Opinión

Enrique M. Martínez

La gran mentira del déficit

(Por Enrique M. Martínez) La democracia delegativa, que dice ser representativa y no lo es, pasa por un mal momento general. El caso más evidente y a la vez más dañino, es el tema del déficit fiscal.

Desde aquella pomposa afirmación de la Constitución de 1853, señalando que “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”, ha sido una constante la furiosa lucha de un puñado de ciudadanos por ser “representantes”, aunque no sean elegidos como tales. La concentración de las formas de comunicación masiva, que llega a que la mayoría de los compatriotas sabe qué es lo que sucede y cómo sucede, solo si se lo cuentan por televisión, tiene una serie de productos correlativos más o menos obvia. El que nos interesa aquí es que los “representantes” dejan de ser elegidos en asambleas, votaciones de afiliados o cualquier mecanismo de participación popular equivalente.

Se trata, en cambio, de asegurar la presencia permanente en los medios, sobre todo los audiovisuales, pasar a llamarse “dirigente” y contar así con el derecho de pujar con quienes han recorrido el mismo camino para ocupar los espacios de representación institucionales. Su legitimidad popular ya no surge del voto del afiliado, sino de las encuestas de opinión, que hasta son financiadas por los propios candidatos o proto candidatos.

Los ganadores de una puja de tal carácter pasan, a su vez, a participar de las siguientes con la ventaja adquirida en las anteriores, que les dieron visibilidad, hasta si fracasan en la instancia del sufragio universal. Alguna vez le encuentran la vuelta a ese desfile incesante y pasan a ganar, ascendiendo en la tabla de posiciones.

Así son las cosas y así seguirán siendo en tanto no se recurra a la búsqueda de participación popular como fundamento de la representación, asumiendo que al líder lo construyen los liderados y no al revés, como viene sucediendo desde hace muchos años.

Eso es grave y enferma seriamente al sistema. Sin embargo, no es lo más grave.

Un sistema tan concentrado como el reseñado expone ideas, explicaciones sobre éxitos o fracasos del gobierno de turno, propuestas para superar los problemas. Lo hace a través de los “dirigentes”, que a su vez son evaluados y glosados por los comunicadores, que siguen el mismo camino de selección a codazos y con inmensa presión del poder económico, al que le interesa mantener un sistema con el que se benefician. Ese universo de personas es en definitiva el encargado de mantener una estructura de manipulación, que lleve a los ciudadanos a elegir “representantes” útiles a la perpetuación del sistema.

Este gigantesco teatro de títeres necesita asegurar a los titiriteros una posibilidad razonable de éxito en su manejo. Eso requiere que las ideas a imponer sean simples, accesibles a los ciudadanos comunes, aunque no sean especialistas en tema alguno, como lo determina un capitalismo que fragmenta los saberes de manera incesante.

Es en la economía donde se apela a los mitos más simples y a la vez falsos. Quienes quieren conservar el sistema y su control, crean los mitos. Los que quieren conseguir otros resultados, más equitativos, que alcancen a mayores capas de la población, lamentablemente han sido educados dentro de esa mitología. No la cuestionan, por lo tanto, solo lo hacen con la supuesta eficiencia de gestión, sin detenerse a pensar si las afirmaciones que sustentan el catecismo vigente son correctas descripciones de la realidad.

El caso más evidente y a la vez más dañino, es el tema del déficit fiscal. Un Estado que tiene egresos mayores que sus ingresos es candidato a ser crucificado, porque para cubrir la diferencia tiene dos caminos considerados igualmente malos: Pedir prestado, con lo cual compromete el futuro, o emitir moneda, con lo cual generaría inflación, que nos enferma a todos.

Rápidamente, se sostiene que si una familia hiciera lo mismo, iría a la bancarrota, porque no se puede vivir siempre de prestado.

Comparar la administración del Estado nacional con la de una familia es seductor pero es una gran mentira. El primero puede emitir moneda y podría tener el monopolio de su emisión, con una ley de entidades financieras más sabia que la actual. Una familia depende de la venta de los bienes o servicios que presta. En realidad, las economías de las provincias y los municipios se parecen más a la de una familia, salvo que emitan su propia moneda, pero no podemos tratar tanto tema superpuesto. Esta última cuestión la dejamos para otra oportunidad.

