Opinión

Marcela Basch

Economía colaborativa ¿Una idea que murió de éxito?

(Por Marcela Basch) Eso que aún seguimos llamando “economía colaborativa” se diversificó tanto que hoy cuesta pensarla como un solo movimiento. Mientras el capitalismo de plataformas crea nuevas formas de explotación “sin patrón”, crecen las herramientas que ayudan a organizarse y redescubir el valor de la asociatividad. Y todo ocurre en simultáneo, a veces hasta incluso por los mismos canales. ¿Cómo aprovechar las tecnologías a favor, usar los datos de manera ética y potenciar la inteligencia colectiva para el bien?

Mucho se habla de economía colaborativa: a favor, en contra, y no siempre en referencia a lo mismo. Se presenta como una idea nueva o viejísima, vinculada tanto a emprendimientos tecnológicos como a formas alternativas de producción y consumo. Tras varios años en circulación, “economía colaborativa” ya es un concepto en deconstrucción.

¿Estamos hablando de Uber? ¿Es entonces la economía colaborativa un monstruo grande que pisa fuerte sobre los sindicatos, genera “microemprendedores” sin beneficios sociales y vacía las arcas fiscales?

¿Se trata de las formas ancestrales del compartir, de las bibliotecas públicas y libres, de las prácticas comunitarias de impacto local? ¿De los bienes comunes de siempre, como el medio ambiente? ¿O de los nuevos, como internet?

¿Hablamos de modelos de negocios? ¿De estilos de vida? Ni. Como siempre, depende de quiénes hablen. Y, también, de acerca de qué quieran hablar.

Las prácticas colaborativas de compartir e intercambiar y la organización en red son viejas como la humanidad; muy anteriores al capitalismo. Pero a principios de este siglo comenzaron a crecer en alcance gracias a nuevas tecnologías que les daban un impacto nunca antes imaginado. La digitalización y sistematización de grandes volúmenes de información, la expansión de los smartphones, la geolocalización, las redes sociales y la mensajería instantánea potenciaron el encuentro entre la oferta y la demanda de todo tipo de bienes, servicios y favores entre pares, a través de plataformas digitales.

La crisis de 2008 en Estados Unidos y Europa fue el caldo de cultivo ideal para el redescubrimiento de estas prácticas, que proponían mayor eficiencia de recursos, ahorro, sustentabilidad y también mejores relaciones humanas.

La idea funcionó tan bien que murió de éxito. En pocos años, la economía colaborativa pasó de ser un modo de des-mercantilizar el mundo (“¡puedo dormir gratis en casa de extraños!”) a un instrumento para re-mercantilizarlo (“¡puedo cobrar por alojar turistas!”). Fue un movimiento pendular, casi una toma de yudo del capitalismo: primero mostró cuánto valor existía por fuera del sistema financiero; acto seguido, le puso un precio. Así, un montón de “activos subutilizados” (espacio físico, tiempo, capacidades, objetos usados) fueron identificados y ofrecidos; primero, en un proliferante mercado de intercambios no monetarios que predicaban la abundancia, y apenas después, en un mercado, a secas, donde se genera escasez para lograr ganancia.

Los ejemplos sobran: de la red de alojamiento gratuito Couchsurfing a Airbnb, de los viajes en auto compartidos a Uber, de los sitios gratuitos de donación y redistribución, como Freegle, a Mercado Libre o Ebay y sucedáneos.

En ese pasaje, la economía colaborativa de principios de este siglo, la de la abundancia y las redes de pares, “preparó el mercado” para lo que vino después: el capitalismo de plataforma. Es imposible entender el éxito de servicios como los de Uber y Airbnb si no se hubieran montado sobre cambios culturales ya iniciados, como la confianza entre extraños mediada por la tecnología. Y, a su vez, las plataformas ayudan a pensar en nuevas formas de bienes comunes y organización descentralizada.

Burbuja y después

En septiembre de 2010, Rachel Botsman y Roo Rodgers publicaron What’s mine is yours: the rise of collaborative consumption (Lo mío es tuyo: el ascenso del consumo colaborativo). Su tesis era tan simple que parecía obvia: compartir la infraestructura es más conveniente y sostenible que comprar, guardar y cuidar. En este “compartir” entraban sistemas de alquiler entre particulares, mediados por plataformas online (mediadas, a su vez por las tecnologías).

En 2011, la revista Time dijo que el consumo colaborativo era una de las diez ideas que cambiarían al mundo. Silicon Valley se llenó de startups para compartirlo (alquilarlo) todo. Uber y Airbnb empezaban a estar en boca de todo el mundo. Para 2013, la ola ya estaba en Argentina. Idea.me, la plataforma de crowdfunding, funcionaba desde 2010; aparecieron las startups de tecnología financiera (fintech) y seis plataformas para compartir viajes en auto. Florecieron versiones locales de Airbnb y plataformas de alquiler de objetos entre particulares. En 2014, los gurúes decían que el consumo colaborativo sacudiría todas las industrias y cambiaría el mundo en un año o dos.

Pero la burbuja estalló. A principios de 2016, la gran mayoría de las plataformas creadas al calor del frenesí colaborativo ya habían cerrado por falta de fondos. Quedaron en juego una o dos por rubro, las más grandes. El consumo colaborativo, que había llegado para descentralizar y eliminar la intermediación abusiva, se fue concentrando globalmente en las manos de unos pocos intermediarios digitales, cada vez más ricos y poderosos.

Así se consolidó el modelo de creación y apropiación de valor de las plataformas, que efectivamente disrumpió todas las industrias, pero que de colaborativo suele tener poco y nada. Se dice que las plataformas son las fábricas del siglo XXI: por su lugar central en la economía, pero también por su esquema vertical de explotación.

