Opinión

Jorge Beinstein

Neofascismo y decadencia

(Por Jorge Beinstein) Conceptos borrosos

Decadencia y neofascismo son dos conceptos de difícil definición aunque esenciales para entender la realidad actual, sus presencias abrumadoras, sus fronteras borrosas los hacen a veces “invisibles a los ojos” (como lo enseñó Saint-Exupéry). ¿Dónde termina el autoritarismo burgués y comienza el neofascismo?, ¿cómo diferenciar a un proceso de decadencia de una gran turbulencia muy persistente o de un fenómeno de corrupción social muy extendido?

Cuando hablamos de decadencia por lo general nos referimos a procesos prolongados donde convergen un conjunto de indicadores como la reducción sistemática del ritmo de crecimiento económico hasta llegar al estancamiento o la retracción, la declinación demográfica, la degradación institucional, la hegemonía del parasitismo, la desintegración social generalizada y otros. Sin embargo a veces es inevitable señalar la decadencia de una civilización o de un conjunto de naciones sin que se hagan presentes todas esas señales, lo que decide la cuestión es la evidencia de un proceso duradero de descomposición sistémica, de desorden creciente, de entropía que se manifiesta en el comportamiento de las clases dirigentes corroídas por el parasitismo pero también de las clases subordinadas.

Es común confundir decadencia con crisis prolongada, así es como la llamada “larga crisis del siglo XVII europeo” aparenta con su desorden, sus confrontaciones, llevar a esa región al desastre, sin embargo dicho proceso le permitió eliminar restos precapitalistas, digerir las riquezas acumuladas del saqueo periférico iniciado en los siglos XV y XVI, principalmente de América, y avanzar en el siglo XVIII hacia su aburguesamiento general cuyas tres expresiones más notables fueron la revolución industrial en Inglaterra, las transformaciones en el continente desatadas por la Revolución Francesa seguida por las guerras napoleónicas y el control del planeta por parte de Occidente completado hacia fines del siglo XIX.

En un sentido contrario lo que se presenta como superación de la decadencia (el adiós a la crisis de los años 1930) entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y comienzos de los años 1970, donde emergió la superpotencia estadounidense y se produjeron los “milagros económicos” de Alemania Occidental. Italia, etc., en realidad no fue más que una rehabilitación de un poco más de dos décadas sostenida por la muletas del keynesianismo militar de Estados Unidos y de la intervención estatal en general dinamizando la oferta y la demanda de los países capitalistas centrales. Que se fue agotando hacia el final de los años 1960 hasta hacer crisis en la década siguiente dando vía libre al parasitismo financiero y sus acompañantes culturales, institucionales y económicos. La droga keynesiana calmó los dolores, brindó un dinamismo pasajero pero inoculó venenos que terminaron por agravar más adelante la situación del enfermo.

Por su parte el neofascismo aparece emparentado con el fascismo clásico, suele en ciertos casos reproducir nostalgias del pasado, sin embargo se diferencia del mismo. A veces resucita viejos demonios que se mezclan en una marcha confusa (si la observamos desde antes de 1945) con descendientes de sus víctimas bajo la bandera común del racismo antiárabe, de la islamofobia o de la rusofobia. Después de todo el viejo fascismo también nació cultivando incoherencias, mezclando banderas contrapuestas como el elitismo nacionalista-imperialista y el socialismo, Hitler y su “nacional-socialismo” racista y ultra autoritario constituye el caso más grotesco.

En ambos casos se trata de expresiones que recogen pragmáticamente sentimientos de odio y desprecio hacia pueblos o sectores sociales considerados inferiores, corruptos, bárbaros y en consecuencia potenciales objetos de agresión (aplastamiento de los más débiles) adornándolas con títulos de nobleza (raza superior, patriotismo, civilización, valores morales, democracia, honestidad, etc.).

Cuando observamos al viejo fascismo vemos como Hitler o Mussolini en sus ascensos al poder hacían demagogia “social” o “socialista”, captando el espíritu de la época y la introducían junto a otros condimentos en sus sopas dictatoriales, aunque Franco afirmaba el conservadorismo más negro sin necesidad de esas demagogias. Y en América Latina aparecían dictaduras militares, apéndices subdesarrolladas de Occidente, cultivando ambigüedades curiosas, como en Argentina en el golpe de estado de 1930 donde se combinaba el patriotismo aristocrático, la admiración hacia el fascismo italiano y el sometimiento colonial al Imperio Inglés.

El neofascismo no se queda atrás y hoy en Europa constatamos que en países como Polonia o Letonia se mezclan el ultranacionalismo, el antisemitismo y otros brotes nazis, el respeto formal a la institucionalidad democrática made in Unión Europea, el neoliberalismo económico, la fobia antirusa y el sometimiento a la OTAN. En Brasil, Paraguay, Honduras o Argentina es preservada la formalidad democrática, bandera cultural de su amo imperial, junto la concentración mafiosa del poder. Tanto en el fascismo como en el neofascismo los discursos oficiales no han sido ni son otra cosa que vestimentas de ocasión del lobo autoritario.

El comienzo de la decadencia

La crisis en la que estamos sumergidos debería ser considerada como el capítulo actual de un largo proceso de decadencia pensado como fenómeno de carácter planetario. ¿Cuándo comenzó? Al hacer el recorrido temporal hacia atrás encontramos años decisivos como 2008 cuando estalla la burbuja financiera y se despliega la serie de crecimientos económicos anémicos en Occidente y se va desacelerando la expansión china. Lo que inevitablemente nos lleva a 2001 y sus alrededores cuando convergen el fin del auge neoliberal de los 1990 (plagado de turbulencias) con el lanzamiento imperial de una desesperada (y fracasada) fuga militarista hacia adelante apuntando hacia la conquista del corazón geopolítico de Eurasia y sus tesoros energéticos.

Esa mirada nos impulsa a seguir retrocediendo y llegar a los años 1970 cuando emerge la crisis petrolera y la estanflación, y se instala la declinación tendencial de la tasa de crecimiento económico global que se prolonga hasta la actualidad, motorizada por las potencias económicas dominantes tradicionales y suavizada por el ascenso chino. Sin olvidar el antecedente de 1968 (con epicentro en los sucesos de Mayo en Francia y sus extensiones), terremoto político-cultural que quiebra la ilusión de la nueva prosperidad civilizacional de Occidente.

Dicha ilusión se apoyaba en la efímera recuperación keynesiana de Europa del Oeste y Estados Unidos, si la medimos en tiempos históricos, enfrentada con la constante reducción de su área de dominación territorial planetaria (ampliación del campo socialista y del espacio postcolonial).

Atravesamos esa fiesta geográficamente limitada, entramos en la Segunda Guerra Mundial y navegamos por las recesiones de los años 1930 desembocando en 1929 para finalmente detenernos en 1914, año clave que marca el final del ascenso irresistible de Occidente desde sus fracasos en las Cruzadas del Este (hacia Medio Oriente y hacia el espacio eslavo) y sus primeros éxitos importantes en el Oeste, desde el siglo XV: la conquista completa de la península Ibérica y de posiciones en el Oeste de África y sobre todo del continente americano. Ofensiva plurisecular que culmina a lo largo del siglo XIX devorando a la casi totalidad de la periferia.