¿Para qué sirve tener la posibilidad de emitir moneda? Pues simplemente para definir un proyecto cualquiera de interés comunitario y pagar por él.

¿Puede usarse esa facultad sin riesgos o perjuicios colaterales? Depende. Si con el proyecto se genera trabajo en una población desocupada y si se establecen obligaciones claras de los beneficiados por el proyecto, el Estado está allí actuando como promotor del bien común y su accionar no tiene contraindicaciones. Es pura ganancia y buena gestión.

¿Y cuando podría ser contraindicado emitir para ejecutar un proyecto? Cuando la población económicamente activa esté totalmente empleada o cerca de esa condición; cuando se necesite comprar bienes o servicios cuya capacidad ociosa previa sea nula o muy pequeña; si el objeto del proyecto no fuera agregar valor de uso en alguna faceta de la sociedad, sino simplemente trasladar ingresos a grupos de ciudadanos. En todos esos casos o similares, el resultado podría ser – con alta probabilidad – la aparición de inflación, porque algunos ciudadanos tendrían más dinero en sus bolsillos a cambio de nada aportado por ellos o podrían vender más caro lo que producen, porque aparecería mayor demanda para la misma producción.

Lo concreto y categórico es que no hay una relación directa entre emisión e inflación. Es más: tomar deuda en lugar de emitir, cuando esta última opción no es inflacionaria es señal de grosera mala praxis de gestión, porque pone obligaciones sobre el Estado que deterioran su gestión futura y el desarrollo del país. Eso es lo que hace el liberalismo cuando elije ese camino, que es el comienzo de ajustes futuros, requeridos para atender a los prestamistas y usureros.

Si lo anterior es válido, ¿para qué hay que cobrar impuestos? ¿No bastaría con regular la emisión hasta llegar a pleno empleo y plena ocupación?

Los impuestos en el sistema económico vigente en el mundo actual no son centralmente producto de tener que financiar al Estado. Esto es parte de un mito mentiroso, que cuando creemos que es cierto distorsiona todo el escenario.

La primera razón de los impuestos es corregir tendencias naturales de distribución del ingreso en el capitalismo, que concentran esos ingresos en pocas manos. Los gobiernos populares deben buscar mayor equidad social en esa distribución, mientras que los gobiernos neoliberales buscan agudizar la distribución a favor de los más poderosos. Estos son los impuestos a las ganancias, al patrimonio o a los beneficios financieros o similares. Además, todo el sistema de seguridad social.

La segunda razón es contar con recursos para administrar la sociedad, que es el rol de un gobierno. Estos son el IVA, ingresos brutos o algunos absurdos como el impuesto al cheque, de fácil recaudación.

La tercera razón esencial es tomar excedentes de ganadores del capitalismo, para ejecutar proyectos de interés comunitario. Por caso, las retenciones agropecuarias o los fondos de inversión que otros países establecen, con retenciones al petróleo u otras riquezas extractivas.

Con los tres tipos de aportes, se toma dinero de diversos ámbitos y actores sociales, que en una administración prudente debiera configurar montos cercanos a lo que se aporta a la sociedad por los egresos.

Si se alcanza superávit fiscal, no es una señal de buena gestión. Simplemente, se está dejando de hacer cosas o tomando dinero de los ciudadanos que podría quedar en su poder.

Si se tiene “déficit” fiscal, por el contrario, se está entregando recursos mayores de los que se retira a la sociedad, con todas las aclaraciones que ya se han hecho sobre sus efectos posibles, positivos o negativos.

El gobierno actual – en realidad todos los neoliberales, acompañados de la academia económica, que envenena la mente de nuestros economistas populares – hace algo muy perverso: busca el déficit primario nulo, a como dé lugar, para dar prioridad en sus egresos a los pagos financieros. Configura de tal modo un déficit global habitualmente enorme, que representa la transferencia de ingresos de toda la sociedad a los acreedores financieros, que a su vez se pudieron haber evitado en gran medida si se usara la emisión en aras del interés común y no se la estigmatizara por orden de los bancos internacionales y nacionales.

  • Instituto para la Producción Popular

(*) Fuente: La Tecla Eñe

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