se hace más fuerte el imperativo de restauración de un anhelado viejo orden, de la más pura conservación. Y esto es como un pie para que se suelten aquellas voces que se sentían “maniatadas”. Y entonces surge (a mi entender) otro “sinceramiento” (que no es el de los precios), el de la responsabilidad política, ética y pedagógica ante las nuevas generaciones. Que no es otra cosa que poner en valor, no de mercado sino de Estado, el derecho que tiene cada pibe o piba a ser parte, aprender y terminar la secundaria, obligatoriedad que la sociedad argentina ha sellado en la Ley de Educación 26.206 (2006) y compele al Estado (nacional y provinciales) a hacerse garante de dicho derecho. Descartando aquellas opciones restauradoras que vuelven con la “selección natural” y el “mérito” (que disfraza y oculta la desigualdad), para justificar la idea que hay jóvenes que son para la escuela y otros a los que sería mejor ofrecerles alguna variante “pedagógica” de servicio militar.

Por todo lo expuesto es muy necesario e importante debatir escolar y socialmente en torno a qué significa evaluar y estar bien atentos a que en la lógica de la evaluación como mercancía o como simple control, clasificación y medición, subyace algo así como una creencia en el valor del termómetro como una solución de la fiebre. Una herramienta de evaluación no resuelve los problemas de la educación, del mismo modo que un termómetro no lo hace con la fiebre que mide. Si no confundimos la evaluación con la fiebre es probable que podamos comprender los problemas educativos en su contexto, atendiendo a la importancia de cada uno de sus componentes, sin creer que todo va a remolque de la evaluación, ni en ella, como el único modo de solución para todos los problemas de la educación. La evaluación es un componente más, fundamental, pero no es un termómetro que resuelve las cosas, sino que ofrece información y a partir de ahí se puede (se debe) tomar decisiones para mejorar (la salud en un caso, la educación en el que aquí nos interesa)

La educación no es mercancía

Cuando el presidente Macri estuvo en Davos se fotografió con Sunny Varkey, fundador de Gems Education, una de las redes privadas de educación más importantes del mundo y que tiene alrededor de 140 mil estudiantes y 100 escuelas en más de 11 países y con una ganancia de 500 millones de dólares. La idea que surgió ahí está ligada a realizar un entrenamiento a docentes para formarlos en nuevas tecnologías. Sunny Varkey afirmó que la educación es un negocio sólido, argumento que debe ayudarnos para pensar cómo reconstruimos una mirada, una posición, que comprenda que el único que se puede ocupar de las grandes mayorías es un Estado protagonista que decide (y protege) para las mayorías, y no un árbitro que abre oportunidades de negocios para algunos, que solo se rigen por las reglas del mercado.

Pearson, la mayor empresa en educación del mundo, vendió dos compañías de medios de comunicación por 2 mil millones de dólares y ese dinero lo invirtió en educación. Para Pearson, el secreto es haberse adueñado de dos ejes de la educación: el currículum y la evaluación.

De algún modo nos dicen como lema: “Si puedes medirlo, puedes controlar el resultado”.

Si buena parte de la sociedad acepta que adelgace la democracia para que engorde una seguridad que solo se rige con el termómetro de portación de rostro y gorrita, entonces corremos el riesgo de volver a transitar democracias de marketing, que solo cuiden ciertas formas y discursos, en detrimento de la mejora en la vida de las mayorías.

Permítanme, entonces, dudar que políticas de este tipo puedan pensar la autoridad como autoridad democrática, de esa que practica la confianza en millones de pibes que son una nueva generación en la escuela secundaria; en todo caso, confirma un estado de permanente desconfianza, y por tanto de exclusión (aunque sea con discursos de inclusión). Estas contradicciones nos tienen que permitir pensar que no volvimos a los 90, sino que se trata de un gobierno de derecha con legitimidad y apoyo en las urnas, fuerte blindaje mediático, que le imprime una lógica gerencial y mercantil al funcionamiento del Estado.

Caída PúblicaSi seguimos la lógica discursiva y la evidencia de acciones del actual gobierno educativo, rápidamente advertimos el divorcio entre la calidad y la inclusión como un modo de afirmar la preminencia y naturalización del mercado, o mejor dicho, la mercantilización de las políticas públicas en educación. Cuando el Estado no se hace cargo de su función central como garante de sostener y fortalecer las condiciones de enseñanza y aprendizaje en las escuelas, es el mercado quien arbitra, dejando en manos de las familias y su poder de compra (desigual e injusto) el acceso a los bienes educativos. Se han discontinuado, empobrecido, reducido y vaciado las principales políticas de inclusión educativa. Junto a despidos masivos en la cartera educativa nacional, se han reducido y discontinuado las entregas de Conectar Igualdad, vaciando de lineamientos centrales y pedagógicos lo que fue una política clave de inclusión digital educativa de Estado. De igual modo respecto de la distribución de libros, laboratorios de ciencias y material didáctico en las escuelas argentinas, entre otras tantas políticas que habían marcado un ritmo cardíaco e incremento sistemático de presencia territorial, distribución y fortalecimiento institucional durante más de una década de gobierno educativo. Se ha discontinuado y adelgazado lo que fue un Programa Nacional de Formación Permanente (PNFP), que se proponía traspasar el límite del gobierno político para constituir una política de Estado de formación docente, en ejercicio, gratuita, universal, con acuerdo y seguimiento a través de una mesa nacional técnico-paritaria que fue fundacional y monitoreó dicho programa entre el ministerio nacional y los representantes de los cinco gremios docentes nacionales. Además, puso en marcha itinerarios de formación pedagógica de un altísimo nivel académico, con referentes de los ámbitos más destacados en diversas áreas del conocimiento y de la educación superior en nuestro país. Se han restringido o cerrado diversas políticas de inclusión socioeducativas, como centros de actividades, coros y orquestas infantiles y juveniles, entre otras iniciativas que eran sostén y fortalecimiento de los procesos de inclusión escolar, para dar cumplimiento a las leyes educativas democráticas de ampliación de derechos educativos para este siglo.

Este y otros asuntos nos tienen que ayudar a comprender (con fuerte sentido de la autocrítica) los errores en la construcción de políticas de inclusión y calidad educativa, la endeblez de aquellas construcciones que nos dicen cosas sobre esas fallas o faltas, o los riesgos por lo que no se hizo y son desafíos pendientes. Al mismo tiempo, denunciar la ilegalidad que implica desconocer las paritarias, luchar por el salario docente y condiciones de trabajo dignas, alertar y denunciar cada avasallamiento o cercenamiento de los derechos, abusos de poder y persecución, impunidad o vaciamiento ideológicos y pedagógicos, y hacernos fuertes, paso a paso, codo a codo, en la lucha que tiene como convicción el fortalecimiento de las políticas públicas educativas, el rol protagonista del Estado, que han sido un cambio de época, o mejor dicho, un cambio de vida para millones de pibes/as, docentes y familias

(*) Fuente: Revista Educar

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