Dicho mega-saqueo generó (y sigue generando) lo que Malek calificó como “Surplús Histórico”, es decir “el surplus acumulado por Europa y Estados Unidos bajo la forma de civilización occidental basada en el saqueo de Asia, África y América latina. Inmensa acumulación de poder que constituye la fuente de la iniciativa histórica de los países del Oeste, desde el período de los descubrimientos marítimos pasando por la explosión de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki y hasta nuestros días”1. Acumulación de riquezas que le permitió crear un gran mercado interno, su industrialización y el desarrollo de una sucesión de revoluciones científicas y tecnológicas. El mundo del año 1900 era decididamente occidental por integración burguesa de su espacio original y por sus ampliaciones coloniales y semicoloniales.

En ese momento el “progreso”, es decir la marcha ascendente de la civilización burguesa (identificada con los patrones culturales de Occidente) devenida planetaria consiguió imponer la imagen de un proceso irresistible de mejoras sucesivas de la condición humana, dictadas por la expansión del sistema o por su posible “superación socialista” engendrada desde el interior del capitalismo central industrializado. Así fue como la generación bolchevique cultivó la esperanza de que la revolución que ellos encabezaron en la periferia euroasiática rusa constituía el detonante de la revolución proletaria en el Oeste, los dirigentes de la primera gran insurrección exitosa de la periferia creían erróneamente ser la avanzada de la llegada del postcapitalismo socialista occidental (y en consecuencia mundial).

Como sabemos la expansión del capitalismo liberal que según las ideas dominantes al comenzar el siglo XX irradiaba al planeta para convertirlo tarde o temprano en un universo próspero y libre (pero que en realidad desarrollaba al centro y subdesarrollaba a la periferia) fue interrumpida por una carnicería espantosa, sin precedentes en la historia universal llamada Primera Guerra Mundial. Y también sabemos que la tan esperada revolución socialista en Occidente empujada por la crisis y por el novedoso ejemplo soviético no llegó nunca y que lo que si llegó allí fue el fascismo.

Raíces occidentales del fascismo clásico

Las interpretaciones tradicionales del viejo fascismo europeo suelen navegar entre las que lo atribuyen a una suerte de desviación moral de las élites y también de las masas populares embaucadas por ellas, principalmente producto de la Primera Guerra Mundial o bien como resultado de la radicalización de ciertas taras culturales generada por formas específicas, perversas, de desarrollo de la modernidad en países como Alemania e Italia o también como reacción antiproletaria de la alta burguesía arrastrando a las clases medias, en este último caso el fascismo habría sido una emergencia terrorista burguesa de la lucha de clases2. No han faltado en ciertos casos algunas referencias a la historia anterior que casi siempre quedan aplastadas por el peso apabullante de los desórdenes de las primeras décadas del siglo XX que produjeron esa novedad sorprendente. Un marxista eminente de aquellos tiempos, Karl Radek afirmaba hacia 1930 luego de las últimas elecciones en Alemania que marcaban el ascenso de los nazis: “Debemos constatar que sobre este partido que ocupa el segundo lugar en la política alemana, ni la literatura burguesa ni la literatura socialista no han dicho nada. Es un partido sin historia que se instala de improviso en la vida política de Alemania como una isla que emerge en medio del mar bajo el efecto de fuerzas volcánicas”3.

“Partido sin historia” según Radek, más aún el medievalista Karl Werner agregaba que “Nadie ha negado más la historia alemana que los ideólogos nazis”4, la Escuela de Frankfurt afirmó esa hipótesis, Max Horkheimer señalaba hacia 1943 que “El fascismo en su exaltación del pasado deviene antihistórico. Las referencias de los nazis a la historia solo significan que los poderosos tienen que mandar y que no hay como emanciparse de las leyes eternas que guían la historia. Cuando ellos dicen Historia en realidad dicen lo contrario: Mitología”5.

Incluso en pleno auge hitleriano, Hermann Rauschning, uno de los más agudos evaluadores del nazismo, no pudo escapar a la idea del carácter aberrante, ahistórico y efímero del nazismo presentado como una sorpresivo estallido de nihilismo. Según Rauschning: “este fanatismo producido y difundido es tan artificial e inauténtico que todo ese gigantesco aparato podría llegar a derrumbarse de un día para otro, a partir de algún acontecimiento sin dejar traza alguna de vida autónoma de alguna parte de su mecanismo”6.

Partido sin historia, negador de la historia, reemplazando la descripción científica de la historia real por la mitología, construcción nihilista efímera, etc.

Sin embargo a propósito del caso paradigmático por excelencia del fascismo: el nazismo alemán y su furia exterminadora de judios, autores como Goldhagen al plantear un interrogante de sentido común: ¿quién fueron los ejecutores del Holocausto?, concluye que: “de no haber existido una considerable inclinación entre los alemanes corrientes a tolerar, apoyar e incluso, en muchos casos, contribuir primero a la persecución absolutamente radical de los judíos en la década de 1930 y luego (por lo menos entre los encargados de realizar la tarea), de participar en la matanza de judíos, el régimen jamás habría podido exterminar a seis millones de personas”, a lo que agrega: “cabe señalar que la existencia de un antisemitismo muy difundido en otras zonas de Europa explica porque los alemanes encontraron en otros países a tantas personas dispuestas a ayudarles y deseosas de matar judíos”7. A partir de allí resulta inevitable como hace el autor buscar referencias en la tradición histórica del pueblo alemán y señalar por ejemplo la ferocidad antisemita de Martin Lutero (1483-1546) como una de las fuentes de su popularidad. A lo que debemos agregar el plurisecular desprecio hacia los eslavos, con especial énfasis en rusos y polacos, considerados pueblos inferiores destinados a ser esclavizados por pueblos superiores como los alemanes, lo que legitimaba la vocación por marchar hacia el Este, hacia su conquista imperial, como lo anticipaba Hitler mucho antes de llegar al poder. La “Drang nach Osten” (empuje o expansión hacia el Este) que en el siglo XIX impulsaban intelectuales nacionalistas como Heinrich von Sybel quien postulaba revivir las aventuras medievales de colonización alemana del Europa oriental, revalorizando los mitos de las cruzadas germánicas y escandinavas hacia el Este en la Baja Edad Media, paralelas a las cruzadas hacia el Medio Oriente. Asi fue como la Orden Teutónica intento conquistar tierra rusa y fue derrotada como lo relata el film “Alexander Nevsky” de Sergei Einstein anticipando en 1938 la derrota catastrófica que los herederos nazis de la Orden sufrirían en la URSS pocos años después. Todo esto nos lleva a entender la aparente locura de Hitler por conquistar el Este no como un empecinamiento insólito sino como herencia cultural profunda, latente en la subjetividad popular alemana. Como señala acertadamente Ayçoberry en su libro ya citado: “En el desarrollo de la política exterior (de Hitler) todo estaba subordinado a la expansión hacia el Este… lo que impuso abandonos tácticos inquietantes para los nacionalistas primarios: renuncia al Tirol para conseguir la alianza con Italia, a la expansión ultramarina para seducir a Inglaterra e incluso a conquistas en Francia ya que según Hitler la guerra contra dicha nación “solo se justificaría si de esa manera conseguimos cubrir nuestra retaguardia y así ampliar nuestro espacio vital en el Este” cuyo foco central era la captura y destrucción de la Unión Soviética8.

La mitología, subestimada por Horkheimer, revelaba la existencia de una memoria histórica imperialista nada superficial.

