Opinión. Por Gabriel Fernández
Sobre el derecho a mentir
Medios, libertad y control en la Argentina
(Por Gabriel Fernández) A lo largo de los años he sido crítico de cualquier intento de contralor de los contenidos en los medios. No porque carezca de razón quien anhela combatir la mentira, sino porque los cambios políticos en las estructuras del Estado y la capacidad de insertar intereses dentro de instituciones autónomas puede resultar, en perspectiva, muy perjudicial. De hecho el diario La Nación, a través de un memorable editorial, solicitó y logró la censura del canal de noticias latinoamericano Telesur en las grillas de los cables argentinos.
Es decir: si creamos una entidad –dentro o fuera del Estado- para evitar la difusión de engaños, es probable que con el tiempo los poderes empresariales concentrados la conviertan en un freno a la comunicación de la verdad. Pero eso no implica que el surgimiento de NODIO no resulte un buen punto de partida para la re discusión del asunto. Como no podía ser de otra manera, al igual que en otras zonas industriales, es pertinente que las autoridades –antes que andar inventando áreas- promuevan la utilización de la capacidad instalada y dinamicen a la empresa mediana y cooperativa del sector.
Para plantear un periodismo más apegado a la verdad el Estado cuenta con una poderosa trama de medios públicos que necesita vivificar y poner de pie en términos editoriales. En la misma línea, ya existe una importante red de medios populares que está aguardando, al menos, recibir pautas publicitarias menores a las que se vuelcan sobre los medios concentrados, esos planeros que ya no ofrecen calidad y ven decrecer mes a mes el número de lectores, oyentes y televidentes. A pesar del notable desnivel estructural en su favor.
Los profesionales de la comunicación afincados en esos espacios no son técnicamente superiores a los estatales y a los populares, y su apego a la realidad que dicen transmitir está siempre condicionado al interés empresarial que los controla. Los perennes comentarios sobre si tal o cual espacio “llega más” solo se asientan, circularmente, en la existencia de grandes cañones de difusión amparados por el mismo Estado – Víctima. Es habitual en cualquier conversación que la voz de quien grita más fuerte sea más escuchada.
Pero eso no implica que tenga razón, ni mucho menos que los aturdidos receptores deseen oírla.
Sin embargo, la cuestión trasciende lo estructural y se adentra en lo particular. Por fuera de las buenas costumbres, el pensador nacional Arturo Jauretche acusó, sobre comienzos de los años 60, a los intelectuales de “maricones”. No lo escribió así por prejuicios sobre las opciones personales de los mismos, sino por la pretensión de esa región social de contar con inmunidad para decir cualquier cosa, aunque estuviera reñida con la verdad. En varios cruces el hombre de Lincoln había sido objetado por intentar desmentir a algún “alto intelectual” que merecía respeto por su ser en sí.
Entonces, Jauretche reflexionó que lo habían autorizado a criticar políticos, sindicalistas, militares, científicos … pero bajo ningún punto de vista ese rubro inmaculado que configuraba las plumas consagradas y los investigadores universitarios, todos divulgados y aplaudidos por los grandes diarios. Re orientemos la idea y coloquemos el sustantivo “periodista” en lugar de “intelectual”; de tal modo nos hallaremos ante un bloqueo a los cuestionamientos sobre esas personas que gritan mentiras, a viva voz, desde páginas, diales y pantallas.
Cuando se pretende objetar y desmentir con datos en mano a semejantes envenenadores de la opinión pública, surgen rápidamente quienes ponen el grito en el cielo para condenar lo que evalúan un avasallamiento de la libertad de prensa, de la libertad expresiva, de la libertad periodística. Así, los macaneadores profesionales no sólo reciben planes sociales a través de ATP y millonaria publicidad estatal sino que además guardan para sí el derecho a narrar presente y pasado del modo que se les ocurra. Que se les ocurra a ellos y, fundamentalmente, a los propietarios de las empresas que componen este manto oscuro que oprime a la sociedad al conducir la información y el debate.
Si alguien osa cuestionarlos y señalar que las tropelías realizadas desde los medios damnifican cultural, económica y psicológicamente a la comunidad, será caracterizado como autoritario, censor y, como nunca está demás, populista. Esto es, los verborrágicos de la antipatria no discuten, afirman. Quien pretenda contrastar sus “verdades” ingresa en el terreno de aquellos que enmiendan la plana a deidades, objetan lo inobjetable. Sucede que sus consideraciones diarias son notoriamente cuestionables y su formación –conozco de modo directo lo que afirmo- ni siquiera tiene el volumen imprescindible para sostener lo que enfatizan.
