Opinión. Por Isabel Piper Shafir
Nuevas violencias resistentes frente al Chile neoliberal
Aunque es indudable que las violencias políticas son múltiples, podemos afirmar que hoy en Chile, esta no opera como una forma de acceder al poder político. Estamos frente a un uso de la violencia como una forma de defensa frente a la represión policial y de resistencia frente a las violencias del neoliberalismo, que difiere enormemente de la lucha armada de los años setenta, ochenta y parte de los noventa, y que en ningún caso podremos comprender si la miramos a la luz de categorías políticas del pasado. Analizar las memorias de las violencias políticas de nuestro pasado reciente es un ejercicio necesario para entender que a un ejercicio de resistencia muy diferente al de los movimientos revolucionarios de esos años.
En la postdictadura chilena, se produjo una transformación de las prácticas y los sentidos de lo que entendemos por violencia política. La violencia represiva del Estado – ejercida como Terrorismo de Estado durante la dictadura cívico militar de Pinochet – encuentra en los noventa una institucionalidad que le permite funcionar cómodamente en democracia y una legitimación que hasta ese momento no tenía. La “transición a la democracia” instala la idea de que el orden público y la seguridad ciudadana son derechos fundamentales, y que la democracia es un valor en si mismo que debe protegerse aún a costa de vaciarla de contenido y de todo proyecto político que busque la justicia y la equidad. Bajo ese marco discursivo y normativo, es decir, que configura sentidos y normas de comportamiento, las Fuerzas de Orden y Seguridad siguieron reprimiendo a los y las disidentes políticos, amparadas en la legitimación que les otorga ser las garantes del orden publico. La violencia política del estado no dejó de existir en la democracia postdictatorial chilena, y lo que observamos hoy en las calles de nuestro país no es más que la exacerbación del operar de una institucionalidad fuertemente violenta y represiva que sigue actuando con impunidad.
En los años noventa no sólo se transforma la violencia del Estado, sino también sus usos como forma de lucha política. Los tres grupos armados u organizaciones político militares que operaron durante la dictadura – El MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), el FPMR (Frente Patriótico Manuel Rodríguez) y el MJL (Movimiento Juvenil Lautaro) o MAPU Lautaro – lo siguen haciendo (al menos algunas facciones de ellos) hasta alrededor de 1994[1]. A mediados de los noventa estos grupos ya no actúan militarmente. Sus militantes han sido fuertemente perseguidos/as, asesinados/as, viven en el exilio o están presos/as en la Cárcel de Alta Seguridad (CAS). La lucha armada como una forma de conseguir la realización de un proyecto político revolucionario y como una forma de acceder al poder político deja de operar y hasta el momento no ha vuelto a hacerlo.
Aunque las memorias de las luchas políticas de los noventa no han sido hasta ahora algo que se haya construido con sistematicidad, es sin duda una época donde ocurren muchas cosas. Esas luchas que denuncian y tensionan el modelo neoliberal y el continuismo de la transición son silenciadas por los medios de comunicación, perseguidas por las fuerzas e instituciones del orden del estado democrático que ven en ellas una amenaza, y reprimidas por la policía. Es en ese contexto, que los movimientos y colectivos políticos recurren – ya desde los noventa – al uso de formas “violentas” como una estrategia de visibilización, pero sobre todo de defensa.
Son precisamente las reflexiones de estos grupos en torno a las violencias del neoliberalismo y del patriarcado, así como la legitimidad (o no) y la pertinencia (o no) del uso de la violencia como una estrategia de acción política lo que nos da luces para comprender lo que vivimos hoy. Lo que vemos en las calles chilenas desde el mes de octubre no es el aparato armado de un partido, o un movimiento revolucionario que buscar acceder al poder político para construir una sociedad distinta, sino una práctica de defensa frontal frente a las violencias del neoliberalismo. Lo que observamos es un actuar coordinado de personas o grupos que realizan un conjunto de acciones creativas y articuladas para defenderse y defender a otros/as de la violencia policial. No se trata de un movimiento orgánico (al menos por ahora) que posea formación militar previa y que use el contexto de rebelión popular y sus manifestaciones como una plataforma para conseguir sus objetivos, sino de un colectivo situacional cuyo objetivo e identidad se realiza en la resistencia que ejercen.
El límite de la Primera Línea es claro si se mira la frontera con el contrario (los pacos), pero no lo es tanto si se mira su límite con la manifestación. En esta segunda mirada no se trata tanto de una línea como de una amplia y porosa franja, constituida por un conjunto de roles que son ejercidos a veces por las mismas personas y otras por quienes se mueven entre unos y otros. Existen “escuderos/as”, “tiradores/as”, “bomberos/as” o “piqueteros/as”. También están los que atienden heridos/as y ayudan a los y las manifestantes a combatir los efectos de los gases lacrimógenos”. La Primera Línea no es un otro de la manifestación sino una parte de ella que ocupa el lugar de la resistencia frontal frente a los violentos embates de la represión. El sentido de su existencia es doble: defensa y creación de condiciones de posibilidad de la manifestación. Como toda acción colectiva, es presumible que sus prácticas sean, al menos en parte, un aprendizaje de memorias de otras luchas, que es siempre un proceso creativo de dialogo con el pasado
Entender las acciones de la Primera Línea como parte de un movimiento armado que podría estar influido o incluso orquestado por un inexistente bloque soviético (con Cuba y Venezuela como representantes Latinoamericanos) es un error que bordea lo ridículo. Si el gobierno de Chile quiere terminar con esto que ve como una violencia que atenta contra las instituciones democráticas, su solución es fácil. Debe dejar de reprimir las manifestaciones permitiendo y más aún garantizando el ejercicio sistemático y masivo de la protesta social, y respondiendo a la demanda de terminar con las violencias del neoliberalismo.
[1] Acciones como ataques, emboscadas o sabotajes; “recuperaciones” de alimentos, armamento o dinero; ejecuciones; secuestros; rescate de presos políticos; propaganda armada (Rosas, 2013).
Fuente: El Desconcierto
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