Necesitamos ampliar el espacio de la memoria europea y poner al descubierto un pasado monstruoso de conquistas coloniales exitosas o fracasadas, de las gigantescas matanzas de los pueblos originarios de América, de africanos árabes o subsaharianos, de asiáticos de India y China, en suma de vastos genocidios periféricos que moldearon la cultura de sus asesinos occidentales. Malek menciona al “surplus histórico” principalmente económico que acumuló Occidente con dichos saqueos que no debería ocultar la componente criminal del mismo, no como recuerdo lejano sino como parte decisiva de la reproducción de una civilización sanguinaria. Matanza de periféricos combinada con grandes masacres y saqueos internos que explicó Marx en su descripción de la Acumulación Originaria.

En ese sentido Hitler, Mussolini o Franco no fueron los productos de irrupciones momentáneas sin pasado ni futuro.

Los mitos históricos no deberían ser arrojados al basurero de las historias falsas, sobre todo si aparecen en la superficie o quedan sumergidos en la memoria social para reaparecer en el momento menos pensado. Son formas concretas de memoria, latentes, en consecuencia componentes de la cultura popular, pueden ser criticadas, acusadas de ser visiones deformadas o “irreales” del pasado como también lo podrían ser ciertas construcciones de historia “científica” basadas en unos pobres datos disponibles o no tan pobres pero siempre incompletos, casi siempre distorsionados por el observador influido por la cultura (las deformaciones ideológicas) de su tiempo.

Una observación que merece ser el objeto de una reflexión más amplia es que la llegada del fascismo (su primera victoria en Italia) se produjo muy poco tiempo después de que Occidente consiguiera convertirse en amo del mundo, visto desde el lago plazo histórico ambos fenómenos convergen en un corto espacio temporal. La civilización burguesa devenida realmente universal, planetaria, comenzó a tocar sus límites territoriales y fue dejando de lado sus discursos democráticos (se quiebra la lógica de la expansión hacia espacios indefensos y cobran fuerza las del canibalismo interimperialista, del disciplinamiento terrorista interno y del expansionismo desesperado).

Más aún, es posible detectar en Europa embriones significativos de fascismo entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX bien antes de la mega crisis iniciada en 1914, desde las emergencias políticas protofascistas en Francia9 hasta manifestaciones ideológicas virulentas de rechazo al legado de la Revolución Francesa, la Comuna de París y la proliferación de expresiones democráticas radicales, socialistas y comunistas. Nietzsche o Sorel anunciaron el fascismo avant la lettre, como restablecimiento de jerarquías sociales vigorosas, de autoritarismos rejuvenecedores de Occidente.

En la Europa de fines del siglo XIX, próspera e imperialista, donde en los más alto de sus sistema de poder reinaba una pequeña élite financiera (la Haute Finance señalada por Polanyi como garante del equilibrio y la paz interior10), emergían los brotes de lo que va ser el fin del capitalismo liberal y el nacimiento del fascismo.

Incluso fuera del escenario europeo en los años 1920 y aún antes de 1914, en Estados Unidos (extensión neoeuropea), aparecieron lo que algunos autores señalan como los orígenes norteamericanos de la ideología nazi. Domenico Losurdo señala “el notable papel que los movimientos reaccionarios y racistas americanos desarrollaron al inspirar y alimentar en Alemania la agitación que al final desembocó en el triunfo de Hitler. Ya en los años 20, entre el Ku Klux Klan y los círculos alemanes de extrema derecha se establecieron relaciones de intercambio y colaboración con la consigna del racismo en contra de los negros y en contra de los judíos”. Losurdo agrega ejemplos concretos incluidos algunos referidos a las raíces lingüísticas de conceptos fundamentales del discurso nazi: “El término Untermensch, que juega un papel tan central como nefasto en la teoría y en la práctica del Tercer Reich, no es otro que la traducción de Under Man [sub-hombre]. Lo reconoce Alfred Rosenberg, uno de los principales ideólogos del nazismo, quien expresa su admiración por el autor estadounidense Lothrop Stoddard: a él corresponde el mérito de haber acuñado por primera vez el término en cuestión, que resalta como subtítulo (The Menace of the Under Man) [La amenaza del sub-hombre] de un libro publicado en New York en 1922 y de su versión alemana (Die Drohung des Untermenschen) aparecida tres años después. En cuanto a su significado, Stoddard aclara que éste sirve para mostrar al conjunto de “salvajes y bárbaros”, “esencialmente negados a la civilización, sus enemigos incorregibles”, con quienes es necesario proceder a un radical ajuste de cuentas, si se quiere evitar el peligro que amenaza destruir la civilización. Elogiado, mucho antes que por Rosenberg, por dos presidentes estadounidenses (Harding y Hoover), el autor americano es posteriormente recibido con todos los honores en Berlín, donde encuentra a los exponentes más ilustres de la eugenésica nazi, además de los más altos jerarcas del régimen, incluido Adolf Hitler que estaba empeñado ya en su campaña de aniquilación y esclavitud de los Untermenschen, es decir de los “indios” de Europa oriental”11.

No solo se trata de la influencia de la teoría estadounidense de la “white supremacy”, reacción protofascista desde fines del siglo XIX contra la abolición de la esclavitud, expresada en Alemania como supremacía aria sino también de textos decisivos como “El Judío Internacional” de Henry Ford publicado en 1920, luego traducido y muy difundido en Alemania donde importantes jefes nazis como Von Schirack e Himmler señalarán años después haberse inspirado en ese libro. Himmler hizo notar que el libro de Ford cumplió un papel significativo en la formación de Hitler12

Despegue, auge, declinación y recomposición de la marea periférica

La irrupción del fascismo clásico pero también su derrota y renacimiento como neofascismo, debe ser relacionado con el ascenso y posterior declinación de una marea periférica que amenazó sepultar la hegemonía occidental, hecho decisivo del siglo XX. Pero que ahora se presenta principalmente bajo la forma de potencias emergentes despertando la histeria geopolítica de los Estados Unidos y una profunda crisis existencial en algunos de los principales países europeos como Alemania, Francia o Italia tironeados de un lado por su amo norteamericano y sus viejos instintos occidentalistas imperiales (que lo hacen ver al Este como un espacio de depredación) y por el otro por sus intereses económicos concretos que apuntan hacia algún tipo de asociación o amistad con las grandes economías euroasiáticas empezando por China y Rusia.

En 1914 la expansión occidental se convirtió en guerra intestina (interimperialista) y en 1917 se produjo el primer mega desgajamiento, el mayor espacio geográfico del planeta donde habitaba el Imperio Ruso rompió con Occidente convirtiéndose en Unión Soviética. Más adelante llegaron la escisión china (1949), las expulsiones del conquistador occidental en la península indochina, la revolución cubana y un amplio abanico de nacionalismos periféricos que quebraban los viejos lazos coloniales. Era posible mostrar una suerte de film donde el espacio de dominación global de Occidente se retraía gradualmente.

La ilusión marxista-eurocéntrica de superación postcapitalista desde el centro imperial (desarrollado) del mundo fue reemplazada por otra ilusión no menos pretenciosa según la cual dicha superación se expandía desde la periferia subdesarrollada, desde los capitalismos o semicapitalismos sometidos. Sin embargo cuando en los años 1970 y 1980 comenzó y se fue agravando la crisis del capitalismo central, cuando perdía dinamismo productivo y en su seno se propagaba el parasitismo financiero, la amenaza comunista y antiimperialista también fue perdiendo dinamismo. La radicalización maoísta de la revolución china comenzó a convertirse desde fines de los años 1970 en “socialismo de mercado” y de allí en un curioso capitalismo burocrático con el partido comunista a la cabeza haciendo de China en el siglo XXI la segunda potencia capitalista del mundo tendiendo a devenir la primera. La URSS se fue pudriendo y colapsó al comenzar los años 1990 arrastrando a todo su espacio “socialista” incluyendo a países que habían mantenido su autonomía como Albania y Yugoslavia.