Como en toda actividad, el impulso a la generación de bienes no tiene relación estricta con la declamación. Sin los aranceles y los créditos esenciales, de poco sirve que algunos funcionarios digan al público “compre productos nacionales”. Esa propaganda etérea sólo puede tener éxito si esos elementos reciben sustento financiero y luego, posibilidades de distribución y comercialización. Además, si cuentan con un mercado con los recursos justos –poder adquisitivo popular- para adquirir aquello que ofertan.
Bueno, en materia periodística la milonga es parecida. La creación del NODIO es inocua, y en su interior anida un riesgo que todos intuyen. En su presentación se propone como “un observatorio contra la desinformación y la violencia simbólica”, lo cual lleva a preguntarse por el sentido de aquella medida destinada a eliminar los juicios por calumnias e injurias que caracterizó la gestión nacional popular anterior. Por algún motivo desconocido por este periodista que en medios comerciales, concentrados y populares se ha cuidado con esmero de no realizar afirmaciones sin sustento, esa decisión facilitó que numerosos colegas se sintieran autorizados a decir Cualquier Cosa.
El cerco sobre NODIO se extendió con rapidez, en las primeras horas de su alumbramiento: el poder empresarial mediático –enlazado con otros, de ostensible interior rentístico y primarizado- lanzó a su prestigioso fiscal federal Carlos Stornelli a promover una investigación penal sobre la Defensora del Público Miriam Lewin ante la posible transgresión al artículo 161 del Código Penal destinado a custodiar la libertad de prensa. Stornelli está en sintonía, pues ha comprobado que a él tampoco se lo puede tocar, sean cuales fueran las causas en las que se encuentre involucrado, junto a sus amigos periodistas y servicios de inteligencia.
Aquél programa, Animales Sueltos, evidenció que las compañías consideran tener patente de corso para difamar, apretar y amenazar personas. ¿Por qué alguien cuya imagen fue limada desde un espacio de esa naturaleza no tendría el derecho de cuestionarlo del modo que considere necesario? Bueno, lo que se señala a diario es que no, no lo tiene. El agredido y la sociedad mal informada deben sentarse plácidamente a escuchar los ditirambos lanzados sin considerar, siquiera, la posibilidad de rebatirlos y exigir una compensación. El juicio por calumnias e injurias exige una revisión. Pero eso nos devuelve al origen.
La única manera real de contradecir la narración deformada del presente es la potenciación de medios de comunicación que puedan expresarse alto y fuerte en todo el territorio nacional. De hecho, la división entre populares y comerciales es en sí mismo un error que sirve para negar lo evidente: son medios, simplemente, que merecen contar con los recursos adecuados de modo equilibrado. Igualá y largamos. En dirección semejante a la evocada antes, quien escribe siente la obligación de aclarar que ha sentado sus reales en la creación de nuevos medios con el sencillo objetivo de llevar adelante una línea editorial nacional popular y poder responder a las preguntas clásicas del oficio.
En los espacios monopólicos es imposible dar cuenta de la elemental W: qué, quién, cómo, dónde, cuándo, por qué y eventualmente para qué. ¿A qué se debe esta situación? Cuando se ahonda en el tema que fuere, se va llegando a conocer la acción delictiva de alguna de las múltiples empresas que dominan el campo comunicacional; ahí, la dirección empresarial de la misma frena toda investigación y, si puede, invierte los términos de la misma generando una ficción según la cual el delito en cuestión fue cometido por “los K”, “los sindicatos”, “el peronismo” o “el populismo”. Así las cosas, los grandes ladrones de la historia nacional operan como el chorro común en la salidera y mientras se adueñan de lo ajeno gritan “al ladrón, al ladrón” elevando el índice sobre la víctima.
Y gritan, y gritan. Todo el país, debido a los cañones de difusión sostenidos por el Estado, los escucha. Si una mayoría no les cree, de todos modos contribuyen a formar un clima. El zonzo se siente con altavoz y el trabajador argentino promedio se percibe a solas, habla en voz baja y se angustia pensando que su país es ancho pero ajeno.
Las acciones materiales transparentan el rumbo político. Es claro que sería importante re posicionar la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Pero tampoco alcanza, por esa sencilla razón. El 33 por ciento con lineamiento editorial nacional popular –es tiempo de hablar con nitidez y dejarse de justificar la normativa con apelaciones a las entidades sin fines de lucro- necesitan dinero para combatir la mentira en la cancha. Ese tal NODIO puede ser un BODRIO aprovechado por grandes empresas que sólo conocen el lenguaje del poder a la hora de debatir el rumbo nacional.
Desde la alharaca sobre la Ley Mordaza hasta este escandalete en derredor del Observatorio, pasando por la admisión que implicó la frase “periodismo de guerra”, los grupos concentrados dicen una y otra vez: vamos a seguir mintiendo y nadie tiene derecho a decir que mentimos.
Ese es el eje del debate.
Gabriel Fernanfez. Área Periodística Radio Gráfica / Director La Señal Medios / Sindical Federal
Fuente: Radio Gráfica
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