Sociedad

Por Marcos Doño

LA PANDEMIA DE LA IRRACIONALIDAD

(Por Marcos Doño ) Apelar a la sensibilidad como un camino hacia la toma de conciencia sobre las causas y las consecuencias de nuestras injusticias sociales, es encomiable moralmente aunque infructuoso en lo social. La indiferencia y la frialdad de las distintas sociedades a través de los tiempos frente a los actos más aberrantes, son una constante que ha tejido de tragedia nuestra existencia por más de seis mil años, para poner un intervalo de tiempo basado en la escritura como el comienzode lo testimonial. ¿Por qué deberíamos entonces suponer que en la actualidad aprenderemos a ser distintos y mejores ante los mismos actos aberrantes? Nada indica que las experiencias más traumáticas dejarán en nosotros alguna enseñanza moral ni para las generaciones venideras. Aquello de que “es necesario tener memoria para no repetir las cosas que sucedieron en el pasado”, se inscribe como una afirmación que está muy lejos de comprobarse. En este sentido, creo que la memoria de las tragedias de la humanidad debe ser entendida como un ejercicio moral per se, pero no como un reaseguro de que no volvamos a cometerlos. La historia así lo demuestra.

Los horrores nacidos de las tragedias sociales no sólo no nos enseñan nada sino que en el momento en el que ocurren suelen dividirnos potenciando lo más negativo de una sociedad. Es una violencia que podríamos decir es intrínseca a toda comunidad desde que en el Neolítico, con la agricultura, nos volvimos sedentarios y creamos la propiedad privada de los bienes producidos y de las cosas en general. Esto se tradujo necesariamente en el orden político y económico como en las distintas formas de poder que, sin solución de continuidad, se ha manifestado como el divorcio creciente entre lo ética y el ejercicio del poder, tal como ya lo definiera el rey católico Fernando de Aragón: “La política y la moral no tienen nada que ver entre sí”.

Lo cierto es que la perfectibilidad de las leyes como ordenador civilizatorio jamás ha sido garantía de que un sistema que las aplique no pueda degradarse hacia su opuesto. Y esto tiene relación directa con el bienestar pero también con la fortaleza política de un gobierno. Porque hay que decirlo con todas las letras: el odio existe, así como el beneficio que de él obtienen unos pocos. Y no hace falta remontarnos muy lejos en el tiempo para comprobar que no hay enseñanza en la injusticia ni en el sufrimiento. Tenemos el ejemplo cuando finalizada la Primera Guerra Mundial, el mundo fue recorrido por un clamor de indignación por los atrocidades cometidas en los campos de batalla y sus consecuencias: la debacle económica que sumió a millones en la miseria; las mutilaciones de millones de jóvenes que volvían de las trincheras como muertos vivos, mutilados de las maneras más horripilantes; los millones que no volvieron, destrozados por las bombas, la metralla y el gas mostaza, que les destrozaba los pulmones hasta dejarlos como carbones quemados.

¡Nunca más!, fue ese testimonio desesperado y esperanzado a la vez nacido de la pluma de los escritores y de los cantos de la poesía. ¡Nunca más!, se dijeron los políticos y los militares, que se sabían responsables de la matanza. ¡Nunca más!, se gritaron a sí mismos los ciudadanos de cada país en conflicto, acompañados por el grito de un mundo horrorizado ante semejante locura. Y como ninguno, el cine nos mostró por primera vez la locura de la guerra. Ya no serían los cuadros de los grandes maestros de la pintura los que dejarían testimonio de nuestros apocalipsis, con el romanticismo colorido o la oscuridad de la paleta de Goya. Ahora y por primera vez en la historia humana, vimos el horror tal y cómo era, en toda su magnitud y abundancia de odio. Vimos sentados en una butaca de cine, aquello que nos había ocurrido desde siempre. Y eso generó una idea romántica de que por fin el mal cesaría, y que las discriminaciones y el odio que nos habían llevado al descenso más hondo de lo humano, serían erradicadas por nuestra conciencia.