Sobre todo a partir del fin de la URSS pero con manifestaciones anteriores, hacia fines del siglo XX, en buena parte de Europa emergía una ola reaccionaria que retomaba componentes del viejo fascismo incorporando elementos nuevos. Racismo contra los inmigrantes, odios interétnicos, recuperación más o menos sinuosa, más o menos desfachatada de banderas enterradas en 1945. Se trató de un proceso confuso que tomaba en consideración los nuevos tiempos globales y que dio sus primeros pasos antes del derrumbe soviético. En la Francia de 1981, por ejemplo, la izquierda ganaba las elecciones pero se ponían de moda los llamados “nuevos filósofos” como Bernard Henri Levy o André Glucksmann que despegando como supuestos “humanistas antiestalinistas” derivaron pronto en un anticomunismo rabioso convergiendo en muchos aspectos con la derecha neofascista. Aparentemente Francia giraba políticamente hacia la izquierda (después se comprobó que se trataba de una pura apariencia) mientras se desplazaba culturalmente hacia la derecha. La socialdemocracia, desde España hasta Alemania iba abandonando sus estandartes keynesianos, productivistas e integradores, y penetraba en el universo neoliberal gobernado por la especulación financiera, las llamadas derechas “democráticas” hacían algo parecido. Y gradualmente se extendía una mancha maloliente que empezaba a ser calificado como neonazismo, neofascismo, extrema derecha, nueva derecha, etc. En Europa del Este en lugares como Polonia, los países bálticos, Croacia o más recientemente en Ucrania reaparecieron los viejos fantasmas del fascismo. Ya en pleno siglo XXI en Alemania, Austria, Francia y otros países europeos los neofacistas obtienen grandes progresos electorales, en varios de ellos asociando estilos y tradiciones del pasado hitleriano con sólidas amistades sionistas. La nueva islamofobia reemplaza a (y a veces se mezcla con) la vieja judeofobia, hasta se produjeron casos tragicómicos donde en un mismo movimiento se apretujaban algunos veteranos (e incluso jóvenes) admiradores de Hitler y Mussolini… y de Benjamín Netanyahu. También afloraba en el este europeo y no solo en Ucrania (Guerra Fría 2.0 mediante) el revanchismo antiruso dispuesto a vengarse de la derrota sufrida siete décadas atrás.

En Estados Unidos, sobre todo desde 2001 emergió una ola ultraimperialista que se fue desarrollando a través de los gobiernos de Bush y Obama hasta desembocar en Trump al ritmo de la degradación financiera. Multiplicación de intervenciones militares directas e indirectas, golpes blandos y sanciones contra países rebeldes a la dominación imperial, racismo, islamofobia, confrontación con Rusia acercándose al límite de la guerra…. la era Trump ha ido asumiendo todas las características de un protofascismo.

Regresando al ascenso y derrota del viejo fascismo es necesario resaltar no solo la persistencia imperialista alemana en torno de la “marcha hacia el Este”, motor del expansionismo hitleriano, sino los delirios mussolinianos acerca de la restauración del imperio romano o el españolismo no menos delirante de José Antonio Primo de Rivera nostálgico de imperio español desaparecido. La tentativa de conquista de la Unión Soviética tomó la forma de una gran cruzada europea contra el gigante eurasiático donde participaron no solo alemanes sino también franceses, españoles, italianos, belgas, ucranianos occidentales, letones, etc. El aspecto imperialista-occidental del fascismo clásico y en consecuencia de los fascismos periféricos como satélites coloniales, seguidores elitistas de sus amos históricos, queda al descubierto.

En ese sentido, más allá de los debates acerca de la naturaleza socialista de la URSS, de su legitimidad comunista y de su lugar en la historia de las ideas y practicas postcapitalistas, es importante destacar que probablemente, visto a nivel de la historia universal, el mayor mérito de la experiencia soviética ha sido el de la destrucción de la barbarie fascista, inscripta en el multisecular recorrido de saqueos y genocidios occidentales. Ese solo hecho alcanza para justificar, reivindicar su existencia, sin la URSS Hitler habría conquistado esos territorios, la exitosa marcha hacia el Este habría otorgado a Alemania el liderazgo de Europa y seguramente la primacía global como cabeza de un nuevo imperio.

La captura de Berlín por el ejército soviético podría ser vista como el símbolo de la victoria de la humanidad condenada a la esclavitud, la periferia, el “Oriente” tantas veces estigmatizado. Oriente despreciado (y temido) cuyas prolongaciones se extendían hacia las periferias interiores del centro del mundo (los judíos y los gitanos europeos y demás grupos locales considerados inferiores, peligrosos, desechables).

Los ciclos fascista y neofascista aparecen como etapas de la larga decadencia sistémica global, intentos brutales de salvación, de recuperación de la vitalidad perdida. Derrotada la primera arremetida reaccionaria (1945) las formas autoritarias extremas del capitalismo realizaron un prudente repliegue estratégico, pero coincidente con la evaporación de la marea periférica en los años 1980 y comienzos de los 1990 la peste comenzó a recomponerse renovando discursos y técnicas de intervención, se trató de una transformación acorde con los nuevos tiempos donde el fenómeno entrópico está experimentando un gigantesco salto hacia adelante. En el pasado el retroceso del polo hegemónico occidental (del espacio territorial bajo su control, de su dominación financiera, tecnológica, etc.) atrapó, arrastró hacia el fracaso a ensayos de autonomización capitalista o con pretenciones postcapitalistas. El caso de Japón entre la restauración Meiji e Hiroshima mostró los límites de la creación de una potencia capitalista (imperialista) independiente respecto de la trama de dominación occidental. El caso de la URSS expresó la debilidad de una construcción postcapitalista híbrida, geopolíticamente antagónica a Occidente, mezclando entre otras cosas estatismo, aspiraciones comunistas y modernización negadora de herencias culturales colectivistas rechazadas como precapitalistas. Tampoco debemos olvidar en este caso las consecuencias de la cruzada nazi que le costó 27 millones de muertos y el posterior acoso político-militar sufrido durante la Guerra Fría, formas concretas de ejercicio del poder de Occidente, prisionero de su dinámica expansionista, estratégicamente incompatible con algún tipo de coexistencia medianamente durable (esa obsesión occidental por controlarlo todo que se expresó en el pasado como anticomunismo renace actualmente como rusofobia).

Ahora, cuando se profundiza la declinación occidental emergen nuevos desafíos periféricos, principalmente los de China y Rusia. En ambos casos y luego de distintos recorridos se han constituido sistemas que de manera muy general pueden ser caracterizados como capitalismos burocráticos con amplios márgenes de autonomía respecto de Occidente y arrastrando el peso de sus respectivas herencias culturales socialistas. Con un bien orquestado giro hacia el capitalismo insertado en la trama global pero preservando el gobierno del Partido Comunista en el caso chino, demoliendo primero el edificio soviético para después de una efímera tentativa de instauración neoliberal imponer controles estatales sobre la economía en el caso ruso13.

