Opinión

Por Raúl Dellatorre

El pueblo también se equivoca

(Por Raúl Dellatorre) La utilización del sistema judicial como mecanismo de degradación y disolución de los sistemas políticos democráticos está dando buenos resultados para sus ejecutores. Es decir, la manipulación de la justicia para condenar a movimientos políticos que alcanzaron altos índices de consenso popular a partir de las transformaciones sociales alcanzadas desde el gobierno, está logrando el triunfo de sectores de extrema derecha que, de otro modo, no hubieran llegado jamás al poder de la mano de una votación democrática. No es que estas “nuevas derechas” sean más “atractivas” que las del pasado y por eso logren un consenso popular antes impensado. Lo que tenemos delante es un nuevo manejo de los resortes del poder por parte de la derecha para alcanzar el gobierno por medio de las urnas, pero maniatando al rival. No es una “derecha más democrática”, sino una derecha con votos, que no es lo mismo. Piénsese, por ejemplo, en los gobiernos de Silvio Berlusconi en Italia, Alvaro Uribe en Colombia, el propio Mauricio Macri en su actual gestión. ¿Quién puede poner en duda que llegaron al gobierno por el voto de la mayoría? Pero a la vez, ¿quién podría sostener que sus respectivos gobiernos han sido un ejercicio de democracia, respeto a los derechos civiles, no persecución a los opositores, no uso abusivo del control de los poderes del Estado?

El resultado de las elecciones en Brasil, con el aplastante triunfo de Jair Bolsonaro, obliga a reflexionar sobre este punto y buscar conclusiones. El Lava Jato, que como en el caso de las “investigaciones judiciales” en Argentina cuenta con el activo impulso del aparato político diplomático de Estados Unidos, dio como resultado la descalificación de toda una “clase política” compuesta tanto por dirigentes del PT de Lula como de calificados sectores de su oposición tradicional. El discurso de “una forma de hacer política contaminada por la corrupción” en la que “todos son lo mismo”, va dejando el espacio disponible para los candidatos “antipolítica”, o “antisistema”. Espacio que, en el caso brasileño, fue aprovechado por Bolsonaro. Pero no sólo por eso conquistó el 46 por ciento de los votos en primera vuelta.

Jair Bolsonaro no era el candidato preferido de la “media dominante”, es decir las corporaciones mediáticas tradicionales, mucho más concentradas en Brasil que en Argentina. Hubieran preferido a Meireles, o a Alckmin para enfrentar al PT, puesto que Temer se había suicidado políticamente en gestión. Bolsonaro, con una propuesta absolutamente neoliberal (privatizaciones totales, achicamiento del aparato del Estado, alineamiento incondicional con Estados Unidos y repudio a toda propuesta de bloque regional), desatendió por completo en campaña ese aspecto de su propuesta y se centró en un discurso anticorrupción, de mano dura contra el delito, de realzar los valores de un nacionalismo fundamentalista, y la revalorización del núcleo familiar junto al rechazo a toda diversidad que equiparó a “deformaciones propias del abandono” de aquellos valores. No estaba solo en eso. La ideología de los grandes medios va en esa misma orientación, aunque no lo levanten como bandera como lo hizo Bolsonaro. También las iglesias evangélicas hicieron su aporte, sin orientar necesariamente el voto en forma explícita, pero defendiendo los mismos valores y organizando a millones de brasileños en situación vulnerable detrás de esos mismos conceptos. Bolsonaro tomó ese capital y lo hizo suyo, encontrando una simbiosis maravillosa con ese “sentido común popular”.

La derecha económica no tardó en entender que Bolsonaro era la herramienta más eficaz para detener a la izquierda. El sistema judicial ya había hecho su parte, con Lula inhabilitado y en prisión, pero faltaba asegurar que no tuviera un sucesor. Esa derecha, cuando entendió que con “los propios” no llegaba, movió las fichas del tablero hacia ese capitán ultramontano, trabajando a su vez para cooptarlo y evitar que en el gobierno se les convierta en un incontrolable. El hombre del establishment en las entrañas del nuevo movimiento que está llevando a Bolsonaro a la presidencia se llama Paulo Guedes, que ya se ganó la confianza del candidato y será la cara económica en su eventual gobierno.

Si llega al gobierno, muchos de los que lo votaron serán sus víctimas. Pero habrá un amplio aparato de propaganda para hacer creer que las culpas están en otro lado, y que los beneficios vendrán con el Brasil poderoso que van a construir, el Brasil del Orden y Progreso que consagra como valores principalísimos su bandera. Bolsonaro promete un gobierno fuerte, un gobierno duro. Y si bien no lo promete, será con toda seguridad un gobierno de ultraderecha, mucho menos democrático. Pero está llegando con votos, que es lo que a muchos liberales o socialdemócratas es lo que les importa.

  • Editor General de Motor Económico

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