Sociedad

Enrique M. Martínez / Instituto para la Producción Popular

COMER NO DEBE SER UNA LUCHA

(Por Enrique M. Martínez) El Gobierno popular asumió con la eliminación del hambre como bandera central, de alta prioridad. Casi un minuto después apareció la plaga mundial del Covid19, que alteró cualquier lógica serena en algún espacio social y complicó especialmente el frente alimenticio. No hay números precisos, pero el Ministerio de Desarrollo Social (MDS) señala que distribuía alimentos para 8 Millones de personas y pasó a11Millones. Además se implementó la tarjeta Alimentar, se refuerza la AUH, se aprueban fondos específicos para algunos municipios, se suman aportes incluso de una manera aluvional.

El punto es que entre la asignación de recursos económicos al tema y la posible solución del problema, está la densa estructura productiva y comercial que va desde la tierra hasta la mesa del consumidor.

Con un detalle sustancial. Hace décadas que este espacio fue infectado por el virus más peligroso de todos: la vocación de ganar dinero de los protagonistas hegemónicos, que los separó de la vocación de servicio, que los llevaría a atender la demanda como una necesidad social básica. A partir que ese virus se instala, especular con faltantes de oferta, reales o simulados; usar posiciones dominantes para inflar la rentabilidad; desplazar de la actividad los competidores más pequeños; ordeñar al Estado cuando se pueda, con subsidios innecesarios, créditos preferenciales o ventas con precios por encima del mercado; con varias otras variantes, se convierten en conducta habitual, hasta legitimada.

Un Gobierno popular confronta con esos actores. Tiene que regular su conducta, minuto a minuto, para lograr metas sociales aceptables. Hasta ahora le va mal.

Fijó precios máximos que no se respetan y no hay sanciones destacables. La inflación en alimentos es superior al promedio general, lo cual indica que son los formadores de precios los que dominan la situación.

Cuando quiso comprar alimentos, el MDS se encontró con la rosca de intermediarios que se ha desarrollado por décadas en cada Ministerio, recibiendo ofertas a precios superiores no solo a los precios máximos, sino a valores con cierta lógica.

Cuando cambió el sistema de compras, convocando a productores directos o grandes distribuidoras y poniendo como techo los precios máximos, el Ministerio recibió ofertas solo parciales y en tres rubros (arroz, azúcar y lentejas) no recibió oferta alguna. Eso refleja la reticencia ante el cumplimiento de plazos de pago, pero además es consecuencia que los precios máximos quedaron desactualizados frente a la inflación.

Los precios máximos, por su parte, se fijaron de manera insólita acordando con supermercados, sin analizar los costos de producción, ni acordar precios en puerta de fábrica o en chacra.

Los municipios que reciben recursos económicos, en tal contexto, terminan comprando en supermercados mayoristas, sin contacto con productores directos, para peor a través de licitaciones en que participan intermediarios locales, que encarecen aún más las compras.

Finalmente, si alguna expectativa había en las organizaciones sociales como proveedoras alternativas, que al menos fueran referencia de precios, ella se diluyó al advertir que con alguna excepción hortícola, allí no se producen alimentos.

El resultado global es la indefensión del gobierno frente a los productores y comercializadores concentrados que definen marcas, precios y volúmenes a su antojo. Se inyecta montos de dinero al bolsillo de millones de modestos consumidores, sin antecedente histórico, que salen hacia grupos concentrados, en los términos que éstos establecen.

Con una gran paradoja: el sector público no tiene como interlocutores a las decenas de miles de productores pequeños, sea familiares, o pyme o cooperativas, que trabajan en todo el país en los márgenes de los espacios que no quieren o pueden ocupar los grandes actores. En el caso de los alimentos frescos, prácticamente no tiene ninguna política activa, ni siquiera en el Mercado Central del AMBA.Todos esos productores no tienen representación en los pasillos oficiales.

Se impone una política de reconversión muy detallada de la forma en que los argentinos llegamos a ponernos la comida en la boca, con la condición adicional que esa transformación debe abarcar la extrema urgencia en la que nos encontramos. Menuda cuestión. En la instancia actual, resulta útil pensar las cadenas de valor desde el consumidor hacia atrás, dividiendo en dos grandes casos: quienes no tienen recursos para comprar su alimento y quienes si lo disponen.

COMER CON LA AYUDA PÚBLICA

Para usar el dinero público con la mayor eficiencia y lograr que todos y todas coman en el país hay que comprar a productores en forma directa y minimizar los movimientos de la mercadería. Ese es el principio.