En principio quedan abiertos dos escenarios entre otros, si partimos del supuesto de que la crisis global se va a agravar. El primero muestra a China y Rusia arrastradas por el desastre general, sus estructuras exportadoras dependientes de los mercados de Europa y Estados Unidos, el entramado financiero internacional del que forman parte y las exigencias de militarización derivadas de la agresividad de los países de la OTAN, las atarían a la degradación euro-norteamericana-global.

El segundo escenario presenta a estas potencias sobreviviendo al desastre, afirmando su espacio euroasiático, una de las variantes (atención, no la única) de ese futuro posible sería la introducción en sus sociedades de componentes defensivas postcapitalistas para lo que disponen de reservas culturales más que suficientes.

Profundización de la decadencia

La vocación planetaria-imperialista del capitalismo (de su motor occidental) nos permite establecer paralelos con ciclos de civilizaciones anteriores que no alcanzaron esa dimensión geográfica. Imperios condenados a expandirse de acuerdo a las leyes que rigieron su reproducción, ampliando su espacio de dominación hasta llegar al límite establecido por las técnicas de su época, en ese momento su lógica de reproducción ampliada chocaba con la barrera territorial, entonces el desarrollo vigoroso se iba transformando en decadencia, las virtudes en corrupción, los equilibrios en desorden, la explotación eficaz de pueblos y recursos naturales en superexplotación devastadora de la periferia que destruía la sustentabilidad del sistema, mientras que la multiplicación de controles administrativos-represivos, entre otros factores, contribuía al crecimiento del parasitismo.

La comparación con el caso de Roma es inevitable, es el mejor documentado. Pierre Chaunu nos explica que “la conquista se desarrolló mediante la expansión en círculos concéntricos realizando la extracción de hombres y productos de la periferia hacia el centro. Lo característico de dicho sistema es que excluía al estado estacionario, no podía subsistir sin agregar nuevas zonas de extracción a las existentes llegando finalmente, luego de un enriquecimiento incesante, a la degradación del centro ya que no podía vivir dentro de límites estables, sin la existencia en sus bordes de un espacio abierto explotable, de una “frontera abierta”, de una zona de extracción no integrada todavía. El punto de inflexión ocurrió bajo el reino de Trajano, a comienzos del siglo II cuando se alcanzó el límite de la expansión en Dacia, Escocia, Armenia...el norte de África desde Mauritania a Egipto… cuando la conquista romana había llegado a un poco más de 6 millones de kilómetros cuadrados habiendo absorbido la totalidad del espacio disponible posible”14. Las técnicas de comunicación y transporte de la época permitieron llegar al máximo de territorio más allá del cual los costos de conquista y su preservación superaban a los beneficios lo que obligó al proceso de reproducción del polo dominante a superexplotar al espacio bajo control. Los equilibrios y consensos periféricos entraron en crisis, las bases tributarias y esclavistas fueron tensionadas más allá de lo tolerable. Engels señalaba que cuando el Imperio comenzó a declinar: “el estado romano se había convertido en una máquina gigantesca y complicada con el exclusivo fin de explotar a los súbditos. Impuestos, gabelas y requisas de toda clase, sumían a la masa de la población en una pobreza cada vez más miserable, por las exacciones de los gobernantes, de los recaudadores, de los soldados... (en consecuencia) los bárbaros contra los cuales pretendía proteger a los ciudadanos eran esperados por estos como salvadores"15. Junto a ello Roma y las otras grandes ciudades del Imperio invadidas por el parasitismo se fueron convirtiendo como lo explica Chaunu en “ciudades cancerosas, glotonas, insaciables, de crecimiento anárquico, destructoras del tejido ambiental, que se expanden más allá de las condiciones que las hicieron nacer y desarrollarse”16. Dicho de otra manera, la ciudad ordenadora se fue sumergiendo en el desorden, la eficacia urbana (la ciudad como mecanismo de control y explotación de su periferia) fue derivando en ineficacia parasitaria lo que desordenaba al sistema en su conjunto, lo que exigía expandir, hacer más complejas las estructuras de control aumentando así su ineficacia general, etc., etc., el círculo vicioso de la decadencia se expandió de manera irresistible.

Al trasladarnos al mundo moderno observamos cómo, según lo señala Fieldhouse, “la proporción de la superficie terrestre terrestre ocupada de hecho por europeos, ya todavía bajo control europeo directo como colonias, ya como antiguas colonias, era del 35 % en 1800, del 67 % en 1878 y del 84,4 % en 1914. Entre 1800 y 1878 la media de la expansión imperialista fue de 560 mil Km2 al año”17. Lo que a partir de fines del siglo XV se había extendido en zonas costeras de América, África y Asia sumado a espacios territoriales más vastos se convirtió en una embestida arrolladora en el siglo XIX. Grandes espacios interiores de esos continentes fueron ocupados y comenzaron a ser explotados, en algunos casos sometiendo a las poblaciones originarias, destruyendo sus culturas y en otros exterminándolas, a todo eso se lo denominó progreso, victoria de la civilización, etapa inevitable del desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo amalgamando así las imágenes del cambio positivo y del genocidio, del bien como objetivo superior junto al crimen como daño de menor importancia histórica. Las víctimas aparecían como seres inferiores (subhombres, Untermenschen) destinados a ser civilizados (superexplotados) o exterminados, dualidad cultural que anticipaba el doble discurso nazi, su doble imagen: la bella estética del desfile de las juventudes arias junto a la estética siniestra de los campos de concentración. El capitalismo ascendente del siglo XIX, desde su base europea, que se autorefrenciaba como civilización portadora de la historia universal, del maravilloso destino del mundo, completaba la faena iniciada varios siglos atrás.

El proceso de ocupación casi total del planeta, del espacio territorial posible coincidió con lo que Polanyi llamó “la paz de cien años” (entre el fin de las guerras napoleónicas en 1815 y el comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914) al interior del espacio europeo solo enturbiado por pequeños conflictos o de muy corta duración18. El fin victorioso del expansionismo europeo, entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, convergió con el comienzo de una súper crisis, con una guerra intestina que marcó hacia 1914 el comienzo de la decadencia.

A partir de allí se sucedieron en el espacio occidental recesiones, hiperinflaciones, la guerra civil española, los ascensos fascistas, la Segunda Guerra Mundial y la derrota del fascismo, la prosperidad occidental y de Japón durante algo menos de tres décadas hasta llegar a la crisis de los años 1970 con la crisis energética y la estanflación. Mientras tanto desde 1917 el espacio de dominación territorial de Occidente se fue retrayendo al mismo tiempo que la guerra fría, la militarización y la saturación de la ola consumista generaban en su seno las condiciones para la emergencia de la hipertrofia financiera como centro de una expansión parasitaria sin precedentes.

