Opinión

Nuria Alabao y Raúl Sánchez Cedillo

¿Un nuevo apartheid europeo como alternativa al fascismo?

(Por Nuria Alabao y Raúl Sánchez Cedillo) En una entrevista publicada en CTXT, el economista Lant Pritchett dice que para lidiar con el problema del envejecimiento de las poblaciones europeas sería necesaria una inmigración de proporciones masivas. Para él, los “problemas de integración” de estos inmigrantes –necesarios pero incómodos– se solucionarían mediante un sistema de contingentes. Es decir, de permisos de trabajo limitados en el tiempo, otorgados bajo criterios de “productividad” y que no conlleven derechos políticos al cabo de un tiempo, “al estilo de las monarquías del Golfo Pérsico”. Creemos que vale la pena responder a estas ideas porque nos encontramos en una encrucijada colosal para Europa, una en la que se va a dirimir nuestro destino como democracias y la cuestión de la inmigración va a ser completamente definitoria. Este es el debate de época.

El discurso de Pritchett sobre la “integración” parece hacer referencia en realidad a si los inmigrantes pueden o no ser asumidos por las poblaciones blancas europeas en un contexto de crisis y de emergencia de opciones posfascistas. Los inmigrantes son considerados como una amenaza para la identidad europea si consiguen derechos –probablemente porque se consideran “islamizados” o son diferentes–, pero se deja traslucir que son necesarios para el mantenimiento del poder y las jerarquías de un capitalismo parasitario y rentista. También se reconoce que estamos a las puertas de una auténtica “crisis de cuidados” y que para apuntalar a las envejecidas poblaciones europeas hace falta mano de obra barata que atienda esas necesidades. En cualquier caso, esta visión economicista de la inmigración tiene la virtud de evidenciar las relaciones entre los discursos políticos y las condiciones económicas, porque serán estas últimas las que al final determinen la “viabilidad” y la “aceptabilidad” de las propuestas racistas.

De hecho es imposible desligar este debate de la cuestión sistémica: ante la caída global de la tasa de ganancia, las élites de los Estados europeos –y en todo occidente– no van a mantener su poder sin un aumento considerable de la explotación de la fuerza de trabajo. Esto solo podría solucionarse mediante una devaluación todavía más profunda de la mano de obra nacional. Algo que realmente parece muy difícil sin implementar gobiernos de carácter fuertemente autoritarios y antidemocráticos. (De hecho las opciones austeritarias de salida de la crisis y la represión del descontento ya apuntan a este escenario).

Pritchett parece asumir este contexto y optar por el “mal menor”: hacer recaer esta pérdida de derechos en solo una parte de la población, los extranjeros. El “consenso nacional” y la estabilidad política ahora amenazados por las crisis –política, económica– serían posibles pues a partir de una refundación étnica de las comunidades europeas y la instauración de un sistema de apartheid institucionalizado. Se trataría de crear dos grandes clases sociales separadas: los nacionales con derechos y los que les sirven y únicamente cuentan en tanto que fuerza de trabajo –los de fuera–. Una suerte de impugnación de la modernidad revolucionaria desde 1789 en adelante, cuyo objetivo sería el restablecimiento de un poder neoliberal ya abiertamente racista. En este sentido, las políticas de gestión de la inmigración de la UE –de exclusión y guetización social de los migrantes– simplemente habrían sido un precedente, desatado ahora gracias al desplazamiento operado por la emergencia de los posfascismos. De hecho, las leyes de extranjería de la mayor parte de Europa están destinadas precisamente a conformar esta estructura dual, de carácter claramente étnico, del mercado de trabajo pero todavía operan bajo la promesa de que si uno da todos los pasos requeridos al final acabará siendo un igual.

La propuesta de Pritchett, además, no solo generaría un nuevo consenso ideológico, sino que se adaptaría perfectamente a los intereses de distintos grupos de interés económico: bancos, corporaciones o pymes “nacionales” que se beneficiarían del apartheid institucionalizado. Así como a pensionistas y ahorradores agrupados en fondos que extraerían los dividendos de la hiperexplotación de los “no europeos”. Para todos ellos, el “Plan Pritchett” se presenta como la gran solución: la instauración de una sociedad dual cuyos modelos principales podrían ser la Sudáfrica del apartheid, el Estado de Israel, o la Arabia Saudí que él mismo menciona. ¿Pero salvaría esta propuesta realmente la democracia aunque fuese para unos pocos?