Pero sólo debimos esperar dos décadas, desde 1918 a 1939, para que el monstruo del nazismo hiciera su aparición, esta vez con una fuerza ubicua y apocalíptica, como nunca imaginamos podría existir. Y la gente, como el magistral Stefan Zweig nos lo contó en su relato titulado “Las primeras horas de la Guerra de Europa” (donde se hace referencia a la alegría exultante con que los soldados iban a la Guerra de 1914, a morir una vez más por los poderosos que les habían vendido un épica), volvió a ser seducida por la voz de la muerte, convencida de que el odio sería la llama que limpiaría las impurezas de su raza. El resultado: seis años de conflicto bélico que se llevaron la vida de decenas de millones de desesperados, violados en todos sus derechos humanos, vidas arrojadas a las llamas con la anuencia silenciosa y, muchas veces estrepitosa, de sus congéneres.

No, no hay conciencia ni aprendizaje que sobrevengan de manera natural e insoslayable por el horror vivido. El camino para detener al monstruo es otro. En realidad se trata de quién detenta el poder, quien lo ejerce, y en beneficio de quienes. Así hemos funcionado por siempre, más allá de las ingenuidades o las entelequias que busquen entretenernos en ideas blandas y líricas. Claro que el amor por el prójimo existe y es viable, así como también la justicia social y el bienestar general. No hablo de un nihilismo sin salida. Pero nada es el resultado de un aprendizaje inevitable como consecuencia de nuestros horrores, sino el producto de luchas y conquistas políticas y sociales, que no dejan de contemplar en ese camino acciones muchas veces extremas.

La pandemia del Covid19 es una muestra más de cómo se mueve la humanidad. Lo cierto y comprobable es que desde que todo comenzó, en diciembre de 2019 en la ciudad de Wuhan de la República Popular China, fuimos arrojados a una vorágine de acontecimientos que acentuaron los factores más negativos, entre ellos las enormes deficiencias derivadas de un sistema mundial de explotación y distribución de la riqueza, de la que se sigue beneficiando una minoría de minorías.

Como en 1918 y en 1945, a la finalización de las dos Guerras mundiales, algunos hoy volvieron a convencerse que la humanidad aprendería a ser mejor y más piadosa después de las primeras imágenes que vimos de una Italia en la que los féretros apilados eran llevados en camiones hacían los cementerios, en medio del silencio aterrador de las calles vacías de Roma.

Creyeron que el horror que mostraba la televisión de las tumbas masivas en los Estados Unidos y Brasil, haría tronar el escarmiento social en contra de aquellos gobernantes que jugaron, que lo siguen haciendo, con las vidas de quienes son tratados como peones de su ajedrez político. Pero nada de eso pasó, acaso porque ese camino que venimos recorriendo desde hace miles de años, tapizado de locura, de muertes injustas y de miseria, forma parte de una humanidad que en cada época es convencida de inmolarse por un rey, por un líder o por los intereses materiales que se ocultan detrás de las épicas alimentadas por políticos inescrupulosos que tienen a la falacia y el odio como sus armas más efectivas.

Así, el canto de sirena del Jefe de Gobierno Horacio Rodríguez Larreta, ha sido escuchado por una porción no despreciable de la sociedad argentina, que a pesar de las estadísticas y las pruebas científicas se niega a sentir el dolor ajeno y hasta el propio. Es esa irracionalidad de un odio que como un opio poderoso les embota la racionalidad y la moral, dejándolos inermes frente a un poder que los esclaviza con el embuste.

El mecanismo de este poder que entrona el sinsentido y la irracionalidad contra la verdad y la ciencia, se mueve como lo hizo siempre, como en la España de la Guerra Civil, cuando la Falange franquista arremetía en los pueblos aplastados con el "amor de Cristo" y la consigna ¡viva la muerte! Es el canto con el que hoy convoca Larreta a una ciudadanía ciega en su fe, para luchar en contra de la vida, aún a riesgo de sus vidas. Ellos son como aquellos y se reconocen en la misma consigna: ¡viva la muerte!

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