Post-capitalismo microfísico

¿Y dónde queda la economía colaborativa en este escenario? Para empezar, se diversificó tanto que cuesta pensarla como un solo movimiento. Por eso, desde hace un tiempo se habla de economías colaborativas, en plural, abonando al paradigma de la diversidad. Hay quien opone la “economía colaborativa extractiva” a la “economía colaborativa procomún”, centrada en distribuir no solo el consumo y la producción sino también las ganancias y la gobernanza.

Tal como dice la especialista en monedas complementarias Heloisa Primavera, sucede “todo al mismo tiempo ahora”: las plataformas dominantes coexisten con infinidad de prácticas alternativas basadas en los comunes (incluso, muchas de ellas, plataformizadas). Las tecnologías de la información abiertas y libres promueven la apropiación de herramientas —software, hardware, procedimientos y recetas— que en manos de redes organizadas de personas tienen consecuencias imposibles de medir.

Todo al mismo tiempo ahora: el capitalismo de plataformas crea nuevas formas de explotación “sin patrón”, como las empresas de repartidores, y quienes trabajan con sus apps empiezan a organizarse a través de mensajería instantánea y redes sociales, redescubriendo el valor de los sindicatos y la asociatividad. Las mismas redes que ofertan productos hechos en China sirve para organizar compra directa entre vecinos. En los países sin opciones de aborto legal, grupos de socorristas se organizan para distribuir información sobre aborto farmacológico, acompañar telefónicamente o incluso organizar clínicas en el mar, aprovechando vacíos legales igual que Uber.

Las redes comunitarias de internet llegan adonde las grandes compañías de infraestructura no. En diferentes lugares del mundo, distintas organizaciones crean licencias abiertas para preservar las semillas del extractivismo de las multinacionales de biotecnología. La idea de que podemos hacer cosas entre pares —y de que el conocimiento es un bien común que abre puertas y baja barreras— es resistente y fértil.

Todo el poder a las plataformas / plataformas para el poder

Cuando la carroza del consumo colaborativo se convirtió en calabaza, lo primero fue la decepción: al final las plataformas no eran el príncipe que nos rescataría, sino el dragón. Un dragón que se alimenta de la información que generamos las personas en red. Por primera vez, empresas con pocos años de historia mueven más dinero que estados enteros. Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft, Alibaba, Uber, Mercado Libre y pocas más: un poder paralelo supranacional basado en la generación, extracción y procesamiento de datos, donde el ganador se queda con todo y la brecha tecnológica, económica y social se hace cada vez más insalvable.

Contra esta concentración, las fórmulas son antiguas (y trabajosas): organización de pares, asociativismo, cooperativas. Lo nuevo viene de cruzar esas ideas con las herramientas tecnológicas para lograr una apropiación. Así nacen, por ejemplo, las cooperativas de plataforma o platformcoops, que buscan competir con los servicios de la economía a demanda de manera ética. FairBnb, Fairmondo o decenas de cooperativas de taxistas dan esta pelea desigual, ya que solo la explotación garantiza grandes márgenes de ganancia. Según Trebor Scholz, principal impulsor de las platformcoops, “lo esencial no es la tecnología, sino la organización social del trabajo”. Es decir, la política.

De las prácticas a las políticas: ciudades comunes

Hoy las economías colaborativas están alcanzando un momentum, un punto crítico: el de dejar de verse como iniciativas aisladas y empezar a pensarse como una transición a una sociedad basada en los bienes comunes. Esta transición no será absoluta ni de un día para el otro, pero ya comenzó.

Las conversaciones globales —muchas de las cuales vienen formando parte de Comunes, un encuentro organizado por el Goethe-Institut Buenos Aires que va por su tercera edición— buscan dar el paso de las prácticas a las políticas: de mostrar iniciativas alternativas aisladas a promover orgánicamente otro paradigma.

Cuando Trebor Scholz comenzó a hablar de cooperativas de plataforma, apenas mencionaba cinco ejemplos. Hoy son casi 200. Hay kits de herramientas abiertas para crearlas, y también conversaciones iniciadas con diversas instancias de gobiernos locales para favorecerlas. Su crecimiento es tan impactante que hasta Google donó un millón de dólares para incubarlas.

Las ciudades aparecen como escenario de ciudadanas y ciudadanos organizados que se ponen al frente de procesos económicos y políticos. En Rosario, la Misión Antiinflación, que empezó como un conjunto de vecinas y vecinos coordinados para compra de alimentos, evolucionó como movimiento social hasta conformar un partido político.

En todo el mundo, los agentes de política pública están tomando nota: comienzan a pensar en cómo regular las plataformas, usar los datos de manera ética y aprovechar la inteligencia colectiva para el bien. Laboratorios ciudadanos ponen herramientas en manos de los habitantes y ensayan innovación de abajo hacia arriba. Un ejemplo llevado a la acción es la gestión de Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, quien contrató a Francesca Bria como jefa de tecnología de la ciudad. Junto a un equipo multidisciplinario, tomaron decisiones radicales como quitarle el contrato a la compañía eléctrica que abastecía a la ciudad para dárselo a cooperativas de vecinos, o controlar con firmeza las políticas de datos de sus proveedores.

Es un momento intenso, y también emocionante. ¿Cómo pensar estrategias para que los sistemas colaborativos y abiertos reduzcan la desigualdad y mejoren la vida de millones? Está en nuestras manos.

(*) Fuente: Este artículo fue publicado originalmente en el sitio del Goethe-Institut Buenos Aires el 9 de agosto de 2018.

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