Análisis
Qué debe hacer la Argentina ante la ráfaga de Golpes de Estado en América Latina
El 27 de mayo de 2016 en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, el ex vicepresidente de la República Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, planteó la necesidad de aggiornar los movimientos progresistas a una nueva etapa histórica caracterizada por un nuevo equilibrio de fuerzas que permitieron el ascenso de las derechas al poder.
En aquella conferencia, García Linera sostuvo que una de las contradicciones de los proyectos progresistas de inicios del siglo XXI fue la de favorecer un proceso de portadora de un sentido común de élite sin raigambre ideológica. Sucedió en la Argentina, sucedió en Bolivia y sucedió en las mayores democracias latinoamericanas que fueron gobernadas por proyectos posneoliberales.
El pasado 10 de noviembre, Evo Morales fue forzado a renunciar a la Presidencia, lo cual puso en duda la idea de que las derechas latinoamericanas habían logrado integrarse al sistema político democrático. Ese fatídico domingo dejó de ser parte de la empiria para ser parte de la irrealidad. Todas y todos volvimos a pensar en Henry Kissinger, en Ronald Reagan y en los momentos más oscuros de la historia de nuestra región. Pero no es posible analizar el de Bolivia como un caso aislado.
En cambio, debemos situarlo como víctima de una renovada Doctrina de Seguridad Nacional, que opera en un doble sentido: a través de tácticas originales como el lawfare (guerra jurídica), las fakenews y la autoproclamación de presidentes (y presidentas) sin el aval de sus pueblos y que a su vez recupera formas del golpismo clásico de la década del ‘70 en términos de derrocamiento y toma del poder. Entonces, ¿cómo calificar a estos procesos destituyentes que presentan características novedosas? ¿por qué todavía en muchos sectores políticos, académicos y mediáticos se niegan a caracterizarlo como un golpe de Estado?
Populismo funesto tesoro
El crecimiento de gobiernos populares en la región durante la primera década del siglo supuso una nueva distribución del poder que implicó, para las élites, sofisticar sus tácticas y estrategias de confrontación, dando inicio a novedosas formas de intervención política, económica, judicial y comunicacional en Latinoamérica.
Uno de los rasgos principales de esta reconfiguración es un cambio de la forma de operar utilizada para desplazar gobiernos elegidos por el voto popular, como fueron los casos de Manuel Zelaya en Honduras (2009), Fernando Lugo en Paraguay (2012) y Dilma Rousseff en Brasil (2015). Se suman a esos casos los intentos frustrados de golpe de Estado a Hugo Chávez en Venezuela (2002), el intento de destitución a Evo Morales en Bolivia (2008) y el de Rafael Correa (2010). Tales procesos destituyentes se dieron en el marco de una guerra de baja intensidad que ha sofisticado sus esquemas de contrainsurgencia.
Los golpes de nuevo tipo que forman parte determinante de los dispositivos de esta guerra de baja intensidad que son conocidos como golpes “suaves” o “blandos”. Según la caracterización que surge de los textos del sociólogo estadounidense y colaborador permanente de la CIA, Gene Sharp, se pueden identificar diferentes etapas y acciones que pueden desarrollarse para derrocar a un gobierno “dictatorial populista” que no sea afín a los Estados Unidos: ablandamiento, deslegitimación, calentamiento en la calle, diversas formas de lucha y fractura institucional.
A su vez, esta metodología tiene su origen en la contrarrevolución sandinista y plantea un tipo de guerra distinta a la clásica, en la cual la disputa cultural es un punto determinante, así como la información o desinformación, la manipulación de la opinión pública y la generación de caos económico y estados de paranoia colectiva.
Además, a diferencia de los golpes del siglo XX donde los ejércitos eran la punta de lanza por excelencia, en la actualidad predominan agentes de la sociedad civil: ONGs, poder judicial, medios de comunicación, partidos políticos que pueden estar o no en articulación con las fuerzas de seguridad.
Bolivia: las dos caras de una misma moneda
El caso boliviano nos muestra dos caras de una misma moneda: por un lado, una intervención militar clásica; por el otro, la autoproclamación como mecanismo para justificar un gobierno de facto. Estamos frente a un golpe que, en líneas generales, se asemeja más al formato del siglo pasado en cuanto a los métodos de derrocamiento de poder pero con un proyecto político refundacional de la nación que pretende legitimarse a través de mecanismos democráticos.
Por eso, se vuelve aún más preocupante la indefinición de quienes no se animan a llamarlo por su nombre. No señalarlo como un golpe de Estado es de una gravedad significativa no sólo porque atrasa con las luchas en materia de Derechos Humanos, sino porque desdibuja los límites entre democracia y dictadura en los imaginarios colectivos. Definir si es un golpe o no también tiene efectos para nuestro país, porque es debatir qué tipos de democracias queremos construir, discutir Bolivia es discutir qué rol queremos que tenga la Argentina en el mundo y en la región.
Las perspectivas de Argentina en una América Latina convulsionada
La primera cuestión a tener en cuenta a la hora de abordar el proceso político argentino en relación con el resto de los países latinoamericanos es que, a diferencia de otros países regionales, en la Argentina no hay un clivaje racista. Hay racistas, sin dudas, pero no es el racismo lo que determina la lucha política. Hay xenofobia, pero no hay una subyacente conflictividad relacionada con conflictos racistas como quizás existe en Brasil, Bolivia, Ecuador y el resto de las economías que construyeron la idea de nación en torno a economías de enclave.
Ahora bien, ¿qué hay en Argentina? Hay una sociedad con un nivel de politización importante, un sentido común de nación, una tradición de solidaridad colectiva, la virtud de pensarnos en relación a un otro, andamiajes colectivos de organización del pueblo que permiten canalizar la conflictividad social a través de instituciones y formas de organización democráticas. La historia suscripta a sangre y fuego en nuestra nación, la censura, la proscripción, nuestros desaparecidos, nuestras madres y abuelas fundaron un pacto básico de convivencia a través del cual la democracia no es un eje de discusión.
Sin embargo, llama la atención el silencio de Juntos por el Cambio frente al gobierno de facto de Bolivia. No es casualidad. El oficialismo saliente, frente al fracaso económico de su gestión se ha refugiado en un discurso cultural agresivo que apuesta a profundizar la grieta, a fortalecer un nosotros frente a un ellos como lo ha sostenido varias veces Mauricio Macri en el último debate presidencial y lo que es peor aún, en nombre de la ¡República! justifica golpes de Estado contra las democracias latinoamericanas.
En este escenario de inestabilidad regional es imprescindible construir un nuevo acuerdo social para fortalecer la democracia. Un acuerdo siempre es la contracara de un desacuerdo, por lo tanto, para acordar que queremos una democracia de alta intensidad debemos estar en desacuerdo con cualquier tipo de naturalización sobre los procesos destituyentes. Si acordamos que en las sociedades actuales es la voluntad popular la que decide sobre nuestros gobernantes y no las corporaciones entonces debemos condenar cualquier golpe de Estado. Si acordamos que el adversario también tiene derecho a existir y a ganar, debemos deconstruir aquellos mitos que hacen del populismo un sinónimo de demagogia y autoritarismo.
Por eso debemos cuidar esa virtud del pueblo argentino con su tradición de solidaridad colectiva y un pacto tácito con la democracia, para gritar bien fuerte y sin titubeos Nunca Más a un golpe de Estado en América Latina.
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