En lugar de concentrar en un Ministerio nacional, se debería desconcentrar al extremo en los Municipios. Como condición, cada ámbito debería identificar la producción de alimentos potencial y real del distrito, incluyendo esa oferta como prioritaria en la atención de la demanda local.

Establecer un protocolo de compras, en que se recibe ofertas solo de productores directos y que pueda incluir frutas, verduras, lácteos y carnes, hoy ausentes en las compras centralizadas.

Inducir a los municipios para que producto a producto, puedan contar con un productor local que abastezca como mayorista y minorista simultáneamente, de manera que se constituya en el referente de precios para la tarjeta Alimentar y similares.

COMER COMPRANDO EL ALIMENTO

Definitivamente, negociar con quién es decisivo en un sector, manteniendo en ese proceso su hegemonía, es una política equivocada. En un escenario donde la producción de alimentos se puede clasificar en unos 20 subsectores como mínimo, en que cada una de las cadenas de valor tiene sus propias especificidades, la política adecuada es promover y apuntalar la presencia cercana a los consumidores por parte de los más pequeños, los que son normalmente excluidos de las góndolas de los hipermercados, los que puede constituirse en la oferta alternativa que hoy es marginal y tiende a hacerse más frágil de modo sistemática.

Para conseguir eso, hay varias acciones posibles, pero la más fuerte, lugar por lugar, es organizar mercados, en que los oferentes sean solo productores. Mercados populares municipales.

La clave reside en asegurar la presencia allí de los más pequeños, que el sentido común más elemental señala que no podrían estar en varios lugares al mismo tiempo. La manera de hacerlo sin reiterar la dependencia de intermediarios que agregan precio, sin agregar valor, es que cada mercado local sea administrado por un ente en nombre de todos los productores participantes, que simplemente paguen una modesta tasa a ese ente. Esa administración puede ser municipal; con participación de algunos de los productores; de cooperativas, mutuales u organizaciones sin fines de lucro, que sean en términos concretos empleadas de los productores y no sus estrujadores.

Este esquema reduciría los costos de distribución y comercialización para todo productor y reclamaría de él solamente poner el producto en un depósito del mercado. Estos mercados pueden actuar como mayoristas para los comercios de proximidad del distrito y a la vez como minoristas, con lo cual fijarían el precio máximo sin necesidad de regulación oficial.

Esta institución – el mercado popular municipal – debe ser el eje de una transformación de la oferta alimenticia. Se complementa con el estímulo a productores locales potenciales, que dudaron hasta ahora de avanzar por el estrecho callejón de la distribución posterior, para que se sumen al mercado. También se complementa con la concientización de sindicatos, empresas, mutuales, organizaciones sociales, de la necesidad detomar al mercado como el punto focal del fortalecimiento de aquellos que producen alimentos como servicio y no como negocio.

SÍNTESIS

Buena parte de lo anterior forma parte de materiales difundidos en estos años por el Instituto para la Producción Popular (IPP). Se sintetizan y reiteran algunas pocas en este material, porque queda claro – dolorosamente claro – que la política de negociar con quienes tienen la sartén por el mango no da ningún resultado, más que reforzar el arbitrario poder del otro.

Tampoco son solución las insólitas propuestas de escritorio de fábricas estatales de alimentos, que empezarían por plantas de fraccionamiento. Estas cosas son fruto de desconocer la realidad del sector; considerar en un mismo plano al monopolio lácteo y a la cooperativa productora de quesos y muzzarella; creer que el mundo se cambia parándolo y refaccionándolo como se hace con una vivienda. Se trata de iniciativas que no aportan más que confusión y dañan en lugar de ayudar.

Hay escenarios a modificar de manera más drástica que otros. Por ejemplo, es inaudito que no se haya presentado una propuesta de declarar de utilidad pública la tierra arrendada a horticultores del gran La Plata, para permitir que accedan a comprar esos predios con la debida financiación.

En otros casos, como los que se ha reseñado, bastará con ser tesoneros en una política descentralizadora, que convierta en protagonistas activos alos productores más pequeños, a los que llamamos populares, a los que nadie representa cabalmente frente al Estado, aunque abarquen desde la Unión sin Tierra de Mendoza a algunos espacios de la Federación Agraria o la extendida red sobreviviente de industrias lecheras, los campesinos correntinos o misioneros o santiagueños y tantos otros.


Comer no puede ser una lucha. Tengamos trabajo o no. Recibamos apoyo del Estado o no. Comer es un derecho y no puede ser bloqueado por la mezquindad y la avaricia capitalista.

Enrique M. Martínez

Instituto para la Producción Popular**

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