Los dos primeros ejemplos han sido posibles sobre la base de la represión salvaje, la segregación espacial –e incluso la ocupación y la guerra–. En el caso de las monarquías árabes del Golfo Pérsico –que Pritchett pone como ejemplo– es muy significativo ya que precisamente en ellas está acreditado el carácter de trabajo esclavo de todo tipo al que ha dado lugar este sistema de apartheid. Hay que considerar además que allí la dualización social es “viable” porque las rentas petroleras permiten mantener a una clase media nacional más o menos generalizada separada materialmente de una masa de inmigrantes temporales sin ciudadanía y con niveles de salario y de vida muy inferiores. No hace falta insistir mucho en que algo así aquí es imposible. Nuestra estructura económica y la actual relación de fuerzas del capital con una clase media menguante y progresivamente proletarizada lo hacen totalmente inviable. Mantener amplios sectores de trabajadores sin derechos solo provocaría más competencia, más resentimiento y probablemente alentaría las tendencias fascistizantes que se pretenden conjurar con esta propuesta.

En realidad el peligro reside en que quizás bajo la retórica de controlar la inmigración para evitar a la ultraderecha, acabemos asumiendo formas fascistas de control de las poblaciones y de los conflictos que puedan llegar a producirse. No nos olvidemos de que el fascismo se ha definido históricamente como la introducción de prácticas coloniales de gestión de las poblaciones en el corazón de las antiguas metrópolis imperiales, como escribe Hannah Arendt. La racialización o nacionalización de la ciudadanía es siempre un primer paso hacia un régimen dictatorial sobre los derechos y la movilidad de las fuerzas del trabajo.

No se trata de ellos, se trata de todos

De hecho, hoy en Europa ya existe un gran laboratorio para medidas de este tipo: la contratación en origen por contingente, fundamentalmente en el trabajo agrícola. Este tipo de migración “ordenada” da lugar a permisos temporales vinculados a un país y a un empleador concretos, pero a cambio, los trabajadores ceden buena parte de sus derechos. Las consecuencias han sido que desde la implantación de este sistema a partir del año 2000-2001, se han denunciado numerosos abusos laborales e incluso sexuales, como los que se produjeron este verano. Nunca se puede confiar la preservación de derechos a la “buena voluntad” de los contratadores o los Estados. La experiencia histórica y las realidades materiales de hoy evidencian que sin derechos y sin capacidad de organizarse para mejorar su situación los trabajadores están a merced de los intereses de los empleadores, y de los supuestos controles estatales –casi imposibles de implementar a la escala requerida–. Sin derechos políticos no hay tampoco derechos laborales.

Y esta es la forma en la que debería encararse la cuestión migratoria. El prejuicio del “ejército industrial de reserva” considera que el exceso de oferta de fuerza de trabajo provoca su devaluación y que esto sirve a los intereses empresariales. Pero la realidad es que solo cuando se fija en un lugar determinado a esos trabajadores –mediante límites a la movilidad, leyes de extranjería, sistemas de pases y permisos de residencia, etc.– se confirma esa tendencia. Si hay libertad de movimiento, las fuerzas del trabajo pueden huir en busca de mejores condiciones, creando escasez y no abundancia de oferta de mano de obra allí donde las condiciones impuestas por los poseedores del capital son peores. Este principio es el alfa y omega de la lucha contra el racismo obrero, pero además es un principio material, no moral.

Por otra parte, la verdadera “integración” de los migrantes depende de si pueden acceder a condiciones materiales de existencia suficientes. La mejor vacuna contra la expansión del racismo –y sus consecuencias para la democracia– no es institucionalizarlo –mediante un apartheid como el que propone Pritchett o mediante leyes de extranjería que priven de derechos como las actuales–, sino a partir de la confrontación con las élites extractivas de renta. Una confrontación que impida la caída de las condiciones de vida y frene la descomposición del Estado del Bienestar.

Que el trabajo barato de los inmigrantes pague nuestro bienestar no va a ser una solución para la mayoría a largo plazo, sino tan solo para los que están en la parte superior de la pirámide social. Para el resto, solo nos queda luchar, luchar junto a los migrantes que son, o pueden ser, una poderosa fuerza social. La deriva fascista es el horizonte de las sociedades capitalistas europeas si no conseguimos articular frentes que partan de la cooperación dentro de la heterogeneidad de la fuerza del trabajo –ya de por sí diversa en género, raza, origen, etc.–. No es posible que la única utopía que seamos capaces de generar sea la de la exclusión, ni asumir la decadencia del horizonte de igualdad que alumbró las luchas pasadas.

  • Raúl Sánchez Cedillo (@SanchezCedillo) es miembro de la Fundación de los Comunes.

(*) Fuente: CTXT

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