Es posible argumentar que la etapa colonial extensiva sentó las bases de una posterior explotación más intensiva de lo conquistado y que las turbulencias del siglo XX permitieron digerir lo conquistado atravesando un recorrido complejo que incluyó grandes pérdidas territoriales, pero que al final de ese siglo la URSS y su área de influencia habían desaparecido dando lugar a grandes reconversiones capitalistas y que China había ingresado al sistema global del capitalismo aportando entre otras cosas unos 230 millones de obreros industriales baratos. Sin embargo esa incorporación no permitió superar la decadencia occidental, seguramente la agravó, tanto Estados Unidos como Europa y Japón sobrevivieron al ritmo de burbujas financieras para finalmente luego de 2008 ingresar en una etapa de crecimientos económicos anémicos, deterioros institucionales y degradaciones de vastos sectores sociales donde las burguesías dominantes han devenido lumpenburguesías y donde el aparato militar del amo estadounidense (Guerra de Cuarta Generación mediante) se ha convertido en un parásito cada vez más sofisticado desde el punto de vista tecnológico y cada vez más costoso e ineficaz en el que el mercenario va reemplazando al ciudadano-soldado (notable paralelo con la decadencia romana).

Debajo de la llamada recuperación territorial del capitalismo se reproduce agravándose la degradación general del sistema. Tendencias pesadas, sobredeterminantes, imponen la declinación.

Una de ellas es la declinación tendencial plurisecular de la tasa de ganancia que se fue manifestando a lo largo del siglo XX para llegar más recientemente a una suerte de piso provisorio muy bajo, que probablemente este anunciando una futura caída catastrófica (numerosos indicadores financieros, energéticos, laborales, de demanda, etc. así lo indican) lo que confirma una de las hipótesis decisivas de Marx (Gráficos 1, 2 y 3)

Tasas bajas que impulsan al mismo tiempo el enfriamiento en las inversiones productivas, la expansión de los negocios financieros parasitando sobre la actividad económica general y la declinación tendencial de la tasa de crecimiento de la economía global, personajes claves del establisment como Larry Summers vienen anunciando desde hace casi un lustro el ingreso a un prolongado período de estancamiento con centro en la declinación de la economía de los Estados Unidos19 (Gráfico 4).

La decadencia promueve el parasitismo que a su vez exacerba la decadencia y ya hemos ingresado en la etapa en que el parasitismo financiero decae porque su víctima productiva se acerca al estancamiento, a fines de 2013 los negocios globales con productos financieros derivados representaban 9,3 veces el Producto Bruto Global, a fines de 2015 habían caído a 6,6 veces manteniéndose aproximadamente en ese nivel hasta la actualidad20. La contracción no apacigua al parásito, por el contrario exacerba sus peores inclinaciones: el canibalismo financiero, las operaciones mafiosas, los golpes de mano, los saqueos, las aventuras delirantes van cubriendo un clima de negocios cada vez más enrarecido. No se trata de una enfermedad limitada a la cúpula del sistema sino abarcando a la totalidad de las sociedades llamadas de alto desarrollo, donde se agrava la fragmentación social, se deterioran las instituciones, se extienden las irrupciones neofascistas.

La tan publicitada globalización comercial, maravilla neoliberal que se expandía quebrando tejidos sociales y acumulando desocupación y pobreza llegó a su máximo en 2008 cuando las exportaciones representaban el 30,7 % del Producto Bruto Global (en 1963 llegaban al 11,7 %), entonces dejó de crecer e inició el camino descendente (Gráfico 5).

Además se va cumpliendo otro de los pronósticos de Marx, el de la polarización creciente del sistema entre una minoría cada vez más pequeña y más rica y una masa global, el proletariado y semiproletariado del siglo XXI, cada vez más paupérrima. Los años de la prosperidad keynesiana vieron proliferar la ilusión del fin del pronóstico marxista, incluso al comenzar el siglo XXI organismos internacionales y expertos mediáticos anunciaban una marea de nuevas clases medias en la periferia que hacia 2020-2030 alentaría un gran salto industrial global apoyado en el futuro consumismo. Pero la llegada de la crisis de 2008 marcó el fin de esa fantasía, la concentración global de ingresos avanza incontenible no solo en la periferia sino también en los capitalismos centrales, la miseria de masas se extiende21 (Gráfico 6).

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Neofascismo

Al igual que el fascismo clásico el neofascismo significa la radicalización de la explotación de recursos humanos y naturales, aunque el primero no tuvo el nivel despliegue planetario y la capacidad tecnológica del segundo. En ambos casos se trata de un gran salto cualitativo de la dinámica de explotación-opresión del capitalismo triturando libertades democráticas, garantías sociales de las clases bajas, identidades culturales, etc. Todavía seguimos impactados por las atrocidades pasadas del fascismo sin darnos cuenta muchas veces de la carga de barbarie, mucho mayor, de la que es portador el neofascismo. Los grandes genocidios del siglo XX se opacan ante las consecuencias posibles de la devastación neofascista en curso protagonizada por el Imperio y sus aliados.

Es necesario profundizar el análisis del fenómeno, detectar sus principales características, algunas constataciones pueden servirnos para ello.

Primera constatación: del rompecabezas ideológico fascista al pensamiento confuso neofascista

El viejo fascismo no escondía su nombre y la mundialización del capitalismo bajo la forma de cultura occidental22 extendió desde sus bases europeas lo que aparecía según sus propagandistas como una mezcla de renovación vivificante de la modernidad y de restablecimiento del orden conservador y autoritario corrompido por el liberalismo y amenazado de muerte por el comunismo. El rechazo a la democracia burguesa, desde su forma monárquica constitucional hasta el elitismo republicano le servía en Europa como caballito de batalla para descalificar toda forma de democracia, de ese modo recogían las críticas populares de izquierda ante la estafa a la democracia realizada por las clases dominantes y las introducían en la mochila autoritaria.

Los fascismos italiano, alemán o español encontraron partidarios en las élites periféricas. En 1936 nacieron las Falanges Libanesas, en 1937 aparecía la Falange Socialista Boliviana ambas formadas por admiradores del falangismo español y del fascismo mussoliniano, en los años 1930 gobernó El Salvador el dictador Martínez, un general admirador de Hitler aunque administrando un país económicamente dependiente de los Estados Unidos23, ya señalé la fuerte influencia del fascismo italiano en el golpe militar de 1930 en Argentina a lo que hay que agregar entre otras cosas las relaciones amistosas (sobre todo en la esfera militar) de la presidencia del general Agustín P. Justo (entre 1932 y 1938) con Alemania e Italia y bajo la influencia del Gran Mufti de Jerusalem se formó en 1941 la Legión Árabe Libre como parte del ejército alemán24

A partir de un pragmatismo muy audaz el fascismo clásico consiguió armar un rompecabezas ideológico relativamente sólido, lo fundó no solo gracias a la inescrupulosidad de sus dirigentes sino también contando con ideólogos de peso como Oswald Spengler o Martin Heidegger en Alemania o Tommaso Marinetti y Gabrielle d'Annunzio en Italia. Consiguió ubicar en un espacio común a variantes más o menos distanciadas de las estructuras religiosas cristianas, católicas o protestantes, hasta otras ultra-católicas como la española.

El neofascismo es mucho más pragmático, no rechaza a la democracia burguesa sino que trata de mimetizarse en ella, asumiéndola demagógicamente para colocarla al servicio de sus banderas racistas y autoritarias, el gobierno de Letonia, por ejemplo, no encuentra incoherente adherir a los postulados democrático liberales de la Unión Europea de la que forma parte con la realización el desfile anual en Riga de los veteranos de las Waffen SS integrante del ejército nazi alemán (tampoco la Unión Europea se alarma por esos hechos)25. Rusofobia, bien vista por la OTAN, persecución a la población rusoparlante, nostalgias nazis y formalismo democrático.

Tampoco en Polonia, también miembro de la Unión Europea, parecen producirse graves problemas ante la existencia de un gobierno neofascista, la rusofobia más extrema y la adhesión a las reglas europeas en materia de derechos humanos e institucionalidad democrática. En Francia el Frente Nacional adapta sus orígenes fascistas a los nuevos tiempos, acentúa su xenofobia, su agresividad anti-islámica, anuda lazos con la extrema derecha de Estados Unidos pero busca suavizar (maquillar con colores republicanos) su imagen extremista a nivel local26. En todos esos casos el antiguo antisemitismo es colocado debajo de la alfombra o tirado al basurero (mientras se observa con simpatía la cruzada antiislámica de Benjamín Netanyahu), la obsoleta demagogia “social” de Mussolini es remplazada por la de las instituciones democráticas.

En América Latina podemos encontrar similar acatamiento formal a las reglas de la democracia representativa en regímenes dictatoriales y protodictatoriales como en Honduras, Brasil, Argentina, México o Paraguay, en algunos casos apoyados en la histeria neofascista de las clases medias. En varios de esos gobiernos autoritarios se codean viejos fascistas antisemitas con sionistas, resultado de curiosas convergencias de generaciones diferentes. La amplitud neofascista no se detiene en las puertas del imperio donde Donald Trump agrupa al racismo blanco de las clases bajas (donde se nota un cierto tufillo a Ku Klux Klan), persigue a los inmigrantes y estrecha su amistad con la ultraderecha gobernante en Israel. Tampoco lo hace cuando se trata de realizar operaciones en la periferia promoviendo por ejemplo al Estado Islámico en Medio Oriente buscando destruir Siria y acorralar a Irán. Aunque en este caso no deberíamos limitarnos al aspecto conspirativo del tema ya que la maniobra se apoya en mercenarios pero también en fuerzas sociales concretas de la región. La decadencia o desaparición de los viejos nacionalismos postcoloniales (nasserismo, kadafismo, nacionalismo argelino) en un contexto de agravación de la crisis ha dado pié a la emergencia de una suerte de naofascismo islamista, tradicionalista al extremo en materia religiosa (que como otros tradicionalismos religiosos extremistas deforma de manera delirante la historia religiosa). Se extiende así, de manera bizarra, el espacio neofascista global que entre otras características tiene la de no tener ideólogos de peso, no los necesita, ni le interesa tenerlos. Su diseño pragmático se corresponde con un grado mucho mayor de degradación civilizacional que en el caso del fascismo clásico. Aquí ya no hay rompecabezas ideológico a organizar, la nueva barbarie no busca encuadrar ideológicamente poblaciones, disciplinarlas culturalmente, militarizarlas, sino introducirlas en una suerte de dualidad caótica, con un polo dominante saqueador, superexplotador, socialmente restringido y grandes masas humanas marginadas. Heidegger está de más, bienvenidos los manipuladores mediáticos, los magos de la posverdad inyectada en las redes sociales, los exitosos del inmediatismo nihilista.

Segunda constatación: del fascismo industrial al neofascismo financiero

El fascismo emergió de las crisis del capitalismo liberal europeo en cuya cima se encontraba la Haute Finance señalada por Polanyi, imperialista, es decir como lo enseñaba Lenin dominado por el capital financiero. Sin embargo ese tipo de dominación, para expresarlo en términos gramscianos, no se había convertido en hegemonía, la cultura financiera no era todavía la cultura de la totalidad del mundo burgués, su control era ejercido sin que su veneno ideológico haya invadido completamente al cuerpo productivo donde predominaba la industria, la modernidad aún tenía alma industrial.

De manera acertada Jeffrey Herf caracteriza al nazismo como modernismo reaccionario, como aceptación e incluso exacerbación de las innovaciones tecnológicas combinada con el rechazo al legado de la Revolución Francesa, principalmente sus aspectos democráticos, igualitarios27. De ese modo el autor desautoriza la presentación del hitlerismo como simple oscurantismo, como retroceso a una suerte de medievalismo troglodita. Aunque Herf lo señala como especificidad alemana, sin embargo el fascismo italiano e incluso el franquismo y su fundamentalismo católico ultramontano podrían ser caracterizados de la misma manera.

Albert Speer, que fue ministro de armamento y guerra de Hitler, trató de justificarse durante los Juicios Nuremberg y luego en sus memorias señalando que “los criminales sucesos de aquellos años no solo fueron el fruto de la personalidad de Hitler. El alcance de los crímenes tamnién se debió al hecho de que Hitler fue el primero capaz de emplear los instrumentos tecnológicos para multiplicar el crimen, a mayor tecnología mayor es el peligro”28. La culpabilización de la tecnología lleva a otorgarle un alto nivel de autonomía respecto de las decisiones humanas, se trata de una suerte de fetichismo tecnológico que cumple un papel decisivo en la cultura moderna.

En el imaginario modernista de comienzos del siglo XX tecnología era casi equivalente a tecnología industrial, con sus máquinas cada vez más eficaces, con grandes organizaciones estatales o privadas, civiles o militares, intentando funcionar a la perfección imitando a las máquinas visualizadas como paradigma superior del progreso. El paraíso autoritario aparecía como una gran maquina humana obedeciendo mecánicamente a quienes la manejan. El fascismo clásico puede ser entonces presentado como expresión autoritaria de la modernidad industrial durante las primeras décadas de la decadencia, no es exagerado hablar entonces de fascismo industrial.

A diferencia de ello el neofascismo emerge mucho tiempo después, arrastrando viejas historias pero inserto en un universo capitalista completamente financierizado, donde las innovaciones tecnológicas de la industria, la agricultura o la minería forman parte de una dinámica general de negocios en la que prevalece la cultura financiera, sus ritmos, su reproducción parasitaria. Donde la urbanización degenera en caos, donde la fragmentación social y la transnacionalización han quebrado integraciones nacionales y articulaciones estatales. Con tasas de ganancias productivas tendencialmente a la baja y tasas de crecimiento económico anémicas en los capitalismos dominantes tradicionales y desacelerándose en China. La hegemonía parasitaria en el área central histórica del capitalismo global capturando de manera irregular a vastas zonas periféricas se corresponde con una etapa muy avanzada de la decadencia sistémica, su imagen financiera, es decir no productiva, mafiosa, volátil, aventurera define la identidad neofascista.

Tercera constatación: el neofascismo como ruptura del metabolismo humanidad-naturaleza

Anticipado por Marx (que recogía estudios avanzados de su época como los de Liebig), aunque sin ocupar un lugar central en su obra, el fenómeno de ruptura del equilibrio entre la reproducción social y la de la naturaleza termina por ser realidad en el siglo XXI. La devastación del medio ambiente, el agotamiento de recursos naturales, forman ahora parte de la dinámica del capitalismo. Las avalanchas de la agricultura transgénica, de la minería a cielo abierto, de la hipertrofia y polución urbanas son algunas, y decisivas, manifestaciones de un proceso cuya magnitud amenaza con restringir de manera significativa las condiciones de la existencia humana en el planeta. La superexplotación de recursos energéticos, por ejemplo, ha conducido a una rápida reducción de las reservas petroleras con reemplazos insuficientes a la vista lo que llevará a una dramática degradación de las actividades económicas y sociales en general.

Una de las características de las tendencias neofascistas es su rechazo a las llamadas “tonterías ecológicas” que desalentarían las inversiones perjudicando el desarrollo empresario. No se trata de un capricho autoritario sino de la expresión de la necesidad profunda del gran capitalismo de rentabilizar sus negocios en una era donde las bajas tasas de ganancias productivas los obligan no solo a practicar el canibalismo financiero sino también a reducir costos y tiempos saqueando recursos naturales.

Estados Unidos y su gobierno están a la vanguardia del proceso destructivo global29, el abandono del Acuerdo de París sobre cambio climático en nombre del empleo y el desarrollo industrial aparecen como una medida demagógica nacionalista de Donald Trump que responde a las presiones de los grandes grupos económicos de los Estados Unidos cuyo único objetivo es aumentar sus ganancias destruyendo a su paso todos los obstáculos ecológicos que se les presenten.

El aspecto financiero del neofascismo converge con sus prácticas devastadoras de la naturaleza, de articulaciones sociales y de supervivencias culturales cuya interacción metabólica comienza a fracturarse a comienzos del siglo XXI.

Cuarta constatación: el carácter occidental-imperialista del neofascismo sobredetermina a sus manifestaciones ideológicas parciales.

Existió un discurso fascista, con sus variantes nacionales, regionales, religiosas o poniendo a la religión en un segundo plano, más allá de sus mezclas oportunistas, exhibiendo un conjunto de paradigmas, estilos y hasta escenografías que le otorgaban una cierta identidad universal: las camisas pardas en Alemania, las negras en Italia, azules en las falanges españolas o en los lancieris rumanos, la camisas blancas de la falange boliviana uniformaban a fuerzas militarizadas que ejercían la violencia contra la población civil.

Es muy difícil encontrar algo parecido en el neofascismo, su carácter universal viene dado por la intervención del imperio global estadounidense y no por escenografías o discursos comunes. Se trata de una ola reaccionaria de configuración variable, en Europa predomina el discurso racista contra los pueblos periféricos, xenofobia propagada en sociedades afectadas por el envejecimiento demográfico y la pérdida de dinamismo económico (tiene el aspecto de un neofascismo defensivo), en América Latina moviliza principalmente a clases altas y medias contra los pobres, donde se combina según los casos racismo y segregación social internos, en Estados Unidos uno de los baluartes de la victoria de Trump fueron las clases bajas blancas decadentes dominadas por el resentimiento social y la xenofobia, pero en Medio Oriente una fuerza de choque decisiva fue el ultraislamismo del Estado Islámico, Al Qaeda y otras organizaciones “antioccidentales” financiadas y entrenadas por Occidente nutriéndose de bases sociales políticamente a la deriva desencantadas de la modernización. El objetivo imperial no es regimentar sino controlar estratégicamente poblaciones caotizadas o apáticas, acorralar y si es posible destruir estados rivales o fuera de control. Sobredeterminación imperialista que por su dimensión planetaria, su presentación ideológicamente confusa y su impacto devastador no debería ser visto como como locura del polo dominante mundial sino como resultado decadente mucho más amplio de la reproducción ampliada negativa de la civilización burguesa que abandona completamente sus mitos progresistas para sumergirse en el nihilismo. Es un fenómeno que se expresa a través de indicadores productivos, tecnológicos, financieros, ambientales, demográficos, urbanos y otros que integran un proceso más vasto donde también aparecen la agonía de la racionalidad, el pesimismo social, el descrédito de la solidaridad.

Luces y sombras

El fascismo aparentaba ser una avalancha imparable, así lo creyó por ejemplo Stefan Zweig, escritor de gran popularidad internacional entre las dos guerras mundiales, austríaco representativo de la alta burguesía liberal nunca pudo reponerse del shock causado por la llegada de la barbarie nazi. Marchó al exilio y terminó suicidándose en Brasil en 1942, tres años antes del derrumbe nazi. Murió creyendo en la victoria universal del nazismo, el mundo que el añoraba, el del capitalismo liberal europeista, no volvería más, "no somos sino fantasmas o recuerdos" señaló acerca de su universo desaparecido que el reconocía plagado de injusticias pero también de posibilidades de superación. Así lo describió en su obra póstuma: “El Mundo de ayer” que curiosamente termina tal vez contradiciendo su pesimismo: “El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo ese tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz”30. Pero también madre de la luz sería necesario agregar, de una luz diferente, nueva. La catástrofe nazi (su emergencia y derrumbe final) significó, engendró como reacción, el despliegue de fuerzas sociales regeneradoras de dimensiones nunca antes vistas. El fin de la Segunda Guerra Mundial abrió las puertas al socialismo en el centro-este europeo, a la revolución china, a las grandes descoloniazciones en la periferia, obligando a las burguesías de los países centrales a ceder en sus propios territorios ante las demandas de sus trabajadores, allí no regresó el viejo capitalismo liberal sino que se instaló la adaptación keynesiana. Eso era impensable por ejemplo hacia 1940 para quienes con criterio “realista” observaban las fuerzas en presencia, incapaces de percibir la dinámica profunda del mundo, el devenir posible que incluía entre sus alternativas el despertar de grandes masas humanas subestimadas buscando superar un sistema decadente.

El desafío neofascista es muy superior al que representó el fascismo, su capacidad letal es mucho más grande, sus víctimas potenciales ya no se cuentan en decenas de millones sino en el mejor de los casos en centenas de millones, su reproducción devastadora amenaza la vida en el planeta. El coloso imperial dispone de la mayor maquinaria de guerra que jamás ha conocido la humanidad, su desarrollo comunicacional le permite atacar en cualquier lugar del mundo. Sin embargo su naturaleza parasitaria, el alejamiento psicológico de su élite respecto de la realidad paralelo a su financierización, la corrupción que la atrapa, su inmediatismo desenfrenado, lo conducen hacia derrotas o empantanamientos sorprendentes como los que ha sufrido en Siria y Afganistán o en sus tentativa de domesticación de Rusia y China, como parte de su estrategia fracasada de control de Eurasia. O que el caso latinoamericano lo han llevado a instaurar regímenes autoritarios sumamente frágiles como en Brasil o Argentina.

El Imperio se degrada empujado por sus estrategias de recomposición, respuestas salvajes que al intentar imponer una reproducción devastadora que niega estratégicamente la supervivencia de la mayor parte de la humanidad crea las condiciones de su caída. Si no hace nada se sigue hundiendo, las tasas de ganancia corporativas caen, los tejidos productivos se debilitan, pero si hace lo que le dictan sus intereses concretos se hunde mucho más.

Cuando Hitler asumió como Canciller del Reich, Carl Schmitt, uno de los más destacados ideólogos del nazismo, declaró: “Hoy, 30 de enero de 1933, es posible afirmar que Hegel ha muerto”31, es decir la Razón como fundamento de la civilización burguesa, la apuesta a una visión racional, científica, de la historia humana, de su desarrollo presente y futuro. Pero la reconfiguración ideológica nazi duro poco, Hegel empezaba a sufrir sus primeros achaques pero siguió con vida sobreviviendo a ese primer momento de descomposición civilizacional cuyo final fue simbolizado por el soldado soviético colocando la bandera roja en lo alto del Reichstagg el 2 de Mayo de 1945. No solo Hegel seguía vivo sino que también otro alemán: Carlos Marx, aparecía en la escena anunciando su victoria.

Nos encontramos ahora sumergidos en una decadencia mucho más profunda y extendida que la de los años 1920-1930 amenazando convertirse en un proceso de autodestrucción de alcance planetario, además segú

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